El caballero errante (12 page)

Read El caballero errante Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero errante
12.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se esforzó por no ver la punta acerada de la lanza negra de Aerion, que a cada paso del caballo aumentaba de tamaño. El dragón, pensó. Mira al dragón. La gran bestia de tres cabezas, alas rojas y fuego dorado por aliento cubría el escudo del príncipe. No, recordó de pronto Dunk; sólo tienes que mirar en el momento del golpe.

Por desgracia su lanza ya se había desviado. Intentó corregirlo pero era demasiado tarde. Vio que la punta chocaba con el escudo de Aerion y se hincaba entre dos cabezas del dragón, arrancando un pedazo de fuego pintado. El sordo crujido fue acompañado por la sensación de que Trueno retrocedía, acusando con temblores la fuerza del impacto. Inmediatamente después notó un choque tremendo en el flanco.

Los caballos colisionaron con gran violencia, arrancando a las bardas un ruido metálico. Trueno tropezó y Dunk perdió la lanza. Después se alejó de su enemigo, aferrado desesperadamente a la silla para no caer. Trueno resbaló en el barro, y Dunk sintió ceder las patas posteriores. Después de varios resbalones el corcel cayó con dureza sobre los cuartos traseros.

—¡Arriba! —rugió Dunk, hincando las espuelas—.¡Arriba, Trueno!

Y el viejo caballo de batalla consiguió recobrar el equilibrio.

Dunk notó un dolor agudo debajo de las costillas y un peso en el brazo izquierdo.

Con su lanza, Aerion había atravesado roble, lana y acero. Del costado de Dunk pendían tres pies de fresno astillado y durísimo hierro. Desplazó la mano derecha, asió la lanza justo debajo de la punta, apretó los dientes y se la sacó de un solo y brutal estirón. Brotó un chorro de sangre que se filtró por la malla. y manchó la sobreveste.

El mundo se hizo borroso, y Dunk estuvo a punto de caer. Vagamente, a través del dolor, oyó su nombre en varias voces. Su precioso escudo ya no servía de nada. Lo arrojó al suelo, roble y estrella fugaz, y con ella lanza rota. Al desenvainar la espada, sintió un dolor tan extremo que no se sintió capaz de manejarla.

Hizo que Trueno se moviera en círculo, para ver que ocurría en el resto del prado.

Ser Humfrey Hardyng estaba sujeto al cuello de su montura, y se le veía malherido. El otro Ser Humfrey yacía inmóvil en un charco de sangre y barro, con una lanza clavada en la entrepierna. Dunk vio que el príncipe Baelor, cuya lanza seguía intacta, derribaba del caballo a un miembro de la guardia real. Era el segundo caballero blanco en caer.

También el príncipe Maekar había sido desmontado. El jinete restante de la guardia real esquivaba a Ser Robyn Rhysling.

¡Aerion!, pensó Dunk. ¿Dónde está Aerion? Oyendo tras él un ruido de cascos, volvió bruscamente la cabeza. Trueno relinchó y dio coces inútiles, al tiempo que el corcel gris de Aerion se abalanzaba sobre él a todo galope.

Esta vez no hubo ninguna posibilidad de evitar la caída. Dunk perdió la espada y vio subir el suelo a su encuentro. El impacto lo sacudió hasta los huesos, provocándole un dolor tan atroz que sollozó. Por unos instantes no pudo hacer otra cosa que quedarse tendido con gusto a sangre en la boca. Dunk, el duro de mollera, pensó. ¡El que ya se veía caballero! Supo que o volvía a levantarse o estaba muerto. No podía respirar, y menos ver. Se le había embarrado la rendija del yelmo. Aunque a ciegas, logró ponerse en pie y quitó el barro con el guantelete. Ahora está mejor, pensó.

