—Tranquilo —dijo una voz de niño.
Dunk apretó el paso con el entrecejo fruncido.
Encontró al mozo a lomos de Trueno y con la armadura del viejo puesta. La cota de mallas le llegaba por debajo de los pies y había tenido que inclinar el yelmo hacia atrás para que no le tapara los ojos. Estaba muy concentrado, y muy ridículo. Dunk se quedo riendo a la puerta del establo.
El niño levantó la cabeza, se ruborizó y saltó a tierra. —¡Señor, yo no quería…!
—Ladrón —dijo Dunk, intentando poner voz seria—. Quítate la armadura y da gracias porque Trueno no te haya dado una coz en esa cabeza de chorlito. Es un caballo de batalla, no un poni para niños.
El mozo se quitó el yelmo y lo tiró por la paja.
—Yo sabría montarlo tan bien como vos —dijo en el colmo del atrevimiento.
—Cierra la boca, que no quiero insolencias. Y la cota de mallas también te la quitas. ¿Qué te proponías?
—¿Cómo voy a decíroslo con la boca cerrada?
El niño se quitó la cota con cierta dificultad y la dejó caer.
—Ábrela, pero sólo para contestar —dijo Dunk—. Ahora recoge la cota, quítale el polvo y devuélvela al lugar de donde la has cogido. Lo mismo para el morrión. ¿Has cumplido mis instrucciones? ¿Has dado de comer a los caballos y has cepillado a Pasoquedo?
—Sí —contestó el rapaz, sacudiendo la cota para que soltara la paja—. Vais a Vado
Ceniza, ¿verdad? Llevadme con vos.
Ya lo había avisado la posadera.
—¿Y qué diría tu madre?
—¿Mi madre? —El niño arrugó la cara—. Nada, porque está muerta.
Dunk quedó sorprendido. ¿Entonces no era hijo de la posadera? Quizá lo tuviera de aprendiz. La cerveza le había enturbiado un poco el entendimiento.
—¿Eres huérfano? —preguntó.
—¿Y vos? —replicó el niño.
—Antes sí —reconoció Dunk, pensando: hasta que me tomó el viejo a su cargo.
—Si me llevaseis os haría de escudero.
—No me hace falta.
—Todos los caballeros necesitan escuderos —dijo el niño—, y vos tenéis aspecto de necesitarlo más que ninguno.
Dunk levantó la mano amenazadoramente.
—Y tú de necesitar un buen sopapo en la oreja. Lléname un saco de avena. Salgo para Vado Ceniza… yo solo.
El niño disimulaba bien su miedo, en la hipótesis de que lo tuviera. Permaneció unos instantes con los brazos cruzados y plantando cara, pero justo cuando Dunk estaba a punto de dejarlo por imposible dio media vuelta y salió en busca de la avena.
Para Dunk fue un alivio. Lástima, pensó, pero aquí en la posada vive bien, mejor que sirviendo a un caballero errante. Llevármelo no sería hacerle ningún favor.
No obstante, seguía notando la decepción del mozo. Al montarse en Pasoquedo y coger la rienda de Trueno, Dunk pensó que quizá lo alegrase un penique.
—Ten, rapaz, por tu ayuda.
Le tiró la moneda con una sonrisa, pero el mozo no hizo ademán de recogerla.
Cayó al suelo entre sus pies descalzos, y ahí se quedó.
«En cuanto me haya marchado la cogerá», se dijo Dunk. Hizo dar media vuelta al palafrén y se alejó de la posada, seguido por los otros dos caballos. La luna iluminaba los árboles, y el cielo despejado relucía de estrellas. Avanzando por el camino, Dunk sintió en su espalda la mirada del niño, hosco y silencioso.
