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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (147 page)

BOOK: El camino de los reyes
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Renarin se levantó e inclinó la cabeza respetuosamente antes de encaminarse hacia la puerta. Navani se levantó más despacio, el hermoso vestido crujió cuando soltó la copa sobre la mesa, y luego se dispuso a recoger su fabrial absorbe-dolores. Renarin se marchó, y Dalinar se acercó a la puerta, esperando a que ella se marchara. No pretendía dejar que lo atrapara de nuevo a solas. Se asomó a la puerta. Sus soldados estaban allí y podía verlos. Bien.

—¿No estás satisfecho? —preguntó Navani, deteniéndose en la puerta junto a él, una mano en el marco.

—¿Satisfecho?

—No te estás volviendo loco.

—Pero no sabemos si estoy siendo manipulado o no. En cierto modo, ahora tenemos más preguntas que antes.

—Las visiones son una bendición —dijo Navani, posando su mano libre en su brazo—. Lo presiento, Dalinar. ¿No ves lo maravilloso que es esto?

Dalinar la miró a los ojos, violeta claro, hermosos. Era tan inteligente, tan sabia. Cómo deseaba poder confiar en ella completamente.

«No me ha demostrado más que honor —pensó—. No le ha dicho ni una palabra a nadie de mi intención de abdicar. Ni siquiera ha intentado usar mis visiones contra mí.» Se sintió avergonzado por haber temido una vez que así lo hiciera.

Era una mujer maravillosa, Navani Kholin. Un mujer maravillosa, sorprendente, y peligrosa.

—Veo más preocupaciones —dijo—. Y más peligros.

—¡Pero Dalinar, estás teniendo experiencias con las que eruditos, historiadores y folkloristas solo podían soñar! Te envidio, aunque digas no haber visto ningún fabrial hasta el momento.

—Los antiguos no tenían fabriales, Navani. Estoy seguro.

—Y eso cambia todo lo que creíamos saber de ellos.

—Supongo.

—Lluvia de piedras, Dalinar —suspiró ella—. ¿Es que ya nada te apasiona?

Dalinar inspiró profundamente.

—Demasiadas cosas, Navani. Siento en mi interior como una masa de anguilas, las emociones rebulléndose unas encima de otras. La verdad de estas visiones es inquietante.

—Es excitante —corrigió ella—. ¿Hablabas en serio antes? ¿Cuándo dijiste que confiabas en mí?

—¿Eso dije?

—Dijiste que no te fiabas de tus escribanas, y me pediste que registrara las visiones. Hay una implicación en eso.

Su mano estaba todavía posada sobre su brazo. Navani extendió la mano segura y cerró la puerta que daba al pasillo. Él casi la detuvo, pero titubeó. ¿Por qué?

La puerta se cerró con un chasquido. Estaban solos. Y ella era tan hermosa. Aquellos ojos verdes y excitantes, encendidos de pasión.

—Navani —dijo él, conteniendo su deseo—. Estás volviendo a hacerlo.

¿Por qué se lo permitía?

—Sí, así es. Soy una mujer obstinada, Dalinar.

No parecía haber ninguna burla en su tono.

—Esto no es adecuado. Mi hermano… —Extendió la mano hacia la puerta para volver a abrirla.

—Tu hermano —escupió Navani, ira en el rostro—. ¿Por qué todo el mundo siempre tiene que centrarse en él? ¡Todo el mundo se preocupa siempre tanto por un hombre que está muerto! No está aquí, Dalinar. Murió. Lo echo de menos. Pero ni la mitad que tú, según parece.

—Honro su memoria —dijo Dalinar envarado, vacilante, la mano en el pomo de la puerta.

—¡Muy bien! Me alegra que lo hagas. Pero han pasado seis años, y todo lo que la gente ve en mí es a la esposa de un muerto. Las otras mujeres me siguen la corriente con sus chismes, pero no me dejan entrar en sus círculos políticos. Piensan que soy una reliquia. ¿Querías saber por qué volví tan rápidamente?

—Yo…

—Regresé porque no tengo ningún hogar. ¡Tengo que permanecer apartada de acontecimientos importantes porque mi marido está muerto! Estoy presente, mimada pero ignorada. Las hago sentirse incómodas. A la reina, a las otras mujeres de la corte.

—Lo siento —dijo Dalinar—. Pero yo no…

Ella alzó su mano libre y le señaló el pecho.

—No aceptaré eso de ti, Dalinar. ¡Éramos amigos ya antes de que yo conociera a Gavilar! Todavía me conoces como lo que soy, no como una sombra de una dinastía, que se desmoronó hace años, ¿no? —lo miró, suplicante.

«Sangre de mis padres —pensó Dalinar con sorpresa—. Está llorando.» Dos pequeñas lágrimas.

Rara vez la había visto tan sincera.

Y por eso la besó.