Vislumbró entre los dedos el vuelo de un dragón, y una bola con púas dando vueltas al final de una cadena. Acto seguido le pareció que se le hacía trizas la cabeza. Cuando se le abrieron los ojos volvía a estar en el suelo, esta vez de espaldas, y encima sólo tenía un cielo oscuro y gris. Le dolía toda la cara y sentía la fría presión del metal contra la mejilla y la sien. Me ha partido la cabeza, pensó, y estoy muriendo. Lo peor era que morirían los otros con él: Raymun, el príncipe Baelor y el resto. Les he fallado. No soy ningún paladín. Ni siquiera soy un caballero errante. No soy nada. Se acordó del príncipe Daeron jactándose de ser el mejor en quedarse inconsciente en el barro, y pensó: no conocía a Dunk, el duro de mollera. Peor que el sufrimiento era la vergüenza.

Apareció el dragón encima de él.

Tenía tres cabezas y llameantes alas rojas, amarillas y naranjas. Reía.

—¿Ya has muerto, caballero patán? —preguntó el dragón—. Implora merced, reconoce tu culpa y quizá me conforme con una mano y un pie. Ah, y los dientes, pero ¿qué importan unos dientes? Seguro que alguien como tú puede vivir años a base de puré de guisantes. —Volvió a reír—. ¿No? Pues cómete esto.

La bola con púas dio varias vueltas contra el cielo y cayó sobre Dunk con la rapidez de una estrella fugaz.

Dunk rodó por el suelo.

No supo de dónde sacaba las fuerzas, pero las tuvo. Golpeó las piernas de Aerion, le sujetó el muslo haciendo pinza con el avambrazo y la brafonera, lo derribó en el barro entre reniegos y se le puso encima. ¡Que juegue ahora con su maldita bola!, pensó. El príncipe intentó golpear a Dunk en la cabeza con el borde del escudo, pero el yelmo, aunque maltrecho, resistió el impacto. Aerion era fuerte, pero más lo era su contrincante, además de superarlo en estatura y peso. Dunk agarró el escudo con las dos manos y lo retorció hasta romper las correas. Lo usó luego para golpear repetidamente el yelmo del nieto del rey, hasta destrozarle las llamas de la cimera. El escudo, hecho de roble con refuerzo de hierro, era más grueso que el de Dunk. Se soltó una llama, y después otra. El príncipe se quedó sin llamas mucho antes de que Dunk se quedara sin golpes.

Aerion acabó por soltar el mango de su bola, ya inútil, y quiso echar mano al puñal que llevaba en la cintura. Logró desenvainarlo, pero a Dunk le bastó un golpe de escudo certero para arrojar el arma al barro.

A Ser Duncan el Alto podría vencerlo, pensó, pero no a Dunk de Lecho de pulgas.

El viejo le había enseñado el dominio de la lanza y la espada, pero aquella clase de pelea la había aprendido mucho antes, en oscuros callejones y sinuosos pasajes. Dunk soltó el escudo abollado y levantó la visera del yelmo de Aerion.

Recordó el comentario de Pate sobre la vulnerabilidad de las viseras. El príncipe apenas oponía resistencia. Sus ojos violáceos estaban llenos de pavor. Dunk sintió el impulso repentino de reventarle uno entre los dedos del guantelete, como simple uva, pero habría sido poco caballeresco.

—¡Rendíos! —exclamó.

—Me rindo —susurró el dragón, casi sin mover los labios pálidos.

Dunk lo miró parpadeando, sin dar crédito a lo que acababa de oír. ¿Ya está?, se preguntó. Volvió la cabeza lentamente hacia ambos lados, tratando de ver algo. La ranura del yelmo había quedado parcialmente cerrada por el último golpe, que la había hundido contra el lado izquierdo del rostro. Entrevió al príncipe Maekar con la maza en la mano, tratando de correr hacia su hijo mientras lo sujetaba Baelor Rompelanzas.

Dunk se puso en pie lo mejor que pudo, obligó a levantarse al príncipe Aerion, se deshizo los lazos del yelmo, se lo quitó y lo arrojó a lo lejos. Al instante lo abrumaron visiones y sonidos: gruñidos y reniegos, los gritos de la multitud, el relincho de un corcel, otro corriendo por el prado sin jinete… Por doquier chocaban los aceros.

Raymun y su primo, ambos a pie, intercambiaban mandobles delante del estrado. Sus escudos eran amasijos de astillas donde apenas se reconocía las manzanas verde y roja.

