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Authors: Antonio Skármeta

Tags: #Relato

El cartero de Neruda (10 page)

BOOK: El cartero de Neruda
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Cuando al pequeño Jiménez le debutaron los dientes, consta en los barrotes de la jaula que intentó aserrucharlos con sus lechosos caninos. Las encías coronadas de astillas introdujeron a otro personaje en la hostería y en el exangüe presupuesto de Mario: el dentista.

Así que, cuando Televisión Nacional anunció al mediodía que aquella noche mostrarían las imágenes de Pablo Neruda en Estocolmo, agradeciendo el Premio Nobel de Literatura, tuvo que agenciarse préstamos para poner en marcha la fiesta más sonora y regada que habría de recordar la región.

El telegrafista trajo desde San Antonio un cabrito destazado por un carnicero socialista a precio potable: «mercado gris» precisó. Mas también sus oficios aportaron la presencia de Domingo Guzmán, un robusto obrero portuario que, por las noches, se consolaba del lumbago aporreando una batería Yamaha —otra vez los japoneses— en La Rueda, ante el deleite de esas caderas trasnochadas que se ponían sensuales y feroces al bailar bajo su compás el mejor repertorio de cumbias falsas que, con todo respeto, había introducido Luisín Landáez en Chile.

En el asiento delantero del Ford 40 venían el telegrafista y Domingo Guzmán, y, en el posterior, la Yamaha y el cabrito. Llegaron temprano, escarapelados con cintas socialistas y banderitas chilenas de plástico, y le extendieron el cabrito a la viuda de González, quien declaró solemnemente que se rendía ante el poeta Neruda, pero que iba a aporrear su cacerola como las damas de providencia en Santiago, hasta que los comunistas se marcharan del gobierno. «Se ve que son mejores poetas que gobernantes», concluyó.

Asistida Beatriz por el grupo renovado de mujeres veraneantes, esta vez allendistas irredentas y capaces de noquear a quien le encontrara un pelo de la cola a la Unidad Popular, preparó una ensalada con tantos aportes del campesinado local, que hubo que traer a la cocina la tina del baño, para que naufragaran allí tumultuosas las lechugas, los orgullosos apios, los tomates saltarines, las acelgas, las zanahorias, los rábanos, la buena papa, el tenaz cilantro, la albahaca. Nada más que en la mayonesa se gastaron catorce huevos, e incluso se encomendó a Pablo Neftalí la delicada misión de espiar a la gallina castellana y tararear «Venceremos», cuando ésta depusiera su huevo diario para quebrarlo ante ese manjar amarillo que estaba resultando espeso gracias a que ninguna de las mujeres menstruaba esa tarde.

No hubo casucha de pescador que Mario no visitara para invitarlo a la fiesta. Hizo el recorrido de la caleta y del campamento de veraneantes martillando el timbre de su bicicleta, e irradiando un júbilo sólo comparable con aquel que tuvo cuando Beatriz expulsó de su placenta al pequeño Pablo Neftalí, ya provisto de una melena a lo Paul McCartney. Un Premio Nobel para Chile, aunque fuera de Literatura, arengó el «compañero» Rodríguez a los veraneantes, es una gloria para Chile y un triunfo para el presidente Allende. No había acabado de terminar esa frase, cuando el joven padre Jiménez, víctima de una indignación que le puso eléctrico cada nervio y cada terminal de sus cabellos, le apretó el codo y se lo llevó bajo el sauce llorón. Sombreados por el árbol, y con un autocontrol aprendido en los films de George Raft, Mario soltó el codo del compañero Rodríguez, y, humedeciéndose los labios secos de ira, dijo con calma:

—¿Se acuerda, compañero Rodríguez, del cuchillo cocinero ese, que un día por casualidad se me cayó en la mesa cuando usted estaba almorzando?

—No me he olvidado —repuso el activista acariciándose el páncreas.

Mario asintió, puso los labios tensos, como si fuera a silbarle a un gato, y después se pasó sobre ellos la rasante uña del pulgar.

—Todavía lo tengo —dijo.

A Domingo Guzmán se le unieron Julián de los Reyes en guitarra, el chico Pedro Alarcón en maracas, Rosa viuda de González, vocal, y el compañero Rodríguez en trompeta, quien había optado por meterse algo en la boca a modo de candado. El ensayo tuvo lugar en el tablado de la hostería, y todo el mundo supo de antemano que para la noche se bailaría
La vela (of course
según dijo el oculista Radomiro Spotorno quien vino extra a isla Negra a curar el ojo de Pablo Neftalí, arteramente picoteado por la gallina castellana en los momentos en que el infante le escrutaba el culo para anunciar oportunamente el huevo),
Poquita fe
, por presión de la viuda, la cual se sentía más a tono con los temas
calugas
, y con el rubro zangoloteo de los inmortales
Tiburón, tiburón, Cumbia de Macondo, Lo que pasa es que la banda está borracha
y —menos por audaz cargosería del compañero Rodríguez que por distracción de Mario Jiménez—
No me digas que merluza no, Maripusa
.

