Los escuderos entregaron lanzas nuevas a los justadores en sustitución de las rotas, que arrojaron, y por segunda vez se clavaron las espuelas. Dunk sintió temblar el suelo bajo sus pies. Egg, que estaba sentado en sus hombros, dio gritos de alegría y agitó sus brazos delgadísimos. El caballero que paso más cerca de ellos fue el Joven Príncipe. Dunk vio que la punta de su lanza negra besaba la torre del escudo enemigo y se desviaba hacia el peto, al tiempo que el asta de Ser Abelar se astillaba contra el de Valarr. La fuerza del impacto echó hacia atrás al corcel gris con arreos grises y plateados, y Ser Abelar Hightower, alzado en sus estribos, cayó violentamente al suelo.
También cayó lord Tully, derribado por Ser Humfrey Harding, pero se puso en pie sin la menor tardanza y desenvainó su espada. Ser Humfrey soltó la lanza, que estaba intacta, y desmontó para proseguir a pie el combate. Ser Abelar no fue tan ágil. Llegó corriendo su escudero, que le soltó el yelmo y pidió ayuda. Dos criados levantaron por los brazos al aturdido jinete y lo acompañaron al pabellón. En el resto del prado los seis caballeros que permanecían montados ejecutaban la tercera vuelta. Se quebraron más lanzas, y en esta ocasión lord Leo Tyrell apuntó con tal pericia que le arrancó el yelmo al León Gris. Descubierto el rostro, el señor de Roca Casterly levantó la mano y desmontó, reconociéndose vencido. Para entonces Ser Humfrey había forzado la rendición de lord Tully, demostrando la misma destreza con la espada que con la lanza.
Tybolt Lannister y Androw Ashford chocaron tres veces antes de que Ser Androw se quedara sin escudo, sin caballo y sin victoria, todo al mismo tiempo. El menor de los Ashford duró todavía más y rompió nada menos que nueve lanzas contra Ser Lyonel Baratheon, la Tormenta que Ríe. La décima acometida se saldó con el derribo de ambos, pero la lucha siguió a pie, espada contra maza. Por fin el magullado Ser Robert Ashford admitió su derrota, aunque su padre, sentado en la tribuna, parecía cualquier cosa menos descontento. Los dos hijos de lord Ashford habían tenido que abandonar las filas de los paladines, pero se habían desempeñado noblemente contra dos de los mejores caballeros de los Siete Reinos.
Sí, pensó Dunk, viendo que el vencedor y el vencido se abrazaban y abandonaban juntos el terreno, pero yo tengo que hacerlo todavía mejor. No basta con que pelee bien y pierda. Tengo que ganar como mínimo la primera justa o me quedaré sin nada.
El paso siguiente era que Ser Tybolt Lannister y la Tormenta que Ríe fueran nombrados paladines en sustitución de los caballeros por ellos derrotados. Los pabellones de color naranja ya estaban siendo desmontados a pocos metros de donde el Joven Príncipe descansaba en una silla de campaña, delante de su gran tienda negra. Se había quitado el yelmo, dejando a la vista un pelo oscuro como el de su padre, si bien con una franja rubia. Bebió un sorbo de la copa de oro que le trajo un criado. Si es prudente será agua, pensó Dunk, y si no vino. Se preguntó si Valarr había heredado parte de las artes guerreras de su padre o sólo había tenido la suerte de emparejarse con el contrincante más débil.
Una fanfarria anunció la entrada en liza de tres nuevos retadores, cuyos nombres fueron proclamados por los heraldos.
—¡Ser Pearse, de la casa de Caron, señor de las Marcas!
El emblema de su escudo era un arpa plateada, si bien la sobreveste llevaba ruiseñores.
—¡Ser Joseth, de la casa de Mallister, de Seagard!
Ser Joseth llevaba un yelmo con alas. En el escudo volaba un águila de plata contra un cielo añil.
—Ser Gawen, de la casa de Swann, señor de Yelmo de Piedra y del cabo de la Ira.