Largas ya las sombras vespertinas, Dunk, que había llegado al vasto prado de Vado Ceniza, tiró de las riendas. Ya había sesenta pabellones montados: pequeños, grandes, de lona, de lino, de seda… Si en algo coincidían era en sus vivos colores y en los largos estandartes prendidos al poste central, estandartes que ofrecían un espectáculo cromático superior al de un prado de flores silvestres: rojos intensos, amarillos luminosos, matices infinitos de verde y azul, negros, grises, morados…
Algunos de los caballeros habían tenido al anciano entre sus filas. A otros los conocía Dunk por historias que se contaban en los mesones y alrededor de las hogueras.
Nunca había aprendido la magia de la lectura y la escritura, pero el viejo lo había puesto todo de su parte para inculcarle nociones de heráldica en forma de largos sermones cuando iban a caballo. Los ruiseñores pertenecían a lord Caron de las Marcas, tan buen arpista como justador. El ciervo coronado identificaba a Ser Lyonel Baratheon, «la Tormenta que Ríe». Dunk reconoció el cazador de los Tarly, el relámpago morado de la casa de Dondarrion y la manzana roja de los Fossoway. Oro sobre gules rugía el león de Lannister, y la tortuga de mar de los Eastermont nadaba, verde oscuro, en campo de sinople. La tienda marrón sobre la que ondeaba un caballo rojo sólo podía alojar a Ser Otho Bracken, merecedor del apodo de
Bestia de Bracken
por haber matado a lord Quentyn Blackwood durante un torneo en Desembarco del Rey celebrado tres años atrás. Se decía que el golpe de Ser Otho con el hacha roma había sido tan fuerte que había hundido la visera del yelmo de lord Blackwood, destrozándole la cabeza. Dunk también vio algunos estandartes de los Blackwood. Estaban en el límite occidental del prado, lo más lejos posible de Ser Otho. Marbrand, Mallister, Cargyll, Westerling, Swann, Mullendore, Hightower, Florent, Frey, Penrose, Stokeworth, Darry, Parren, Wylde… Parecía que todas las casas nobles del norte y el sur hubieran enviado a Vado Ceniza a uno o más caballeros para ver a la hermosa zagala y justar en su honor.
Por gratos que fueran a la vista aquellos pabellones, Dunk era consciente de que no estaban destinados a él. Pasaría la noche con el único abrigo de una capa raída de lana. Grandes del reino y caballeros cenarían capones y lechones, mientras él se conformaba con un correoso pedazo de ternera salada. Bien sabía que el hecho de acampar en aquel prado multicolor lo sometería a mudos desdenes y burlas no encubiertas. Quizá unos pocos lo trataran con consideración, pero en cierto modo era peor.
Para un caballero errante el orgullo era importante, porque sin él valía tan poco como un mercenario. Tengo que ganarme un puesto entre esa gente, pensó Dunk. Si combato bien es posible que algún señor me tome a su servicio; entonces cabalgaré en noble compañía, cenaré a diario carne fresca en una sala del castillo y plantaré mi propia tienda en los torneos. Lo primero, sin embargo, es destacar. No tuvo más remedio que dar la espalda al campo de justas y volver al bosque con sus caballos.
Por los aledaños del prado principal, casi a un kilómetro de la ciudad y el castillo, encontró el recodo de un riachuelo donde el agua era profunda. Estaba bordeado de un poblado juncar, a la sombra de un olmo copudo. Ningún estandarte era más verde que aquella hierba primaveral, tan blanda al tacto. El lugar era hermoso, y aún no había sido reclamado por nadie. Será mi pabellón, se dijo Dunk; un pabellón con techo de hojas y más verde que los estandartes de los Tyrell y los Estermont.
Lo primero eran los caballos. Una vez atendidas sus necesidades, Dunk se desnudó y se metió en el agua para quitarse el polvo del camino. «Cualquier caballero que se precie debe ser tan limpio como pío», decía el viejo en vida, insistiendo en que se bañasen los dos de pies a cabeza a cada cambio de luna, tanto si olían mal como si no. Dunk juró hacerlo porque ya era caballero.
