—Sí, es un espectáculo terrible —dijo al niño—, pero los escuderos tienen que ser fuertes. Es de temer que en otros torneos veas accidentes mucho peores.
—No ha sido ningún accidente —dijo Egg con labios temblorosos—. Aerion lo ha hecho a propósito. Ya lo habéis visto.
Dunk frunció el entrecejo. A él también se lo había parecido, pero resultaba difícil aceptar la existencia de caballeros tan poco caballerosos, y más tratándose de alguien del linaje del dragón.
—Yo he visto a un caballero que está más verde que la hierba en verano y que ha perdido el control de su lanza —dijo obstinadamente—. No se hable más. Me parece que por hoy no habrá más justas. Ven, chiquillo.
En lo segundo Dunk tenía razón. Una vez solucionado el caos el sol ya estaba cerca del ocaso, por lo que lord Ashford suspendió el torneo.
Caída la noche, la hilera de puestos de venta quedó iluminada por cien antorchas.
Dunk se compró un cuerno de cerveza y medio para el niño, que seguía bajo de ánimos. Durante un rato pasearon, escuchando una briosa melodía tocada por gaitas y tamboriles y viendo un espectáculo de marionetas sobre Nymeria, la reina guerrera dueña de diez mil barcos. Las titiriteras sólo tenían dos, pero eso no les impidió escenificar una batalla naval electrizante. Dunk quería preguntar a Tanselle si había terminado de pintar su escudo, pero la vio ocupada. Esperaré a que haya acabado el trabajo, decidió. Quizá entonces tenga sed.
—Ser Duncan —dijo alguien tras él—. ¡Ser Duncan! —De repente Dunk se acordó de llevar ese nombre—. Os he visto hace unas horas entre el público, con este niño en hombros —dijo Raymun Fossoway, acercándose con una sonrisa—. Habría sido difícil no veros, en verdad.
—Es mi escudero. Egg, te presento a Raymun Fossoway.
Dunk tuvo que empujarlo, y ni entonces alzó el niño la cabeza. Masculló un saludo con la mirada fija en las botas de Raymun.
—Mucho gusto, muchacho —dijo Raymun con desenvoltura—. ¿Por qué no habéis subido a la tribuna, Ser Duncan? Está abierta a todos los caballeros.
Dunk se encontraba a gusto entre el pueblo llano y la servidumbre. Lo incomodaba la idea de hacerse un lugar entre nobles, damas y señores de tierras.
—Me alegro de no haber visto la última justa de más cerca.
Raymun hizo una mueca.
—Y yo. Lord Ashford ha declarado vencedor a Ser Humfrey y le ha concedido el corcel del príncipe Aerion, pero no podrá seguir. Se ha roto la pierna por dos puntos.
El príncipe Baelor ha enviado a su propio médico a curarlo.
—¿Lo sustituirá algún otro caballero?
—Lord Ashford tenía intención de otorgar el puesto a lord Caron o al otro Ser Humfrey, el que ha peleado tan bien con Hardyng, pero le ha dicho el príncipe Baelor que dadas las circunstancias no estaría bien desmontar el pabellón de Ser Humfrey y retirar su escudo. Me parece que seguirán con cuatro paladines.
Cuatro paladines, pensó Dunk. Leo Tyrell, Lyonel Baratheon, Tybolt Lannister y el príncipe Valarr. Lo visto aquel día era indicio suficiente de las pocas probabilidades que tenía él contra los tres primeros. Por lo tanto, sólo quedaba…
Un caballero errante no puede desafiar a un príncipe, pensó. Valarr es segundo en la sucesión al Trono de Hierro. Es hijo de Baelor Rompelanzas y lleva la misma sangre de Aegon el Conquistador, el Joven Dragón y el príncipe Aemon. Yo sólo soy un niño al que encontró el viejo en Lecho de pulgas, al fondo de una tienda de vasijas. Sólo de pensarlo le dolía la cabeza.
—¿A quién piensa desafiar vuestro primo? —preguntó a Raymun.