Dos cisnes, negro el uno, el otro blanco, libraban una lucha furiosa en el escudo.
La armadura y la capa de lord Gawen, así como la barda de su caballo, repetían el conflicto de negros y blancos, que se extendía a las franjas de su vaina y su lanza.
Lord Caron, arpista, cantor y caballero de renombre, aplicó el borne a la rosa de lord Tyrell. Ser Joseth golpeó los rombos de Ser Humfrey Hardyng. En cuanto al caballero blanco y negro, lord Gawen Swann, desafió al príncipe negro. Dunk se frotó la barbilla. La edad de lord Gawen era todavía más avanzada que la del viejo, su difunto señor.
—Oye, Egg, ¿cuál de los retadores es el más peligroso? —preguntó al niño que sostenía en hombros y que tanto parecía saber de aquellos caballeros.
—Lord Gawen —repuso el sin vacilar—, el contrincante de Valarr.
—Del príncipe Valarr —lo corrigió Dunk—. Para ser escudero hay que hablar con cortesía.
Los tres retadores ocuparon sus puestos, mientras montaban los tres paladines respectivos. Entre el público todo eran apuestas y exclamaciones de aliento, pero Dunk sólo tenía ojos para el príncipe. En la primera vuelta Valarr golpeó de refilón el escudo de lord Gawen, y al igual que con Ser Abelar Hightower vio desviarse la punta enromada de su lanza, sólo que al vado, en dirección opuesta. La lanza de lord Gawen se quebró de frente contra el peto del príncipe, que por unos instantes pareció al borde de la caída.
En el segundo embate Valarr orientó la lanza hacia la izquierda, apuntando al pecho de su enemigo, pero sólo lo golpeó en un hombro. Fue empero suficiente para hacer que el anciano caballero se quedara sin lanza. Lord Gawen hizo molinetes con un brazo y cayó de su montura. El Joven Príncipe bajó de la silla y desenvainó la espada, pero lord Gawen le hizo señas y se levantó la visera.
—Me rindo, excelencia —exclamó—. Buen golpe.
Lo repitieron a gritos los nobles de la tribuna, mientras Valarr se ponía de rodillas para ayudar a levantarse al caballero de cabello gris:
—¡Buen golpe! ¡Buen golpe!
—No lo ha sido —se quejó Egg.
—Calla o te mando al campamento.
Un poco más lejos Ser Joseth Mallister abandonaba el campo en estado de inconsciencia, mientras el arpista y el señor de la rosa luchaban denodadamente con hachas sin filo para entusiasmo de una multitud desatada. Dunk estaba tan concentrado en Valarr Targaryen que apenas los veía. Es buen caballero, pensó, pero no excepcional.
Contra él tendría posibilidades. Si los dioses me fueran propicios hasta podría derribarlo, y una vez en pie decidirían mi peso y mi fuerza física.
—¡A por él! —exclamó Egg con ardor, tan entusiasmado que cambiaba su punto de apoyo en los hombros de Dunk—. ¡Dale, dale! ¡Así! ¡Ya lo tienes! ¡Un poco más!
Por lo visto daba ánimos a lord Caron. El arpista, dedicado a otra música, hacía retroceder rápidamente a lord Leo con golpes incesantes de acero contra acero. El público parecía dividido a partes iguales entre los partidarios de uno y otro, y en el aire matinal se mezclaban vítores y reniegos. Del escudo de lord Leo salían despedidos astillas de madera y trozos de pintura, a medida que el hacha de lord Pearse deshojaba los pétalos de su rosa de oro hasta hacer trizas, por último, el escudo. En el momento de henderlo, el hacha se quedó trabada en la madera… y la de lord Leo rompió el mango del arma de su contrincante, a menos de un palmo de su mano. Entonces arrojó el escudo roto, y de pronto era él quien llevaba el ataque. En cuestión de segundos el caballero arpista se apoyaba en una rodilla y pronunciaba su rendición.
