El caballero errante (4 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero errante
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El caballerizo se personó con cierta demora. Durante la espera Dunk oyó trompetas en la muralla y una voz en el patio. La curiosidad hizo que llevara a Pasoquedo a la puerta del establo para averiguar qué ocurría. Llegaba al castillo una gran comitiva de caballeros y arqueros a caballo, cien hombres o más a lomos de unas monturas superiores a cuantas hubiera visto Dunk. Ha venido un gran señor, pensó.

Agarró por el brazo a un mozo de cuadra que pasaba corriendo.

—¿Quiénes son?

El muchacho lo miró de manera rara.

—¿No veis los estandartes?

Se zafó de Dunk y prosiguió su carrera.

Los estandartes… Justo cuando Dunk volvía la cabeza, una ráfaga de viento levantó del asta el negro pendón de seda, y fue como si el fiero dragón de tres cabezas de la casa de Targaryen desplegara las alas y respirara fuego. El abanderado era un caballero alto cuya armadura blanca tenia oro engastado. Llevaba además una capa blanca inmaculada que flotaba al viento. De blanco iban también otros dos jinetes.

Caballeros de la guardia real, pensó Dunk, con el estandarte del monarca. No tuvo nada de extraño que lord Ashford y sus hijos salieran corriendo por las puertas del castillo, así como la hermosa zagala, una joven baja y rubia, de cara redonda y sonrosada. A mí no me parece tan hermosa, pensó Dunk. La marionetista era más guapa.

—Chico, suelta a ese penco y cuídame al caballo.

Era la voz de un caballero que acababa de desmontar delante del establo. Dunk se dio cuenta de que se dirigía a él.

—No soy mozo de cuadra, mi señor.

—¿Por falta de cabeza?

El autor de la pregunta llevaba una capa negra con ribete de raso granate, pero las vestiduras de debajo eran una llameante sinfonía de rojos, amarillos y dorados. Era un joven delgado y derecho como hoja de daga, aunque de estatura mediana, y rondaba la edad de Dunk. Su rostro, enmarcado por tirabuzones muy rubios, era altivo y de facciones perfectamente dibujadas: frente alta, pómulos marcados, nariz recta y piel clara, sin la menor irregularidad. Sus ojos eran de color violeta oscuro.

—Si te exceden los caballos tráeme vino y una moza bien guapa.

—Es que… Os pido perdón, mi señor, pero tampoco soy criado. Tengo el honor de ser caballero.

—La caballería ha caído muy bajo —dijo el joven.

Justo entonces acudió corriendo uno de los mozos de cuadra, y el príncipe dio la espalda a Dunk para entregarle las riendas de su palafrén zaino (un animal espléndido). Dunk, aliviado, volvió a meterse en el establo en espera de que apareciese el caballerizo. Bastante incómodo se sentía ya entre los nobles y sus pabellones.

Hablar con príncipes no era lo suyo.

¿Y qué otra cosa podía ser aquel bello mozalbete sino príncipe? Los Targaryen llevaban la sangre de la perdida Valyria, allende los mares; su rubísimo cabello y ojos violáceos los diferenciaban de la gente normal. Dunk sabía que el príncipe Baelor era mayor, pero acaso aquel joven fuera uno de sus hijos: Valarr, llamado con frecuencia «el Joven Príncipe» para diferenciarlo de su padre, o Matarys, «el Príncipe Todavía Más Joven», como lo llamara en cierta ocasión el bufón del anciano lord Swann.

También había príncipes de menor rango, primos de Valarr y de Matarys. El buen rey Daeron había engendrado a cuatro hijos mayores de edad, tres de los cuales tenían a su vez descendencia. En vida de su padre el linaje de los reyes dragón había estado a punto de extinguirse, pero se comentaba que Daeron II y sus hijos lo habían afianzado por los siglos de los siglos.