Uno de los caballeros de la guardia real sacaba a rastras a un colega herido. Las armaduras y las capas blancas no permitían diferenciarlos. El tercero estaba en tierra, y la Tormenta que Ríe se había unido al príncipe Baelor contra el príncipe Maekar. Se oía el choque metálico de mazas, hachas y espadas contra yelmos y escudos. A cada golpe que asestaba, Maekar recibía tres. Dunk vio que no tardaría en caer, y pensó: debo poner fin al combate antes de que haya más muertes.

El príncipe Aerion protagonizó un amago inesperado hacia el mango de su arma. Dunk le dio una patada en la espalda, lo puso boca abajo, le cogió una pierna y lo arrastró por el prado. Cuando llegó a la tribuna donde estaba sentado lord Ashford, el Príncipe Brillante tenía el color marrón de un retrete. Dunk lo obligo a ponerse en pie y le propinó una fuerte sacudida, de resultas de la cual lord Ashford y la hermosa zagala quedaron salpicados de barro.

—¡Decídselo!

Aerion Llamaviva escupió hierba y tierra.

—Retiro mi acusación.

Más tarde, Dunk no recordaba si había abandonado el prado por su propio pie o había tenido necesidad de ayuda. Le dolía todo el cuerpo, algunas partes más que otras. Recordó haberse preguntado: ¿Ahora soy un caballero de verdad? ¿Soy un paladín?

Egg lo ayudó a quitarse las grebas y la gola. También contribuyeron Raymun y Pate, aunque Dunk estaba demasiado aturdido para diferenciarlos. Se reducían a dedos, pulgares y voces. Supo, eso sí, que quien se quejaba era el armero.

—¡Mi armadura! —decía—. ¡Está destrozada, llena de muescas y de abolladuras! ¿Para eso tanto esfuerzo? Y lo peor es que ya veo que tendré que quitarle la cota rompiéndola.

—¡Raymun! —dijo Dunk con tono apremiante, cogiendo a su amigo de la mano—. ¿Y los demás? ¿Cómo les ha ido? — Tenía que saberlo—. ¿Ha muerto alguno?

—Beesbury — contestó Raymun—. Lo ha matado Donnel de Duskendale en el primer choque. También está malherido Ser Humfrey. Los demás estamos magullados y ensangrentados, pero nada más. Excepto tú.

—¿Y los acusadores?

—A Ser Willem Wylde, de la guardia real, se lo han llevado inconsciente, y creo haber roto unas costillas a mi primo. ¡O eso espero!

—¿Y el príncipe Daeron? ¿Ha sobrevivido?

—Una vez derribado por Ser Robyn no ha vuelto a levantarse. Es posible que tenga roto un pie, porque lo pisoteó su propio caballo al correr suelto por el prado.

El aturdimiento de Dunk no le impidió sentir un alivio enorme.

—O sea, que el sueño del príncipe sobre la muerte del dragón no era cierto; a menos, claro está, que haya muerto Aerion. Pero sigue vivo, ¿verdad?

—Sí —dijo Egg—. Le habéis perdonado vos la vida. ¿No os acordáis?

—Supongo que sí. —El recuerdo del combate empezaba a desdibujarse—. Hay ratos en que estoy como borracho, Y otros en que me duele tanto el cuerpo que estoy seguro de morirme.

Lo obligaron a tenderse de espaldas. Mientras hablaban los demás el quedó mirando el cielo gris. Pareciéndole que aún no era mediodía, se preguntó cuánto había durado la lucha.

—¡Por todos los dioses! ¡La punta de la lanza ha clavado muy hondo las mallas! —oyó decir a Raymun—. Sólo podremos evitar que se gangrene si…

—Emborrachadlo y echad aceite hirviendo —propuso alguien—. Es lo que hacen los médicos.

—Vino. —La voz poseía una tonalidad metálica extraña—. Aceite no, porque lo mataría. Vino hirviendo. Mandaré a maese Yormwell cuando haya acabado de cuidar a mi hermano.

Dunk tenía junto a él a un caballero de gran estatura, cuya armadura negra estaba cubierta de abolladuras y muescas. ¡El príncipe Baelor!, pensó. El dragón rojo de su yelmo había perdido una cabeza, las dos alas y casi toda la cola.