Terminó la mañana y avanzó la tarde sin muchos cambios. Los retadores entraban en lid en número de dos o tres, y alguna vez hasta de cinco. Sonaban clarines, los heraldos proclamaban nombres, los corceles embestían, el público aplaudía, las lanzas se quebraban como frágiles ramitas y las espadas hacían sonar los yelmos y la malla. El pueblo llano estuvo de acuerdo con la nobleza en que había sido un día espléndido de justas. Ser Humfrey Hardyng y Ser Humfrey Beesbury, caballero este último de corta edad y gran audacia que llevaba en el escudo tres colmenas sobre franjas amarillas y negras, rompieron nada menos que una docena de lanzas por cabeza, en una lucha épica que no tardó en ser llamada por el pueblo
la batalla de Humfrey
. Ser Tybolt Lannister fue derribado por Ser John Penrose, y al caer se le rompió la espada, pero resistió con el escudo hasta salir vencedor y quedar como paladín. El caballero tuerto Ser Robyn Rhysling, hombre curtido y de barba entrecana, perdió el yelmo en el primer embate por una lanzada de lord Leo, pero se negó a rendirse. Chocaron tres veces más, con Ser Robyn dando al viento su cabellera, mientras le pasaban al lado como cuchillos volantes las astillas de las lanzas (hecho que maravilló todavía más a Dunk cuando le dijo Egg que el maduro caballero había perdido el ojo cinco años atrás por culpa de una astilla desprendida precisamente de una lanza). Leo Tyrell era demasiado caballeroso para apuntar al rostro desprotegido de su contrincante, mas ello no impidió que el terco arrojo de Rhysling (¿o su temeridad?) dejara a Dunk atónito.
Por último, el señor de Altojardín dio un fuerte golpe al peto de Ser Robyn por encima del corazón y lo derribó estrepitosamente.
También Ser Lyonel Baratheon se destacó varias veces en la lid. Muchas veces, cuando le tocaban el escudo enemigos de poca talla, rompía en resonantes carcajadas, que se prolongaban durante la carga y el momento de arrancarlos de sus estribos. Si el oponente llevaba alguna clase de cimera Ser Lyonel la cortaba y la arrojaba al público. Como se trataba de piezas muy trabajadas, hechas de cuero o madera labrada y en algunos casos con baño de oro o esmalte (cuando no de plata maciza), la costumbre de Ser Lyonel no era del agrado de los vencidos, si bien es cierto que le granjeaba el favor del público de a pie. Llegó el momento en que sólo lo desafiaban caballeros sin cimera. A pesar de las risas de Ser Lyonel, Dunk acordaba la preeminencia a Ser Humfrey Harding, que humilló a catorce caballeros a cuál más temible.
El Joven Príncipe, entretanto, seguía sentado a la entrada de su pabellón negro, bebiendo de su copa de plata y levantándose de vez en cuando para montar en su corcel y vencer al enésimo y modesto enemigo. Ya había obtenido nueve victorias, pero Dunk las tenía a todas por escasamente gloriosas. Vence a viejos, pensó, a escuderos venidos a más y a algunos nobles de alta cuna y pocas dotes guerreras; los mejores caballeros ignoran su escudo, como si no lo vieran.
Hacia el final de la jornada una fanfarria ensordecedora anunció la entrada en liza de otro retador. Llegó a lomos de un gran corcel rojo cuya barda negra poseía aberturas, debajo de las cuales asomaban destellos de amarillo, rojo y naranja. Cuando se acercó a la tribuna a rendir homenaje a los presentes, Dunk vio su rostro bajo la visera alzada y reconoció al príncipe que lo había abordado en los establos de lord Ashford.
Egg le apretó el cuello con las piernas.
—¡Para! —dijo Dunk, separándoselas—. ¿Quieres ahogarme?
—Aerion Llamaviva —anunció un heraldo—, príncipe de la Fortaleza Roja de Desembarco del Rey, hijo del príncipe Maekar de Summerhall, de la casa de Targaryen, nieto de nuestro señor Daeron II el Bueno, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres y señor de los Siete Reinos.