—¡Eh, tú! Has mandado llamarme, ¿no? —El caballerizo de lord Ashford era rojo de cara, y aún lo parecía más por el color anaranjado de la librea. Era, además, brusco al hablar—. ¿Qué pasa? No tengo tiempo para…

—Quiero vender este palafrén —lo interrumpió Dunk para evitar que se marchara—. Es buena yegua, de paso seguro…

—Ya te he dicho que no tengo tiempo. —El caballerizo apenas se fijó en Pasoquedo—. Mi señor no necesita ninguna. Llévala a la ciudad y puede que Henly te dé un par de monedas de plata.

Ya daba media vuelta.

—Gracias, señor —dijo Dunk antes de que se alejara—. Decid, ¿ha venido el rey?

El caballerizo se río.

—¡No lo quieran los dioses! Bastante tenemos con esta invasión de príncipes. ¿Y ahora de donde saco yo establos para todas sus bestias? ¿Y forraje?

Se marchó, espetando órdenes a sus mozos.

Cuando Dunk salió del establo lord Ashford había entrado con sus huéspedes en el salón, pero en el patio quedaban dos de los caballeros de la guardia real. Llevaban armadura y capa blancas, y hablaban con el capitán. Dunk se detuvo a su lado.

—Disculpad que me presente. Soy Ser Duncan el Alto.

—Es un placer, Ser Duncan —contestó el más corpulento—. Yo soy Ser Roland Crakehall, y he aquí a mi hermano de guardia, Ser Donnel de Duskendale.

Los siete paladines de la guardia real eran los guerreros más temibles de toda la faz de los Siete Reinos, con la posible excepción del mismísimo príncipe heredero, Baelor Rompelanzas.

—¿Venís a inscribiros en el torneo? —preguntó Dunk con inquietud.

—No sería decoroso que justáramos contra aquellos a quienes hemos jurado proteger —contestó Ser Donnel, pelirrojo y barbirrojo.

—El príncipe Valarr tiene el honor de ser uno de los paladines de lady Ashford —explicó Ser Roland—, y dos de sus primos tienen intención de participar. Los demás sólo hemos venido como espectadores.

Dunk, aliviado, agradeció a los caballeros blancos su amabilidad y salió a caballo por la puerta del castillo antes de que se le ocurriera abordarlo otro príncipe. Tres infantes, pensó, guiando al palafrén por las calles de la ciudad de Vado Ceniza. Valarr era el hijo mayor del príncipe Baelor, segundo en la línea sucesoria del Trono de Hierro; Dunk, sin embargo, ignoraba hasta que punto había heredado la mítica destreza de su padre con la lanza y la espada. De los otros príncipes Targaryen sabía todavía menos. Si me veo en el trance de justar contra un príncipe, pensó, ¿cómo reaccionaré?

¿Se me permitiría retar a alguien de tan alta cuna? Desconocía la respuesta. El viejo le había dicho varias veces que era más duro de mollera que muralla de castillo, y así se sentía en aquel momento.

Antes de conocer las intenciones de Dunk, Henly alabó la planta de Pasoquedo.

Cuando supo que quería venderla todo eran defectos. Ofreció trescientas monedas de plata. Dunk dijo necesitar tres mil. Después de muchos regateos y reniegos cerraron un trato por setecientas cincuenta monedas de plata. Tratándose de una cantidad más próxima al precio de partida de Henly que al suyo, Dunk pensó que salía perdiendo, pero su adversario de pujas no quiso subir ni una moneda más y al final no hubo más remedio que ceder. El tira y afloja se repitió al decir Dunk que la silla no iba incluida en el precio e insistir Henly en lo contrario.

Acabaron poniéndose de acuerdo. Henly fue a buscar las monedas, momento que Dunk aprovechó para acariciar la crin a Pasoquedo y darle ánimos.

—Te prometo que si gano volveré a buscarte.

Tenía la seguridad de que hasta entonces los defectos del palafrén quedarían en nada, y que el precio para volver a comprarlo doblaría el de venta.

El tratante le dio tres dineros de oro y el resto en plata. Dunk mordió una de las monedas de oro y sonrío. Era la primera vez que probaba y tocaba el rubio metal.