—Excelencia —dijo Dunk—, soy vuestro hombre. Por favor. Vuestro hombre.

—Mi hombre. —El caballero negro puso una mano en el hombro de Raymun para no perder el equilibrio—. Necesito buenos caballeros, Ser Duncan. El reino…

Arrastraba las sílabas de manera extraña. Quizá se hubiera mordido la lengua.

Dunk estaba muy cansado y le costaba no dormirse.

—Vuestro hombre —murmuró de nuevo.

El príncipe movió lentamente la cabeza hacia ambos lados.

—Ser Raymun… mi yelmo, si sois tan amable. La visera está… rota, y siento los dedos… como si fueran de madera…

—Ahora mismo, excelencia. —Raymun cogió con las dos manos el yelmo del príncipe y gruñó—. Ayudadme, maese Pate.

El armero acercó un taburete de montar.

—Está hundido por detrás, excelencia, hacia el lado izquierdo. Se ha aplastado contra la gola. Buen acero tiene que ser para aguantar un golpe semejante.

—La maza de mi hermano, sin duda —dijo Baelor con voz pastosa—. Es fuerte. —Hizo una mueca—. Me… siento raro…

—Allá va —Pate retiro el yelmo abollado—. ¡Por todos los dioses! ¡Ay, dioses, ay, dioses, ay, dioses!

Dunk vio caer del yelmo algo rojo. Se oyó un grito largo y horrible. Contra el cielo gris y oscuro, un príncipe altísimo con armadura negra osciló con medio cráneo.

Dunk vio que al otro lado había sangre roja, hueso blanquecino y algo más, una masa entre grisácea y azulada. Por el rostro de Baelor Rompelanzas pasó una expresión peculiar, como una nube por delante del sol. Levantó la mano y se tocó la parte posterior de la cabeza con dos dedos, y mucha, mucha suavidad. Después cayó.

Lo sujetó Dunk.

—¡Arriba! —dijo, igual que a Trueno en el primer choque—. ¡Arriba!

Más tarde, sin embargo, ya no se acordaba, y el príncipe no se levantó.

Baelor, de la casa de Targaryen, príncipe de Rocadragón, Mano del Rey, Protector del Reino y heredero del Trono de Hierro de los Siete Reinos de Occidente tuvo su pira funeral en el patio de armas del castillo de Vado Ceniza, en la orilla norte del río Cockleswent. A diferencia de otras grandes casas, algunas de las cuales enterraban a sus muertos o los hundían en el frío y verde mar, los Targaryen despedían a los difuntos con letras de fuego, porque llevaban la sangre del dragón.

Había sido el mejor caballero de su época, y hubo quien se pronunció a favor de que lo enviaran a la Oscuridad con la cota y la armadura, espada en mano. Al final, sin embargo, prevalecieron los deseos de su padre, Daeron II, hombre de carácter apacible. Cuando pasó Dunk, arrastrando los pies, junto al féretro del príncipe Baelor, llevaba este una túnica de terciopelo negro y, bordado en rojo, el dragón de tres cabezas. Ceñía su cuello una cadena de oro macizo. La espada estaba envainada al lado del cadáver, pero lo que sí llevaba éste era yelmo, uno delgado de oro con la visera levantada, para que se le viera la cara.

Valarr, el Joven Príncipe, veló al pie del féretro en la capilla ardiente de su padre.

Era parecido a él pero más bajo, más delgado y más apuesto, sin aquella nariz, rota en dos ocasiones, que prestara a Baelor un aspecto más humano que regio. Tenía Valarr el pelo castaño, pero con una mecha plateada. Viéndola, Dunk se acordó de Aerion, pero supo que era una comparación injusta. El pelo que volvía a salirle a Egg era tan claro como el de su hermano, pero Egg era buen chico, sobre todo tratándose de un príncipe.

Other books

The Hibernia Strain by Peterson, Albert
Courtly Love by Lynn M. Bartlett
Muerto y enterrado by Charlaine Harris
Pushing the Limits by Katie McGarry