—Puestos a escoger, y como da lo mismo, ha elegido a Ser Tybolt. Hacen buena pareja. De todos modos mi primo sigue atentamente todas las justas. Si se da el caso de que mañana por la mañana sea herido alguien o dé señales de fatiga o debilidad contad con que Steffon se apresurará a tocarle el escudo. Nunca lo han acusado de exceso de caballerosidad. —Palió con una risa lo mordaz de sus palabras—. ¿Os parece que tomemos un vaso de vino, Ser Duncan?
—Tengo un asunto pendiente —dijo Dunk, a quien incomodaba la idea de aceptar una invitación sin poder corresponder.
—Si queréis me quedo y os traigo el escudo cuando haya terminado el espectáculo —dijo Egg—. Dentro de un rato contaran la historia de Simeon Ojos de Estrella y volverán a sacar al dragón.
—Ya lo veis: asunto solucionado. Venid, que el vino espera —dijo Raymun—. Además es de Arbor. ¿Cómo rechazarlo?
Dunk, que se había quedado sin excusas, no tuvo más remedio que marcharse con el joven y dejar a Egg con las marionetas. Encima del pabellón dorado donde servía Raymun a su primo flotaba la manzana de la casa de Fossoway. Tras él, sobre un pequeño fuego, dos criados vertían miel y hierbas aromáticas sobre un cabrito.
—Si tenéis hambre también hay comida —dijo Raymun con despreocupación, sosteniendo la tela para que entrara Dunk. El interior estaba iluminado por un brasero, que aseguraba la agradable calidez del interior. Raymun sirvió dos copas de vino—. Dicen que Aerion está enfadado con lord Ashford por haberle entregado su caballo a Ser Humfrey —comentó entretanto—, pero seguro que ha sido consejo de su tío.
Tendió a Dunk una de las copas.
—El príncipe Baelor es un hombre de honor.
—¿No lo es el Príncipe Brillante? —Raymun se rió—. No os pongáis tan nervioso, Ser Duncan, que estamos solos. Nadie ignora que Aerion es una mala pieza. Demos gracias a los dioses por que quede muy abajo en la línea sucesoria.
—¿Creéis de veras que mató aposta al caballo?
—¿Hay alguna razón para dudarlo? De haber estado presente el príncipe Maekar tened por seguro que las cosas habrían sido distintas. Cuentan que delante de su padre Aerion es todo sonrisas y caballerosidad. En cambio en su ausencia…
—Me he fijado en que estaba vacía la silla del príncipe Maekar.
—Se ha marchado de Vado Ceniza en busca de sus hijos, con Roland Crakehall, de la guardia real. Circulan despropósitos sobre unos caballeros bandidos que acechan por la región, pero soy del parecer de que el príncipe sufre una de sus borracheras.
Era un vino excelente, afrutado y sabroso como no lo había probado Dunk en su vida. Se lo quedó un poco en la boca y dijo después de tragar:
—¿De qué príncipe habláis?
—Del heredero de Maekar. Se llama Daeron, como el rey. Lo llaman Daeron el Borracho, pero no en presencia de su padre. También lo acompañaba el Benjamin. Salieron juntos de Summerhall pero no han llegado a Vado Ceniza. —Raymun apuró la copa y la dejó a un lado— ¡Pobre Maekar!
—¿Pobre? —dijo Dunk, sorprendido— ¿Pobre el hijo del rey?
—Hijo, sí, pero sólo el cuarto —puntualizó Raymun—. Menos valiente que el príncipe Baelor, menos listo que el príncipe Aerys y menos cortés que el príncipe Rhaegel. Ahora para colmo tiene que aguantar que sus hijos queden eclipsados por los de su hermano. Daeron es un borracho, Aerion cruel y vanidoso, el tercero prometía tan poco que lo entregaron a la Ciudadela para que lo hicieran médico, y el menor…
—¡Ser Duncan! —Era Egg, que entró sin resuello. Se le había bajado la capucha, y sus ojos, oscuros y grandes, reflejaban la luz del brasero—. ¡Corred, que la está maltratando!
Dunk se levantó con dificultad y sorpresa.
—¿Quién maltrata a quién?