Aquellas monedas recibían el nombre de
dragones
por llevar acuñado en una cara el dragón de tres cabezas de la casa de Targaryen. La otra ostentaba la efigie del monarca. Dos de las monedas que le entregó Henly llevaban la del rey Daeron, mientras que la tercera, más antigua, mostraba a otra persona. El nombre estaba impreso debajo del perfil, pero Dunk no pudo leerlo. De lo que sí se dio cuenta fue de que le habían raspado oro por los cantos. Se lo indicó a Henly con indignación, y el tratante, aunque reacio, compensó la falta de peso con unas cuantas monedas más de plata y un puñado de piezas de cobre. Dunk le devolvió una parte de estas últimas y señaló a Pasoquedo con la cabeza, diciendo:

—Para ella. Haz que esta noche le den avena. Ah, y una manzana.

Con el escudo en el brazo, y al hombro el saco de la armadura vieja, recorrió a pie las calles soleadas de la ciudad de Vado Ceniza. Con tantas monedas en la bolsa se sentía raro, entre eufórico y nervioso. El viejo nunca le había confiado más que alguna moneda muy de vez en cuando. La suma que llevaba era suficiente para un año. ¿Y qué haría después de gastarla?, se preguntó. ¿Vender a Trueno? Era un camino que llevaba a la mendicidad o el robo. Esta oportunidad no se repetiría, pensó. Tengo que arriesgar el todo por el todo.

Cuando salió del agua en la orilla opuesta del Cockleswent (la meridional), la mañana tocaba a su fin y el prado volvía a ser un hervidero. Los vendedores de vino y salchichas no daban abasto. Había un hombre con un oso amaestrado que bailaba al son que le marcaba un cantante. Los juglares ejecutaban sus malabarismos, y las marionetistas asestaban los últimos mandobles de una batalla. Dunk se detuvo a presenciar la muerte del dragón de madera. Cuando el caballero articulado le cortó la cabeza, de la que brotó serrín rojo, Dunk rió a mandíbula batiente y arrojó dos monedas de cobre a la muchacha.

—¡Una es por la noche pasada! — dijo.

La joven las cogió al vuelo y sonrió a Dunk con una dulzura desconocida.

¿Me sonríe a mí o a las monedas? Dunk nunca había estado con chicas, y le ponían nervioso. Tres años antes, con la bolsa llena en pago por medio año de servicio al invidente aristócrata lord Florent, el viejo le había dicho que era el momento de llevarlo a un burdel y convertirlo en hombre. Lo había anunciado en un momento de borrachera, y al serenarse ya no se acordaba. Por un lado Dunk era demasiado vergonzoso para recordárselo, y por otro no estaba muy seguro de desear los favores de una prostituta. Ya que no podía aspirar a una doncella de alta cuna, como los caballeros de verdad, al menos quería una que le tuviera más cariño a él que a su dinero.

—¿Queréis que nos tomemos un cuerno de cerveza? —preguntó a la titiritera, que estaba metiendo serrín en el dragón— ¿O una salchicha? Anoche me comí una y estaba buena. Me parece que son de cerdo.

—Os lo agradezco, señor, pero tenemos otra función.

La chica se levantó y fue hacia la ruda y gruesa nativa de Dorne que manipulaba al caballero. Dunk se sintió estúpido, pero no dejó de apreciar la manera de correr de la muchacha. Guapa moza, pensó; y alta. ¡Para besar a ésta no me haría falta ponerme de rodillas! Besar sí sabía. Se lo había enseñado un año atrás la moza de una taberna de Lannisport, pero era tan baja que para llegar a los labios de Dunk había tenido que sentarse en la mesa. El recuerdo hizo que le ardieran las orejas.

¡Qué mentecato! Debía pensar en justas, no en besos.