Fue un error. Lo sabía. La agarró de todas formas, abrazándola de forma brusca y tensa y apretando su boca contra la suya, incapaz de contenerse. Ella se fundió contra él. Dalinar saboreó la sal de sus lágrimas mientras corrían a sus labios y se encontraban con los suyos.

Fue largo. Demasiado largo. Maravillosamente largo. Su mente le gritaba, como un prisionero encadenado a una celda y obligado a ver algo horrible. Pero una parte de él quería esto desde hacía décadas, décadas pasadas viendo a su hermano cortejar, casarse y luego apoderarse de la única mujer a la que el joven Dalinar había amado jamás.

Se había dicho a sí mismo que nunca permitiría esto. Había negado sus sentimientos hacia Navani en el momento mismo en que Gavilar ganó su mano. Dalinar se había apartado.

Pero su sabor, su olor, el calor de ese cuerpo apretado contra el suyo, era demasiado dulce. Como un perfume floreciente, lavó la culpa. Durante un momento, ese contacto lo desterró todo. Él no pudo recordar su miedo a las visiones, sus preocupaciones por Sadeas, su vergüenza por sus pasados errores.

Solo pudo pensar en ella. Hermosa, inteligente, delicada y fuerte a la vez. Se aferró a ella, algo a lo que podía aferrarse mientras el resto del mundo daba vueltas a su alrededor.

Por fin, el beso terminó. Ella lo miró, sorprendida. Pasionespren, como diminutos copos de nieve cristalina, flotaban en el aire alrededor de ellos. La culpa lo volvió a inundar. Trató amablemente de apartarla, pero ella se aferró a él, con fuerza.

—Navani.

—Calla.

Ella apoyó la cabeza en su pecho.

—No podemos…

—Calla —dijo ella, con más insistencia. Él suspiró, pero se permitió abrazarla.

—Algo malo está pasando en este mundo, Dalinar —dijo Navani en voz baja—. El rey de Jah Keved ha sido asesinado. Acabo de enterarme hoy mismo. Lo mató un portador de esquirlada shin vestido de blanco.

—¡Padre Tormenta!

—Algo está pasando. Algo más grande que nuestra guerra aquí, algo más grande que Gavilar. ¿Has oído hablar de las cosas tan extrañas que dice la gente al morir? La mayoría las ignora, pero los cirujanos hablan. Y los guardatormentas susurran que las altas tormentas se vuelven más potentes.

—Lo he oído —dijo él. Le resultaba difícil encontrar las palabras, embriagado de ella como estaba.

—Mi hija busca algo —dijo Navani—. A veces me asusta. Es tan intensa. Creo sinceramente que es la persona más inteligente que he conocido. Y las cosas que busca…, Dalinar, cree que algo muy peligroso se acerca.

«El sol se acerca al horizonte. Viene la Tormenta Eterna. La Auténtica Desolación. La Noche de las Penas…»

—Te necesito —dijo Navani—. Lo sé desde hace años, aunque temía que la culpa te destruyera, por eso huí. Pero no pude quedarme. No con la forma en que me tratan. Estoy aterrada, Dalinar, y te necesito. Gavilar no era el hombre que todos creen que era. Yo lo apreciaba, pero…

—Por favor, no hables mal de él.

—Muy bien.

«¡Sangre de mis padres!» No podía quitarse su olor de la cabeza. Se sentía paralizado, abrazado a ella como un hombre aferrado a una piedra en los vientos de tormenta.

Ella lo miró.

—Bien, digamos entonces que apreciaba a Gavilar. Pero te aprecio más a ti. Y estoy cansada de esperar.

Él cerró los ojos.

—¿Cómo puede funcionar esto?

—Encontraremos un modo.

—Nos denunciarán.

—Los campamentos ya me ignoran —dijo Navani—, y difunden rumores y mentiras sobre ti. ¿Qué más pueden hacernos?

—Encontrarán algo. De momento, los devotarios no me condenan.

—Gavilar está muerto —dijo Navani, apoyando de nuevo la cabeza en su pecho—. Nunca fui infiel mientras vivió, aunque el Padre Tormenta sabe que tuve motivos de sobra. Los devotarios pueden decir lo que quieran, pero
Los argumentos
no prohíben nuestra unión. Tradición no es lo mismo que doctrina, y no me contendré por miedo a ofender a nadie.

Dalinar inspiró profundamente y luego se obligó a abrir los brazos y separarse de ella.

—Si esperabas aliviar mis preocupaciones por hoy, esto no ha servido de nada.

Ella se cruzó de brazos. Él todavía podía sentir donde la mano segura lo había tocado en la espalda. Una caricia tierna, reservada para un miembro de la familia.

—No estoy aquí para tranquilizarte, Dalinar. Más bien al contrario.

—Por favor. Necesito tiempo para pensar.

—No dejaré que me apartes. No ignoraré lo que ha pasado. No…

—Navani —él la interrumpió amablemente—. No te abandonaré. Lo prometo.

Ella lo miró, y entonces una triste sonrisa asomó a sus labios.

—Muy bien. Pero has empezado algo hoy.