—¡Aerion! —exclamó el niño— ¡A ella, la marionetista! ¡Deprisa!
Giró sobre sus talones y volvió a la oscuridad del prado.
Dunk hizo ademan de seguirlo, pero le cogió el brazo Raymun.
—Ser Duncan, ha dicho que era Aerion. De la casa real. Tened cuidado.
Dunk supo que era un consejo acertado y que lo mismo le habría dicho el viejo, pero no podía acatarlo. Se zafó de Raymun y salió de la tienda. Oyó gritos en la hilera de puestos de venta. Egg se había alejado tanto que apenas se veía. Dunk corrió tras él, y la longitud de sus piernas le permitió acortar distancias en un periquete.
En torno a las marionetistas se había formado un muro de espectadores. Dunk se abrió paso ignorando sus protestas. Le cerró el camino un soldado con librea real, pero Dunk le puso en el pecho una de sus manazas y lo hizo caer sobre el trasero de un simple empujón.
La caseta de las titiriteras había sido derribada. Sentada en el suelo, la gruesa dorna lloraba. Otro soldado sujetaba los hilos de Florian y Junquilla para que les prendiera fuego un compañero. Había tres soldados más abriendo arcones, sacando marionetas y destrozándolas a pisotones. La figura del dragón estaba hecha pedazos a sus pies: por aquí un ala, por allí la cabeza, la cola rota en tres trozos… En medio de todo, el príncipe Aerion (jubón rojo de terciopelo, largas mangas con festones) le torcía el brazo a Tanselle con ambas manos. La chica imploraba merced de rodillas, pero Aerion, sordo a sus quejas, le abrió una mano a la fuerza y le asió un dedo. Dunk, estupefacto, no daba crédito a lo que veía. De repente oyó un crujido y el grito de Tanselle.
Uno de los hombres de Aerion trató de detenerlo, pero salió volando. En tres zancadas, Dunk agarró al príncipe del hombro y lo obligó a retroceder. Lo olvidó todo: la espada, la daga y las enseñanzas del viejo. Su puño levantó del suelo a Aerion, que recibió en pleno abdomen la punta de una bota. Cuando Aerion trataba de coger el puñal, Dunk le pisó la muñeca y le dio otra patada, esta vez en la boca. De no ser por los hombres del príncipe, que se lanzaron sobre él, lo habría matado a patadas. Lo sujetaron dos soldados, uno por cada brazo, mientras otro le daba puñetazos en la espalda. Bastaba con librarse de uno para que acudieran dos más.
Finalmente lograron derribarlo y lo clavaron al suelo por los brazos y las piernas.
El príncipe se tocó la boca ensangrentada.
—Me has soltado un diente —se quejó—. Por lo tanto empezaremos rompiéndotelos todos. —Se apartó el pelo de los ojos—. Tu cara me suena.
—Me confundisteis con un mozo de cuadra.
Aerion sonrío.
—Sí, ya me acuerdo. Te negaste a coger mi caballo. ¿Por qué te has buscado la muerte? ¿Por esta zorra? —Tanselle estaba acurrucada en el suelo, aguantándose la mano lisiada. Aerion la empujó con el pie—. Dudo que lo merezca porque es una traidora. El dragón nunca pierde.
Está loco, pensó Dunk, pero no deja de ser hijo de príncipe y piensa matarme. Tuvo ganas de rezar, pero no sabía ninguna oración entera y tampoco había tiempo. Ni siquiera lo había para tener miedo.
—¿No tienes nada más que decir? —preguntó Aerion—. Me aburres —Volvió a tocarse la boca ensangrentada—. Wate, trae un martillo y pártele los dientes —ordenó—; luego lo abriremos por la mitad y le enseñaremos el color de sus entrañas.
—¡No! — exclamó una voz de niño—. ¡No le hagáis nada!
¡El crío!, pensó Dunk. ¡Qué valiente, y que insensato! Intento librarse de sus captores, pero era imposible.
—¡Calla, niño estúpido! ¡Corre o acabarás mal!
