El caballero errante (5 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero errante
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—A vos no os ha machacado.

—No, pero es que soy de la familia, aunque de una rama secundaria, como no se cansa de recordarme. Me llamo Raymun Fossoway.

—Encantado. ¿Participaréis los dos en el torneo?

—Él sí, no lo dudéis. En cuanto a mí, bien quisiera, pero soy un simple escudero. Mi primo ha prometido armarme caballero, pero insiste en que me falta madurez. —Chato, cuadrado de rostro, con el pelo corto y lanudo, Raymun se redimía por su encantadora sonrisa—. Adivino que habéis venido a justar. ¿A quién os proponéis retar?

—Poco importa —dijo Dunk. Era la respuesta que se esperaba; respuesta falsa, porque si importaba y mucho—. No participaré hasta el tercer día.

—Cierto. Para entonces ya habrán caído algunos paladines —dijo Raymun—. Bien, pues que os sea propicio el Guerrero.

—Que lo sea también para vos.

Si este hombre sólo es escudero, pensó Dunk, ¿qué derecho tengo yo a la caballería? Hay uno de los dos que está haciendo el tonto.

A cada paso que daba Dunk tintineaban las monedas de su bolsa, pero era consciente de que podía perderlas en un tris. Hasta las reglas del torneo jugaban contra él, reduciendo casi a cero las probabilidades de que se enfrentase a un enemigo bisoño o débil.

Los torneos podían ajustarse a decenas de modalidades, al capricho del señor que los organizase. Algunos imitaban batallas entre equipos de caballeros; otros consistían en una lucha de todos contra todos donde la gloria recaía en el último que quedara en pie. Cuando se elegía la modalidad de combate individual los emparejamientos podían decidirse por sorteo o al albedrío del maestro de justas.

Lord Ashford había convocado el torneo para celebrar el decimotercer aniversario de su hija. La bella zagala estaría sentada al lado de su padre como Reina del Amor y la Belleza. La defenderían cinco paladines, cada uno con una prenda suya. Los demás participantes tendrían que retarlos, pero aquél que venciera a uno de los cinco ocuparía su lugar y se convertiría a su vez en paladín hasta ser vencido por otro. Al término de los tres días de torneo los cinco que quedaran decidirían si la zagala conservaba la corona del Amor y la Belleza o había que entregársela a otra muchacha.

Dunk miró fijamente el terreno de justas y las sillas vacías de la tribuna, evaluando sus posibilidades. Sólo necesitaba una victoria. Entonces podría presumir de haber figurado entre los paladines del prado de Vado Ceniza, aunque sólo hubiera sido por espacio de una hora. Pese a haber fallecido poco antes de los sesenta, el viejo nunca había sido paladín. Si los dioses son benévolos, pensó Dunk, no será pedir demasiado. Recordó las canciones que había oído, las que hablaban del ciego Simeon Ojos de Estrella, del noble Serwyn del Escudo de Espejo, del príncipe Aemon, de Ser Ryam Redwyne y de Florian el Bufón. Todos ellos habían vencido a enemigos mucho más temibles que cuantos pudieran enfrentarse con él. Sí, pensó, pero eran grandes héroes, valientes de alta cuna, a excepción de Florian. ¿Y quién soy yo? ¿Dunk de Lecho de pulgas o Ser Duncan el Alto?

Supuso que no tardaría en averiguarlo. Levantó el saco de la armadura y encaminó sus pasos a los puestos de los comerciantes, uno de los cuales era el de Pate.

Egg había trabajado duro en el campamento, y Dunk quedó satisfecho. Había albergado cierto temor de que su escudero protagonizara una nueva huida.

—¿Habéis conseguido un buen precio por vuestro palafrén? —preguntó el niño.

—¿Cómo sabes tú que la he vendido?

—Salisteis a caballo y volvéis a pie. Si fuera por culpa de los ladrones estaríais bastante más enfadado.

