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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El cadáver con lentes (13 page)

BOOK: El cadáver con lentes
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–Gracias, señorita Horrocks.

El
coroner
hizo llamar a Georgina Thipps y mandó encender las luces.

La declaración de la señora Thipps fue una diversión, porque resultó un ejemplo magnífico del juego llamado de los despropósitos. Después de quince minutos de sufrimiento y de gritar con toda la fuerza de sus pulmones, el
coroner
abandonó la lucha y dejó en paz a aquella señora.

–No hay necesidad de que me maltrate usted, joven –exclamó aquella octogenaria muy enojada–, y le advierto que se va a estropear el estómago con tantas pastillas.

En aquel momento se presentó un joven y pidió permiso para declarar. Dijo llamarse William Williams y que era vidriero de oficio. Prestó juramento y corroboró la declaración de Gladys Horrocks en cuanto dijo acerca de su presencia en el baile del lunes por la noche. Regresaron a casa de ella antes de las dos, según creía, pero desde luego, más tarde de la una y media. Lamentaba mucho haber persuadido a la señorita Horrocks para que saliera con él, cuando no debía haberlo hecho. Y en ninguna de sus visitas observó nada sospechoso en el Camino del Príncipe de Gales.

El inspector Sugg declaró haber sido llamado a las ocho y media de la mañana. Le parecieron sospechosas las maneras y las respuestas de aquella muchacha y la detuvo. En cuanto tuvo otros informes, que le hicieron sospechar de que el muerto pudo haber sido asesinado aquella noche, detuvo al señor Thipps. En el piso no observó ninguna señal de violencia. Había algunas huellas en el antepecho de la ventana del cuarto de baño, que al parecer indicaban la posibilidad de que alguien hubiese entrado por allí. En el patio no encontró señales de una escalera de mano ni tampoco huellas. El suelo del patio era de asfalto. Examinó el tejado sin descubrir nada en él. Según su opinión, el cadáver fue llevado al piso mucho antes y ocultado hasta la noche por alguien que luego salió por la ventana del cuarto de baño en connivencia con la muchacha. En tal caso, ¿por qué ésta no dejó salir a aquel individuo por la puerta? Bien, quizás ocurrió así. ¿Había encontrado señales en el piso de que un cadáver o un hombre, o los dos, hubieran estado ocultos? No encontró nada que indicara la posibilidad contraria. ¿Y qué pruebas le hicieron suponer que la muerte había ocurrido aquella noche?

El inspector sintió cierta inquietud al oír aquella pregunta y trató de retirarse al amparo de su dignidad profesional, pero al verse acosado, confesó que aquellas pruebas habían resultado carentes de todo valor.

Uno de los jurados:
–¿Acaso el criminal dejó huellas dactilares?

Inspector Sugg:
–En el baño se encontraron algunas, pero era evidente que el criminal llevaba guantes y no se habían podido precisar.

El coroner
: –¿Saca usted alguna conclusión gracias a este hecho para suponer que el criminal es hombre experimentado?

Inspector Sugg:
–Todo parece indicar que es ya hombre endurecido en el crimen.

El jurado:
–¿Y cree usted, inspector, que eso tiene alguna consistencia lógica con su acusación contra Alfred Thipps?

El inspector guardó silencio.

El coroner
: –Y en vista de las pruebas que acaba usted de oír, ¿insiste en sostener su acusación contra Alfred Thipps y Gladys Horrocks?

El inspector Sugg:
–Por ahora, considero todo eso muy sospechoso. La historia de Thipps no ha sido comprobada, y en cuanto a la muchacha Horrocks, ¿cómo nos consta que ese Williams no se halle comprometido también?

William Williams:
–¡Alto! Puedo traer cien testigos…

El coroner
: –¡Silencio, haga el favor! Me sorprende, inspector, que diga usted eso. No me parece bien. Y ahora, díganos si, en efecto, el lunes por la noche la policía hizo algún registro en algún club nocturno, en las cercanías de Saint Giles’s Circus.

El inspector Sugg
(de mala gana): –Creo que hubo algo de eso.

El coroner
: –Supongo que me hará usted el favor de averiguarlo. Yo creo recordar que leí algo en los periódicos. Gracias, inspector. Nada más.

Luego declararon varios testigos acerca de las costumbres y de la conducta del señor Thipps y de Gladys Horrocks. Y el
coroner
manifestó su intención de oír el dictamen médico:

–Sir Julián Freke.

Se produjo viva agitación entre la concurrencia cuando el gran especialista se acercó para declarar. No sólo era un hombre distinguido, sino que además tenía una figura notable, de anchos hombros, cabeza leonina y porte distinguido. Prestó juramento con la mayor condescendencia, y la duquesa, en voz baja, dijo a Parker:

–Es muy guapo. Tiene un cabello y una barba magníficos y unos ojos que llaman la atención. Realmente espléndidos. Estoy segura de que si tuviese nervios iría a casa de sir Julián simplemente por el placer de mirarlo. Unos ojos como esos siempre dan que pensar. Lo malo es que nunca he tenido nervios.