—No. —Egg se acercó—. Si me hacen algo tendrán que responder ante mi padre. Y mi tío. He dicho que lo soltéis. Wate, Yorkel, vosotros que me conocéis, cumplid mis órdenes.
Dunk notó que le soltaban un brazo y después el otro. Vio retroceder a los soldados sin entender nada. Hubo uno que incluso se arrodilló. A continuación los espectadores dejaron paso a Raymun Fossoway. Su primo Ser Steffon, que lo seguía a pocos pasos, ya había desenvainado la espada. Iban acompañados por media docena de soldados con la manzana roja bordada en el pecho.
El príncipe Aerion no les hizo el menor caso.
—¡Criatura insolente! —dijo a Egg, escupiendo sangre a los pies del niño—. ¿Qué te ha pasado en el pelo?
—Me lo he cortado, hermano —dijo el niño—. No quería parecerme a ti.
El segundo día de torneo amaneció nublado, con rachas de viento del oeste. Dunk pensó que con aquel tiempo lo lógico era que hubiera menos público. Les habría sido más fácil encontrar un hueco cerca de la valla. Podría haberse sentado Egg en la barandilla, pensó, y yo de pie a sus espaldas.
Egg, sin embargo, tendría que sentarse en la tribuna, vestido de seda y pieles; en cuanto a Dunk, su visión quedaría limitada por los cuatro muros de la celda donde lo habían encerrado los hombres de lord Ashford. A pesar de ello, una vez que salió el sol se sentó como pudo al lado de la ventana y miró con tristeza en dirección a la ciudad, el prado y el bosque. Le habían quitado su cinturón de cuerda, junto con la espada y la daga que de él pendían. También su dinero. Confió en que Egg o Raymun se acordasen de Castaño y Trueno.
—Egg —murmuró.
Su escudero, un niño pobre recogido en las calles de Desembarco del Rey. Jamás ningún caballero había hecho un ridículo mayor. Dunk, pensó, más duro de mollera que muralla de castillo, y lento como un bisonte.
Dunk no había tenido permiso para hablar con Egg desde que los soldados de lord Ashford los habían prendido a todos en el puesto de marionetas. Tampoco Raymun, Tanselle ni el propio lord Ashford. Dunk se preguntó si volvería a verlos, siendo como era muy posible que lo dejaran morir en aquella celda. ¿Qué esperaba?, se preguntó con amargura. Derribé al hijo de un príncipe y le di una patada en la cara.
Bajo aquel cielo gris, los espléndidos ropajes de señores de alta cuna y esforzados paladines no se mostrarían tan vistosos como el día anterior. El sol, estorbado por las nubes, no acariciaría sus yelmos de acero, ni haría destellar los adornos de oro y plata de sus armaduras. Aún así Dunk deseó hallarse entre el público y presenciar las justas. Sería un buen día para los caballeros errantes, hombres con simple cota de mallas y caballos despropósitos de armadura.
Al menos podía escuchar. Los clarines eran nítidos, y de vez en cuando se oían los gritos de la multitud, señal de alguna caída, puesta en pie o hazaña de especial valentía. También se adivinaba el galopar de los caballos, y muy de vez en cuando un choque de espadas o rotura de lanza. A Dunk esto último siempre lo sobresaltaba, por recordarle el ruido del dedo de Tanselle en manos de Aerion. También había sonidos más cercanos: pasos en la sala de detrás de la puerta, ruido de cascos en el patio y voces desde las murallas. En ocasiones impedían oír el torneo. Dunk supuso que era preferible.
«Los caballeros errantes son los caballeros más auténticos, Dunk —le había dicho el viejo mucho tiempo atrás—. Los otros sirven a señores que los mantienen o les han dado tierras; nosotros en cambio viajamos a nuestro antojo y sólo servimos causas en las que creemos. Todos los caballeros juran proteger a los débiles y los inocentes, pero soy del parecer de que los más fieles a ese voto somos nosotros». Dunk quedó sorprendido por la nitidez del recuerdo. Eran palabras que casi había olvidado, y en sus últimos días probablemente el viejo tampoco se acordara demasiado de ellas.