—Me han pagado lo suficiente para esto. —Dunk sacó su armadura nueva para enseñársela al rapaz—. Si pretendes llegar a caballero tendrás que aprender a diferenciar el buen acero del malo. Fíjate en éste: es de calidad. Esta malla es doble. Cada anillo cuelga de otros dos. Protege más que la simple. Y mira el yelmo: Pate lo ha hecho de punta redonda. ¿Ves la curva? Desvía las espadas o las hachas. Si fuera plano podrían hacer un corte. —Dunk se colocó el yelmo en la cabeza—. ¿Cómo me queda?

—No hay visera —señaló Egg.

— Tiene agujeros de respiración. Las viseras son vulnerables. —Se lo había dicho Pate—. Si supieras la cantidad de caballeros que han recibido un flechazo en el ojo al levantarla para respirar, preferirías no tenerla —explicó a Dunk.

—Tampoco hay cimera —dijo Egg—. No tiene ningún adorno.

Dunk se levantó el yelmo.

—A la gente como yo no nos hacen falta. ¿Te has fijado en como brilla el acero?

Que lo siga haciendo va a ser cosa tuya. ¿Sabes limpiar una cota de malla?

—Sí, en un barril de arena —dijo el niño—, pero vos no tenéis. ¿También habéis comprado una tienda?

—Tanto no me han pagado. —«Este niño es demasiado atrevido para su propio bien, pensó Dunk. Tendré que enseñarle a palos a no serlo». En el mismo momento de pensarlo, supo que no lo haría. Le gustaba la audacia. A él, particularmente, le hacía falta una buena dosis. Pensó: mi escudero es más valiente y más listo que yo—. Has hecho un buen trabajo, Egg. Mañana por la mañana iremos juntos al prado para echar un vistazo al terreno de justas. Compraremos avena para los caballos, y para nosotros pan recién hecho. Tampoco estaría mal un poco de queso. He visto un puesto donde vendían uno bastante bueno.

—No tendré que ir al castillo, ¿verdad?

—¿Por qué no? Yo tengo la esperanza de vivir en uno algún día.

El niño no hizo ningún comentario. Quizá tenga miedo de entrar en la morada de un señor, pensó Dunk. Sería normal. Ya se le pasará.

Siguió admirando su armadura y preguntándose cuánto tiempo la llevaría.

Ser Manfred era un hombre delgado y con cara de pocos amigos. Llevaba sobreveste negra, con el relámpago morado de la casa de Dondarrion, pero a Dunk le habría bastado su cobriza y rebelde cabellera para reconocerlo.

—Ser Arlan, señor, sirvió a vuestro padre en los tiempos en que éste y lord Caron obligaron al Rey Buitre a salir por el fuego de las Montañas Rojas —dijo con una rodilla en el suelo—. Yo entonces era niño, pero le hice de escudero. Ser Arlan de Pennytree.

Ser Manfred frunció el entrecejo.

—No, no lo conozco. Ni a ti tampoco, muchacho.

Dunk le enseñó el escudo del viejo. —Su emblema, el cáliz con alas.

—Mi padre fue a las montañas con ochocientos caballeros y unos cuatro mil soldados de a pie. No puede pedírseme que los recuerde a todos, ni a sus emblemas.

No digo que no estuvierais con nosotros, pero…

Ser Manfred se encogió de hombros.

Por unos instantes, Dunk enmudeció. El viejo fue herido por servir a vuestro padre, pensó. ¿Cómo es posible que lo hayáis olvidado?

—Sólo me dejarán participar si responde por mí un noble o caballero.

—¿Y qué me importa a mí eso? —dijo Ser Manfred—. Ya te he concedido demasiado tiempo.