–¿Es usted sir Julián Freke –preguntó el
coroner
–, y vive en Saint Luke’s House, Camino del Príncipe de Gales, Battersea, donde ejerce usted la dirección general de las intervenciones quirúrgicas del Hospital, de San Lucas?

Sir Julián asintió brevemente a tal definición de su personalidad.

–¿Fue usted el primer médico que vio al difunto?

–Sí, señor.

–¿Y desde entonces ha examinado el cadáver con el doctor Grimbold, de Scotland Yard?

–Sí, señor.

–¿Están ustedes de acuerdo acerca de la causa de la muerte?

–En términos generales, sí, señor.

–¿Quiere usted comunicar sus impresiones al jurado?

–Estaba ocupado en trabajos de investigación en el cuarto de mi sección en el Hospital de San Lucas, hacia las nueve del lunes por la mañana, cuando me informaron que el inspector Sugg deseaba verme. Díjome que en el número 59 de Queen Caroline Mansion’s había descubierto, en misteriosas circunstancias, el cadáver de un hombre. Me preguntó si podría ser una broma pesada que llevara a cabo cualquiera de los internos del hospital. Después de examinar los registros del establecimiento, pude asegurarle que no faltaba ningún cadáver en la sala de disección.

–¿Y quién estaba a cargo de esos cadáveres?

–William Watts, el empleado de la sala de disección.

–¿Está presente Williams Watts? –preguntó el
coroner
.

Sí, estaba presente, y, si el
coroner
lo juzgaba necesario, lo podría llamar.

–Supongo, sir Julián, que no se entregará ningún cadáver al hospital sin que usted lo sepa.

–Desde luego.

–Gracias. ¿Quiere usted continuar su declaración?

–Luego el inspector Sugg me preguntó si tendría algún inconveniente en mandar algún médico para que examinara el cadáver, y me ofrecí a ir yo mismo.

–¿Por qué lo hizo usted así?

–Desde luego, también estoy dotado de la humana curiosidad, señor
coroner
.

En la sala, un estudiante de medicina se echó a reír descaradamente.

–Al llegar al piso, encontré al difunto tendido de espaldas en el baño. Lo examiné y llegué a la conclusión de que la muerte había sido causada por un golpe en la parte posterior del cuello, de lo que resultó la dislocación de las vértebras cervicales cuarta y quinta, una contusión en la columna vertebral y además produjo una hemorragia interna y parálisis parcial del cerebro. Juzgué que el muerto había perecido cosa de doce horas antes, tal vez más. En su cuerpo no observé ninguna otra señal de violencia. El difunto era un hombre fuerte, bien nutrido, de cincuenta a cincuenta y cinco años de edad.

–¿Y cree usted que ese golpe pudo habérselo dado él mismo?

–De ningún modo. Recibió el golpe por detrás y se lo causó un instrumento redondeado, dotado de gran fuerza y dirigido con el mayor acierto. Es completamente imposible que ese golpe se lo infiriese él mismo.

–¿Y no pudo haber sido el resultado de un desgraciado accidente?

–Eso, desde luego, es posible.

–Si por ejemplo el muerto se hubiese asomado a la ventana y, de pronto, le cayera sobre la nuca la vidriera inferior, que estuviera levantada, ¿podría haberle dado ese golpe?
[4]
.

–No. En tal caso, habrían existido síntomas de estrangulación y también se hubiese observado una contusión en la garganta.

–Pero ¿no pudo haber muerto por haber caído accidentalmente un gran peso sobre él?

–Es posible.

–¿Cree usted que la muerte fue instantánea?

–Es difícil asegurarlo. Tal golpe, desde luego, pudo matarlo instantáneamente, o también cabe en lo posible que la víctima quedara paralizada de un modo parcial durante algún tiempo. En el caso actual, me siento inclinado a creer que la víctima quizá vivió aún algunas horas. Así me lo da a entender el estado del cerebro, que se examinó al practicar la autopsia. Debo decir, sin embargo, que el doctor Grimbold y yo no estamos completamente de acuerdo acerca de este punto.

–Tengo entendido que se han hecho algunas sugestiones con respecto a la identificación del muerto. Supongo que ustedes no se verán en situación de identificarlo.

–Desde luego, no es posible, porque entre otras razones, yo no lo había visto nunca. Esta sugestión es disparatada y no debiera haberse hecho. Si me la hubiesen anunciado, yo, desde luego, la habría acogido como merece, y además debo expresar mi desaprobación más enérgica por la innecesaria violencia que se ha ejercido sobre una dama a quien tengo el honor de conocer.

–No tuve yo la culpa, sir Julián –dijo el
coroner
–. Yo no intervine en eso. Y convengo en que hicieron mal absteniéndose de consultarlo a usted.