—¿Lo he empezado yo? —preguntó él, divertido, aliviado, confuso, preocupado y avergonzado al mismo tiempo.

—El beso fue tuyo, Dalinar —dijo ella tranquilamente, mientras abría la puerta y salía a la antesala.

—Tú me sedujiste para que lo hiciera.

—¿Qué? ¿Seducirte? —Se volvió a mirarlo—. Dalinar, nunca he sido más franca y sincera en mi vida.

—Lo sé —respondió Dalinar, sonriendo—. Esa fue la parte seductora.

Cerró la puerta con suavidad, y luego dejó escapar un suspiro.

«Sangre de mis padres —pensó—. ¿Por qué no pueden estas cosas ser sencillas nunca?»

Y sin embargo, en contraste directo con sus pensamientos, sentía como si el mundo entero de algún modo hubiera mejorado por haber empeorado.

«La oscuridad se convierte en un palacio. ¡Que gobierne! ¡Que gobierne!»

Kakevah, 1173,22 segundos antes de la muerte. Un selay ojos oscuros de profesión desconocida.

—¿Crees que una de estas cosas nos salvará? —preguntó Moash, frunciendo el ceño mientras miraba la plegaria que Kaladin tenía atada en el brazo derecho.

Kaladin miró a un lado. Estaba de pie, en posición de descanso, mientras los soldados de Sadeas cruzaban el puente. El frío aire de primavera, ahora que había empezado a trabajar, le sentaba bien. El cielo era brillante, sin nubes, y los guardatormentas habían prometido que no se avecinaba ninguna.

La plegaria atada en su brazo era sencilla. Tres glifos: viento, protección, amor. Una oración a Jezerezeh, el Padre Tormenta, para que protegiera a los amigos y seres queridos. Era la forma directa que prefería su madre. A pesar de sus sutilezas y su astucia, cada vez que cosía o escribía una plegaria, siempre era sencilla y sentida. Llevarla le hacía recordarla.

—No puedo creer que pagaras un buen dinero por eso —dijo Moash—. Si hay Heraldos mirando, no prestan ninguna atención a los hombres de los puentes.

—Supongo que últimamente me siento algo nostálgico.

La plegaria probablemente carecía de sentido, pero había tenido motivos para empezar a pensar más en la religión últimamente. La vida de esclavo hacía difícil creer que alguien, o algo, te estuviera observando. Sin embargo, muchos hombres de los puentes se habían vuelto religiosos durante su cautiverio. Dos grupos, reacciones opuestas. ¿Significaba eso que unos eran estúpidos y otros insensibles, u otra cosa completamente distinta?

—Por fin nos verán muertos ¿sabéis? —dijo Drehy desde atrás—. Se acabó.

Los hombres estaban exhaustos. Kaladin y su equipo habían sido obligados a trabajar en los abismos toda la noche. Hashal les había impuesto requerimientos muy estrictos, exigiendo una cuota cada vez mayor de material recuperado. Para cumplir la cuota, habían dejado de entrenar.

Y hoy los habían despertado para un ataque después de descansar solo tres horas. Se caían de sueño allí en fila, y ni siquiera habían llegado todavía a la meseta en pugna.

—Deja que vengan —dijo Cikatriz tranquilamente desde el otro lado de la línea—. ¿Nos quieren muertos? Bueno, no me voy a echar atrás. Les demostraremos lo que es el valor. Pueden esconderse detrás de nuestros puentes mientras cargamos.

—Eso no es ninguna victoria —dijo Moash—. Yo digo que ataquemos a los soldados. Ahora mismo.

—¿A nuestras propias tropas? —preguntó Sigzil, volviendo su oscura cabeza y mirando a la fila de hombres.

—Claro —respondió Moash, todavía mirando al frente—. Van a matarnos de todas maneras. Llevémonos a unos cuantos por delante. Condenación ¿por qué no atacar a Sadeas? Su guardia no se lo esperará. Apuesto a que podríamos eliminar a unos cuantos y apoderarnos de sus lanzas, y entonces podremos matar ojos claros antes de que nos aniquilen.

Un par de hombres murmuraron su acuerdo mientras los soldados continuaban cruzando.

—No —dijo Kaladin—. No conseguiríamos nada. Nos matarían antes de que pudiéramos siquiera molestar a Sadeas.

Moash escupió.

—¿Y todo esto conseguirá algo? ¡Maldición, Kaladin, siento que ya estoy colgando de la horca!

—Tengo un plan —dijo Kaladin.

Esperó las objeciones. Sus otros planes no habían funcionado.

Nadie murmuró ninguna queja.

—Bueno —dijo Moash—, ¿cuál es?

—Lo verás hoy —respondió Kaladin—. Si funciona, nos aportará tiempo. Si fracasa, moriré. —Se volvió a mirar la fila de rostros—. En ese caso, Teft tiene orden de dirigir un intento de huida esta noche. No estáis preparados, pero al menos tendréis una oportunidad.

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