Volver al castillo sin Ser Manfred equivalía al desastre. Dunk miró el relámpago morado que llevaba Ser Manfred en su gonela de lana negra y dijo:

—Me acuerdo de cuando vuestro padre contó a sus hombres el origen del emblema de vuestra familia. Una noche de tormenta, cuando el primero de vuestro linaje llevaba un mensaje por las marcas de Dorne, su caballo, muerto de un flechazo, se desplomó bajo él. Entonces salieron de la oscuridad dos dornos con cota de malla y yelmos con cimera. En su caída vuestro antepasado había roto la espada, y al verlo se tuvo por perdido, pero justo cuando sus enemigos se disponían a abatirlo cayó un relámpago de las alturas. Su color era púrpura encendido y golpeó de lleno el acero de las armaduras de los dornos, muertos al instante. Gracias al mensaje el Rey de la Tormenta obtuvo la victoria sobre Dorne, y en prueba de reconocimiento otorgó un señorío al mensajero. Fue éste el primer lord Dondarrion. Escogió por armas un relámpago bifurcado de color morado, sobre campo de sable salpicado de estrellas.

Muy errado iba Dunk si pretendía impresionar a Ser Manfred con la historia.

—No hay mozo de cuadras al servicio de mi padre que en un momento u otro no oiga contar la historia. El hecho de saberla no os convierte en caballero. Marchaos.

Dunk regresó al castillo de Vado Ceniza con un gran peso en el corazón, discurriendo qué decirle a Plummer para ser aceptado en el torneo. El hecho fue que no encontró al mayordomo en la sala de la torre. Le dijo un guarda que quizá estuviese en la Gran Sala.

—¿Lo espero aquí? —preguntó Dunk—. ¿Cuánto tardará?

—¿Qué sé yo? Haced lo que os parezca.

El salón no era tan grande como indicaba su nombre, pero Vado Ceniza era un castillo pequeño. Dunk entró por una puerta lateral y reconoció al mayordomo de inmediato. Estaba al fondo, en compañía de lord Vado Ceniza y diez o doce hombres.

Fue hacia ellos, arrimado a una pared cubierta de tapices de lana que representaban frutas y flores.

— …fueran hijos vuestros no os lo tomaríais tan a la ligera —dijo alguien con enojo al acercarse Dunk.

El pelo lacio del hombre en cuestión, así como su barba cuadrada, eran tan claros que la penumbra los volvía casi blancos. No obstante, cuando Dunk redujo la distancia, vio que en realidad eran de un color plateado con hebras rubias.

—No es la primera vez —contestó otra persona, a quien Dunk no vio por interposición de Plummer—. Fue mala idea ordenar a Daeron que participase en el torneo. No es lo suyo. Y lo mismo digo de Aerys y Rhaegel.

—Lo que quieres decir es que Daeron prefiere montar a una meretriz que a un caballo —dijo el del cabello plateado. Robusto y de gran presencia, el príncipe (no otra cosa podía ser) llevaba un peto de cuero con tachuelas de plata, y encima una capa negra y gruesa con ribetes de armiño. Sus mejillas estaban picadas de viruela, hecho que la barba solo ocultaba a medias— Mira, hermano, no tengo ninguna necesidad de que me recuerdes las carencias de mi hijo. Sólo tiene dieciocho años. Aún es tiempo de que cambie. ¡Y a fe que cambiará o juro verlo muerto!

—No seas idiota. Daeron es como es, pero sigue siendo de tu sangre y de la mía.

Estoy seguro de que Ser Roland lo encontrará, a él y a Aegon.

—Sí, cuando haya acabado el torneo.

—Queda Aerion, que maneja la lanza mejor que Daeron, si es el torneo lo que te preocupa.

Esta vez Dunk sí vio al tercer hombre. Estaba sentado en la silla más elevada, sosteniendo un fajo de pergaminos y con lord Ashford muy cerca del hombro. Sentado y todo, parecía llevarle una cabeza al otro, a juzgar por la longitud de las piernas que sobresalían del asiento. Tenía el pelo muy corto, de color oscuro y con algunas canas.

El afeitado de su fuerte mandíbula era impecable. Parecía haber sufrido más de una rotura de nariz. Pese a la sencillez de su atavío (jubón verde, manto marrón y botas gastadas) transmitía aplomo, poder y seguridad.