Los periodistas tomaban notas activamente y los individuos del tribunal se preguntaron mutuamente a qué persona se aludía, en tanto que los jurados parecían deseosos de dar la impresión de que ya estaban enterados.

–Me refiero ahora a los lentes que se encontraron en el cadáver, sir Julián. ¿Pueden dar alguna indicación a un facultativo?

–Son unos lentes que ofrecen algunos detalles notables. Desde luego, un oculista podría hablar con mejor conocimiento de causa, pero sin embargo, diré que, a mi juicio, podían haber pertenecido a un hombre más viejo que el difunto.

–Y teniendo en cuenta la circunstancia de que los médicos están acostumbrados a observar el cuerpo humano, ¿pudo usted descubrir algo especial en el aspecto del difunto con referencia a sus costumbres personales?

–Me atrevería a decir que era un hombre acomodado, pero que gozaba de buena situación desde poco tiempo atrás. Sus dientes hallábanse en mal estado y sus manos ofrecían indicios de haberse dedicado a trabajos rudos.

–Por ejemplo, podríamos suponer que fuese un colono australiano que hubiese ganado dinero.

–Algo por el estilo, aunque, como se comprende, nada puedo asegurar.

–Desde luego. Gracias, sir Julián.

Al ser llamado el doctor Grimbold, confirmó cuanto había dicho su distinguido colega, con la única excepción de que él estaba persuadido de que la muerte no ocurrió después de algunos días de haber recibido el golpe. No sin titubear mucho se atrevió a disentir de la opinión de sir Julián Freke, porque, desde luego, podía estar equivocado. Era, sin duda, muy difícil asegurar nada, y según su opinión, cuando vio por primera vez el cadáver, juzgó que aquel individuo había muerto por lo menos veinticuatro horas antes.

Se llamó de nuevo al inspector Sugg para que dijera al jurado qué medidas había tomado a fin de identificar el cadáver.

Se envió una descripción a todos los cuartelillos de policía y además se publicó en los periódicos. En vista de la indicación hecha por sir Julián Freke, se habían hecho también algunas investigaciones en los puertos de mar, pero sin resultado alguno, porque si bien acudieron muchos deseosos de identificar el cadáver, nadie lo consiguió. Al ser preguntado si se había seguido la pista que proporcionaban los lentes, el inspector contestó que, en interés de la justicia, rogaba que le excusaran de dar su respuesta. ¿Podrían los jurados examinar los lentes? En el acto les fueron entregados, y fueron pasando de mano en mano y devueltos después al secretario del
coroner
.

Al ser llamado William Watts, confirmó la declaración de sir Julián Freke con respecto a los cadáveres de la sala de disección. Detalló el sistema de acuerdo con el cual ingresaban allí. Por regla general, procedían de los correccionales y de los hospitales gratuitos. Esos cadáveres estaban a su cargo. Los internos no habrían podido apoderarse de las llaves. Y al ser preguntado si esas llaves habrían podido estar en poder de sir Julián Freke o de los cirujanos de la casa, contestó negativamente, porque las llaves estaban siempre en su poder. Por otra parte, según añadió, no había faltado ningún cadáver, ni entonces ni en ocasiones anteriores.

El
coroner
se dirigió al jurado recordándole, con alguna aspereza, que no estaban allí para chismorrear acerca de quién pudo ser la víctima, sino para dar su opinión acerca de la causa de la muerte. Les recordó que era preciso que decidiesen, en vista de las declaraciones de los facultativos, si la muerte pudo ser accidental, si se trataba de un suicidio o de un asesinato u homicidio. Y en el caso de que considerasen las pruebas insuficientes, podrían abstenerse de dar su veredicto. En cualquier caso, éste no habría de constituir un perjuicio contra nadie. En el caso de que considerasen que se había cometido un asesinato, sería preciso presentar de nuevo todas las pruebas ante el magistrado. Entonces los despidió, exigiéndoles con la mirada que se diesen prisa.

Sir Julián Freke, después de haber declarado, descubrió a la duquesa y se acercó a saludarla.

–Hace muchísimo tiempo que no le veo a usted –dijo ella–. ¿Cómo está?

–Trabajando mucho –replicó el especialista–. Acabo de publicar un libro. Todo eso me hace perder mucho tiempo. ¿Ha visto usted a lady Levy?

–No, pobrecilla –exclamó la duquesa–. Esta mañana he venido aquí acompañando a la señora Thipps, que pasa unos días en casa. Es una de las excentricidades de Peter. ¡Pobre Cristina! Tendré que ir a visitarla. Le presento al señor Parker –añadió–, que está haciendo investigaciones acerca de este caso.

–¡Caramba! –dijo sir Julián–. No sabe cuánto me alegro de conocerle. ¿Ha visto usted ya a lady Levy?

–Sí, señor. Esta mañana.

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