Los carpinteros de lord Ashford encalaban las barreras de madera que separarían al público de los justadores, y que llegaban a la cintura. Dunk se entretuvo en observarlos. Se trazarían cinco pasillos de norte a sur, para que no le diera el sol en los ojos a ningún caballero. En el lado este se había erigido una tribuna de tres filas con toldo naranja para proteger a los nobles de la lluvia y el sol. La mayoría se sentaría en bancos, pero el centro de la plataforma soportaba cuatro sillas de respaldo alto para lord Ashford, la hermosa zagala y los príncipes visitantes.

En el margen oriental del prado había un poste con un escudo colgando, donde probaban sus lanzas diez o doce caballeros. Dunk vio llegar el turno de la Bestia de Bracken, seguido a su vez por lord Caron de las Marcas. Tienen los dos, mejor montura que yo, pensó con inquietud.

Los demás justadores estaban repartidos por todo el prado y se entrenaban a pie con espadas de madera, entre soeces comentarios de los escuderos. Dunk observó el enfrentamiento entre un joven bajo y fornido y un musculoso caballero cuya rapidez y agilidad parecían dignas de un gato montés. Llevaban ambos pintada en el escudo la manzana roja de los Fossoway, pero el del más joven no tardó en quedar hecho trizas.

—Esta manzana aún no está madura —dijo el mayor, hendiendo el escudo de su contrincante.

Al rendirse, el Fossoway de menor edad estaba cubierto de morados y sangre. El otro, fresco al parecer como una rosa, se levanto la visera, miró alrededor, reparó en Dunk y dijo:

—¡Vos! Sí, vos, el grandullón. El caballero del cáliz alado. ¿Lo que lleváis es una espada?

—Me pertenece por derecho —dijo Dunk a la defensiva—. Soy Ser Duncan el Alto.

—Y yo Ser Steffon Fossoway. ¿Aceptaríais entrenaros conmigo, Ser Duncan? Me sería grato tener un nuevo contrincante. Ya habéis visto que mi primo aún no está maduro.

—Adelante, Ser Duncan —instó a Dunk el Fossoway vencido, quitándose el yelmo—. No niego que esté verde, pero mi buen primo ya está agusanado. Sacadle las pepitas.

Dunk negó con la cabeza. ¿Por qué lo mezclaban en sus riñas aquellos señoritingos? El no quería saber nada.

—Mil gracias, señor, pero debo ocuparme de ciertos asuntos.

Lo incomodaba llevar tantas monedas. Cuando antes pagara a Pate y dispusiera de su armadura más feliz sería.

Ser Steffon le dirigió una mirada burlona.

—El caballero errante está ocupado —Miró a ambos lados hasta divisar a otro posible oponente—. ¡Ser Grance, que alegría veros! Venid a entrenaros conmigo. Me sé al dedillo todos los trucos que ha aprendido mi primo Raymun, y Ser Duncan, por lo visto, debe volver a los caminos. Venid, venid.

Dunk se alejó con la cara roja. El no tenía demasiados trucos, ni buenos ni malos, y prefería no ser visto luchando antes del torneo. El viejo siempre decía que el conocimiento del enemigo facilitaba la victoria. Los caballeros como Ser Steffon poseían el don de reconocer la debilidad de un contrincante a simple vista. Dunk era fuere y rápido y tenía la ventaja del peso y la estatura, pero no se engañaba tanto como para juzgarse a la altura de aquellos caballeros. Ser Arlan había puesto todo su empeño en educarlo, pero no era el mejor de los maestros, ya que ni de joven había pertenecido a la élite de los caballeros. Los miembros de ésta no erraban por el mundo ni morían al borde de un camino enfangado. A mí no me pasará, se juró Dunk.

Les demostraré que puedo ser algo más que un caballero errante.

—¡Ser Duncan! —El menor de los Fossoway se apresuró en alcanzarlo—. He hecho mal en impulsaros a retar a mi primo. Me enfurecía su arrogancia, y viéndoos tan alto he pensado… En cualquier caso ha sido un error. No lleváis armadura. Mi primo no habría vacilado en romperos una mano o una rodilla. Durante los entrenos hace lo posible por machacar a sus oponentes; de esa manera, si vuelven a enfrentarse en el torneo de verdad los encuentra magullados y vulnerables.

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