Dunk pensó que aquello no estaba destinado a sus oídos. Es preferible que me vaya y vuelva más tarde, pensó, cuando hayan acabado. Por desgracia era demasiado tarde, porque el príncipe de barba plateada acababa de fijarse en él.

—¿Quién sois y como se os ocurre interrumpirnos? —inquirió con dureza.

—Es el caballero a quien estaba esperando nuestro buen mayordomo —dijo el hombre sentado, sonriendo a Dunk como si ya hubiera reparado tiempo atrás en su presencia—. En este caso, hermano, los intrusos somos tú y yo. Acercaos —dijo a Dunk.

Éste obedeció con lentitud, sin saber qué hacer. De nada le sirvió mirar a Plummer, porque el adusto mayordomo (tan enérgico en la anterior entrevista) permaneció en silencio, mirando fijamente el enlosado.

—Nobles señores —dijo Dunk—, he solicitado el aval de Ser Manfred para participar en el torneo pero me lo ha negado. Asegura no conocerme, pero yo juro que Ser Arlan estuvo a su servicio. Tengo su espada y su escudo, y…

—No se es caballero por tener espada y escudo —declaró lord Ashford, alto, calvo, de cara redonda y roja—. Sé de vos por Plummer. Aunque aceptásemos que vuestras armas pertenecieran al tal Ser Arlan de Pennytree, cabe la posibilidad de que lo encontrarais muerto y se las robarais. Mientras no dispongáis de pruebas más sólidas, como un documento o…

—Yo sí me acuerdo de Ser Arlan de Pennytree —dijo con sosiego el hombre sentado— . Que yo sepa no ganó ningún torneo, pero tampoco hizo nada de qué avergonzarse.

Hace seis años, en Desembarco del Rey, derribó en la folla a lord Stokeworth y al Bastardo de Harrenhal, y mucho antes, en Lannisport, descabalgó al mismísimo León Gris, que en aquel entonces no debía de serlo tanto.

—Sí, me lo contó muchas veces —dijo Dunk.

El hombre alto lo miró con atención. —Recordaréis entonces el nombre verdadero del León Gris.

Por unos instantes la mente de Dunk se quedó en blanco. Pensó: le oí la historia al viejo más de mil veces. El león, el león, su nombre, su nombre, su nombre… Se acordó en el último momento, al borde de la desesperación.

—¡Ser Damon Lannister! —exclamó—. ¡El León Gris! Ahora es señor de Roca Casterly.

—En efecto —dijo el hombre alto con placidez—, y entrará en liza mañana por la mañana.

Dio una sacudida al fajo de pergaminos que tenía en la mano.

—¿Cómo es posible que os acordéis de un caballero insignificante y sin tierras que tuvo la suerte de derribar a Damon Lannister hace dieciséis años? —dijo, ceñudo, el príncipe de la barba plateada.

—Tengo por costumbre averiguar cuanto puedo de mis enemigos.

—¿Por qué ibais a dignaros combatir con un caballero errante?

—Fue hace nueve años, en Bastión de Tormentas, durante los festejos de lord Baratheon por el nacimiento de un nieto. El primer sorteo me emparejó con Ser Arlan.

Rompimos cuatro lanzas hasta que lo derribé.

—¡Siete! —precisó Dunk—. ¡Y fue contra el príncipe de Rocadragón! .

Lamentó enseguida haberlo dicho. Le pareció oír la voz del viejo: Dunk el botarate, más duro de mollera que muralla de castillo.

—Así es. —El príncipe de la nariz rota sonrió con dulzura—. Sé que el mucho contar magnifica las historias. No tengáis en menos a vuestro señor, pero temo que las lanzas fueran cuatro.

Dunk agradeció la penumbra de la sala, porque era consciente de tener las orejas rojas.

—Mi señor… —No, pensó, eso tampoco está bien dicho—. Excelencia… —Cayó de rodillas y bajó la cabeza—. Tenéis razón, fueron cuatro. No pretendía… Jamás se me…

El viejo, Ser Arlan, siempre me acusaba de ser más duro de mollera que la muralla de un castillo, y más lento que un bisonte.

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