Aerion llevaba en el escudo un dragón tricéfalo, pero estaba pintado con colores mucho más vivos que en el de Valarr: las tres cabezas eran respectivamente naranja, amarilla y roja, y las llamas que salían de sus bocas tenían el brillo del pan de oro. Su sobreveste era un remolino de tonos grises y rojos, y su escudo negro estaba rematado par llamas rojas.
Después de una pausa para bajar la lanza ante el príncipe Baelor (pausa tan breve que quedó en mero formulismo) el recién llegado galopó hacia el norte del campo sin detenerse en los pabellones de lord Leo y la Tormenta que Ríe. Sólo redujo el paso al aproximarse a la tienda del príncipe Valarr. El Joven Príncipe se levantó y quedó rígidamente apostado en proximidad de su escudo. Por unos instantes Dunk albergó la certeza de que Aerion se proponía tocarlo, pero el nuevo contendiente rió y pasó de largo. Su borne acabó en los rombos de Ser Humfrey Hardyng.
—¡Salid, salid, pequeño caballero! —dijo con voz clara y potente—. Ha llegado la hora de enfrentaros al dragón.
Ser Humfrey inclinó fríamente la cabeza a su contrincante, mientras le traían el caballo. Montó en él sin mirar a Aerion, se ciñó el yelmo y asió la lanza y el escudo.
Los dos caballeros ocuparon sus puestos bajo la mirada de un público silencioso. Dunk oyó el ruido metálico con que caía la visera del príncipe Aerion. Sonó el clarín.
Tras un arranque lento, Ser Humfrey fue ganando rapidez; su enemigo, en cambio, espoleó con fuerza al corcel rojo. Egg volvió a juntar las piernas.
—¡Mátalo! —exclamó de manera repentina—. ¡Mátalo, que ya lo tienes! ¡Mátalo, mátalo, mátalo!
La lanza del príncipe Aerion, con borne de oro y franjas rojas, naranjas y amarillas en el asta, apuntó hacia el suelo. Demasiado baja, pensó Dunk al darse cuenta; tiene que levantarla o en lugar de a Ser Humfrey le dará al caballo. Entonces, con incipiente horror, empezó a sospechar que Aerion no tenía la menor intención de elevarla. No puede ser, pensó, que quiera…
Viendo con ojos enloquecidos lo que se le venía encima, el corcel de Ser Humfrey trató de apartarse en el último momento, pero era demasiado tarde. La lanza de Aerion se clavó justo encima de la pieza que cubría el esternón del animal y salió por el otro lado del cuello con un chorro de sangre roja. El caballo se derrumbó con un chillido, y su caída lateral hizo pedazos la barrera. Ser Humfrey quiso zafarse pero se le quedó un pie en el estribo. Se le oyó gritar, apresada su pierna entre la barrera rota y el corcel.
El prado de Vado Ceniza se cubrió de gritos. Varios hombres corrieron a su centro para liberar a Ser Humfrey, pero toparon con las coces del caballo agonizante. Aerion, que había seguido despreocupadamente hasta el final del pasillo, dio la vuelta a su caballo y regresó al galope. También gritaba, pero los relinchos del caballo, casi humanos, impidieron a Dunk entender lo que decía. El príncipe saltó a tierra, desenvainó la espada y se acercó a su caído contrincante. Tuvieron que retenerlo sus propios escuderos, con la ayuda de uno de los de Ser Humfrey. Egg se retorció sobre los hombros de Dunk.
—¡Dejadme bajar! —decía—. ¡Pobre caballo! ¡Dejadme bajar!
Dunk también estaba mareado. Se preguntó qué haría él de sucederle lo mismo a Trueno. Un soldado remató al corcel de Ser Humfrey con un hacha, dando fin a los atroces chillidos. Dunk dio media vuelta y se fraguó camino por la apretada multitud. Una vez en campo abierto bajó a Egg de sus hombros. El niño tenía puesta la capucha, y los ojos rojos.