Se sentó desnudo al pie del olmo, para secarse y disfrutar de la calidez primaveral que le acariciaba la piel. Contempló el vuelo perezoso de una libélula por los juncos.
¿Por qué las llamarán dragones
[1]
?, se preguntó. No se parecen en nada. No es que Dunk hubiera visto ningún dragón, pero el viejo sí. Dunk le había oído contar cincuenta veces la misma historia, la de cuando era niño y su padre lo había acompañado a Desembarco del Rey, donde habían visto al último dragón un año antes de que muriera. Era una hembra de color verde, pequeña y debilitada, con las alas atrofiadas. Todos sus huevos se habían echado a perder. «Hay gente que dice que la envenenó el rey Aegon —contaba el anciano—. Deben de referirse al tercero, no el padre del rey Daeron, sino aquél a quien llamaban Matadragones o Aegon el Desventurado.
Había visto al dragón de su tío devorando a su propia madre y les tenía mucho miedo. Desde la muerte del último dragón se han acortado los veranos, y los inviernos son más largos y crueles».
Se ocultó el sol en las copas de los árboles, empezó a refrescar y llegó un momento en que a Dunk se le puso la piel de gallina. Entonces sacudió la túnica y los pantalones contra el tronco del olmo para desempolvarlos como mejor pudiera y volvió a ponérselos. La inscripción en el torneo, previa búsqueda del maestro de justas, podía esperar a la mañana siguiente. Sus esperanzas de participar dependían de que aprovechara la noche en otros menesteres.
No le hizo falta verse reflejado en el agua para saber que no ofrecía un aspecto demasiado caballeresco. Se echó pues el escudo de Ser Arlan a la espalda, a fin de dejar el emblema a la vista. Después maneó a los caballos y dejó que pacieran debajo del olmo, mientras él caminaba hacia el escenario de las justas.
El prado, de costumbre, surtía de tierras comunales a los habitantes de la ciudad de Vado Ceniza, situada en la otra orilla del río. El torneo lo había transformado. De la noche a la mañana había surgido otra ciudad, no de piedra sino de seda, mayor que su hermana y más hermosa. Al borde del prado habían plantado sus puestos decenas de comerciantes que vendían toda clase de artículos: fieltro, fruta, cinturones, zapatos, pieles, piedras preciosas, halcones, objetos de metal, especias, plumas… Circulaban entre el público juglares, marionetistas y magos. También las prostitutas y los ladrones aprovechaban para ejercer su profesión. Dunk vigilaba sus monedas.
Llegó a su nariz el olor de las salchichas, que al freírse desprendían un humo espeso, y se le hizo la boca agua. Se gastó una moneda de cobre en una salchicha y un cuerno de cerveza. Mientras comía presenció la lucha entre un caballero de madera pintada y un dragón del mismo material. No menos pintoresca resultaba la persona que movía los hilos del dragón, una joven alta, con la piel oscura y el cabello negro típicos de Dorne. Era delgada como una lanza, sin apenas pecho, pero a Dunk le gustó su cara y el movimiento de dedos con que hacía caracolear al dragón al otro extremo de los hilos. Si le hubiera sobrado una moneda se la habría tirado, pero no era el caso.
Sus esperanzas de encontrar vendedores de armas y armaduras quedaron confirmadas. Vio un tyroshi con barba azul en doble punta que ofrecía yelmos profusamente adornados, piezas prodigiosas de oro y plata con formas de pájaros y otros animales. También encontró un espadero que pregonaba hojas de acero a bajo precio, y otro que las comercializaba mucho más finas, pero Dunk ya tenía espada.
El hombre a quien buscaba cerraba la hilera de puestos de venta, sentado a una mesa en la que descansaban una cota de malla de excelente factura y un par de guanteletes que Dunk inspeccionó con detenimiento.
—Sois buen artesano —dijo.
—El mejor.
El armero en cuestión era un retaco de metro cincuenta. Tenía, empero, el torso igual de ancho que Dunk, además de barba negra, manos enormes y ni el menor asomo de humildad.
—Necesito una armadura para el torneo. Una buena cota de malla, gola, grebas y yelmo completo.
El morrión del anciano era de su talla, pero Dunk deseaba protegerse la cara con algo más que una simple barra nasal.
El armero lo miró de arriba abajo.
—Sois alto, pero he hecho armaduras para otros que lo eran todavía más —Salió de detrás de la mesa—. Arrodillaos y os mediré los hombros, y ese cuello que tenéis, que parece un tronco de árbol —Dunk obedeció. El armero le pasó por los hombros una cinta de cuero con nudos, gruñó, usó la misma cinta para el cuello y volvió a gruñir—. Levantad el brazo. No, el derecho. —Gruñó por tercera vez—. Ya podéis levantaros. —La parte interior de una pierna, el grosor de la pantorrilla y el tamaño de la cintura suscitaron nuevos gruñidos—. Es posible que os convengan algunas piezas que llevo en el carro —dijo al acabar—. Sin adornos, ¿eh? Ni oro ni plata; sólo acero, sencillo pero del bueno. Yo hago yelmos que parecen yelmos, no cerdos alados ni frutas exóticas. Ahora bien, si os dan un lanzazo en la cara os serán de mayor utilidad los míos.
—No pido más —dijo Dunk—. ¿Cuánto pedís vos?
—Ochocientas monedas y os hago un favor.
—¡Ochocientas! —Era más de lo esperado—. Mmm… Podría daros una armadura usada, hecha para un hombre más bajo… Un morrión, una cota de mallas…
—Pate sólo vende lo que fabrica él mismo —declaró el armero—, aunque podría aprovecharse el metal. Si no está demasiado oxidado me lo quedo y os armo por seiscientas.
Dunk tenía la posibilidad de rogar a Pate que le fiara, pero no se hacía ilusiones acerca de la respuesta. Había pasado bastante tiempo en compañía del viejo para saber que los comerciantes recelaban sobremanera de los caballeros errantes, algunos de los cuales eran poco más que ladrones.
—Os doy dos monedas de plata y mañana os traigo la armadura y las que faltan.
El armero lo miró con atención.
—Con dos monedas os doy un plazo de un día. Si lo incumplís venderé la armadura a otra persona.
Dunk sacó las monedas de la bolsa y las depositó en la mano callosa del mercader.
—Las tendréis todas. He venido al torneo para ser un paladín.
—Ya —Pate mordió una de las monedas—. Y supongo que los demás sólo habrán venido a animaros.
Cuando emprendió el camino de regreso al olmo la luna ya estaba muy por encima del horizonte. A sus espaldas, el prado de Vado Ceniza aparecía salpicado de antorchas. Se oían cantos y risas, pero Dunk no estaba de humor para festejos. Sólo se le ocurría una manera de conseguir el dinero para la armadura. Y si lo derrotaban…
—Sólo necesito una victoria —musitó—. ¡Tampoco es tanto!
Poco o mucho, el anciano jamás lo habría deseado. Ser Arlan no había participado en ninguna justa desde aquella, celebrada en Bastión de Tormentas, donde había sido arrojado de su montura por el príncipe de Rocadragón, y de eso ya hacía muchos años.
«Pocos hombres pueden presumir de haber quebrado siete lanzas contra el mejor caballero de los Siete Reinos —decía—. ¿Para qué insistir si jamás obtendría mayor gloria?»
Dunk había sospechado que el retiro del viejo guardaba más relación con su edad que con el príncipe de Rocadragón, pero nunca se había atrevido a decirlo. El viejo había conservado su orgullo hasta el final. Soy rápido y fuerte, pensó Dunk; me lo decía él mismo. Que él no pudiera no quiere decir que no pueda yo.