Junto al televisor, el cartero puso una bandera chilena, los libros Losada papel biblia abiertos en la página del autógrafo, un bolígrafo verde del poeta adquirido de manera innoble por Jiménez, por lo cual no se entra aquí en detalles, y la Sony que a modo de obertura o aperitivo —ya que Mario Jiménez no permitía consumir una aceituna ni untar la lengua en un vino, hasta que el discurso hubiera terminado— transmitía el
hit parade
de ruidos de isla Negra.

Lo que era bulla, hambre, alboroto, ensayo, cesó mágicamente cuando a las 20 horas, en momentos en que el mar empujaba una deleitosa brisa sobre la hostería, el Canal Nacional trajo por satélite las palabras finales de agradecimiento del Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda. Hubo un segundo, un solo infinitísimo segundo, en que a Mario le pareció que el silencio envolvía al pueblo como cubriéndolo con un beso. Y cuando Neruda habló en la imagen nevada del televisor, se imaginó que sus palabras eran caballos celestes que galopaban hacia la casa del vate, para ir a acunarse en sus pesebreras.

Niños ante el tablero de títeres, los asistentes al discurso crearon con el mero expediente de su aguda atención la presencia real de Neruda en la hostería. Sólo que, ahora, el vate vestía de frac y no con el poncho de sus escapadas al bar, aquel que usara cuando por primera vez sucumbió atónito ante la belleza de Beatriz González. Si Neruda hubiera podido ver a sus parroquianos de isla Negra como ellos lo estaban viendo, habría advertido sus pestañas pétreas, como si el más leve movimiento del rostro pudiera ocasionar la pérdida de algunas de sus palabras. Si alguna vez la técnica japonesa extremara sus recursos y produjese la fusión de seres electrónicos con carnales, el leve pueblo de isla Negra podría decir que fue precursor del fenómeno. Lo haría sin jactancia, teñido en la misma larga dulzura con que sorbió el discurso de su vate:

Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: «
A l'aurore, armés d'une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes
». (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.)

Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre la confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso, he llegado hasta aquí con mi poesía y mi bandera.

En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esta frase de Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.

Así la poesía no habrá cantado en vano.

Estas palabras desencadenaron un espontáneo aplauso en el público acomodado alrededor del aparato, y un manantial de lágrimas en Mario Jiménez, quien sólo después de medio minuto de esa ovación de pie, tragose lo que tenía en las narices, frotó sus pómulos pluviales, y dándose vuelta desde la primera fila, agradeció sonriente la nutrida aclamación a Neruda llevándose una palma a la sien y agitándola cual candidato a senador. La pantalla se llevó la imagen del poeta, y a cambio retornó la locutora con una noticia que el telegrafista sólo oyó, cuando la mujer dijo «repetimos»: «Un comando fascista destruyó con una bomba las torres de alta tensión de la provincia de Valparaíso. La Central única de Trabajadores llama a todos sus miembros a lo largo del país a permanecer en estado de alerta» y, veinte segundos antes de ser robado del mesón por una turista madurona, mas buenona, según contaría al amanecer de vuelta de las dunas, donde la había acompañado a mirar las estrellas fugaces. («Espermatozoides fugaces», corrigió la viuda.)

Porque la pura verdad es que la fiesta duró hasta que se acabó. Bailose tres veces
Tiburón a la vista
, donde todos corearon «ay, ay, ay, que te come el tiburón», menos el telegrafista que, después del noticiario, anduvo mustio y simbólico, hasta el momento en que la turista madurona mordiéndole el lóbulo de la izquierda le dijo:

—Seguro que después de la cumbia viene
La vela
.

Oyose y gozose nueve veces
La vela
, hasta que al contingente de veraneantes le resultó tan familiar, que, a pesar de que era un tema celestino y
cheek to cheek, lo
entonaron con gargantas desaforadas y entre beso y beso con lengua.

Aceitose un popurrí de temas viejitos contraídos en la niñez de Domingo Guzmán, que le llevaba entre otros
Piel Canela, Ay, cosita rica, mamá, Me lo dijo Adela, A papá le gusta el mambo, El cha-cha-cha de los cariñosos, Yo no le creo a Gagarín, Mareianita y Amor desesperado
en una versión de la viuda de González, que reprodujo la intensidad de Yaco Monti, su intérprete original.

Si la noche fue larga, nadie pudo decir que faltó vino. Mesa que Mario veía con sus botellas a media asta, era atendida ipso facto con un chuico, «para ahorrarme los viajes a la bodega». Hubo un instante de la jornada, en que la mitad de su población andaba entreverada entre las dunas, y según un balance de la viuda las parejas no eran ciento por ciento las mismas que la iglesia o el registro civil había santificado y certificado. Sólo cuando Mario Jiménez tuvo la certeza de que ninguno de sus invitados podría recordar nombre, dirección, número de inscripción electoral y último paradero de su cónyuge, decidió que la fiesta era un éxito y que la promiscuidad podía seguir prosperando sin su aliento y presencia. Con un ademán de torero desprendió el delantal de Beatriz, le rodeó sedoso la cintura y le desbarrancó su pico por la cadera, como a ella le placía, según probaban esos suspiros que expulsaba tan fluidamente, cual esa savia enloquecedora que le lubricaba la zorra. Con la lengua mojándole la oreja y sus manos levantándole las nalgas, se lo metió de pie en la cocina sin molestarse en quitarle la falda.

—Nos van a ver, amor jadeó la muchacha, ubicándose para que el pico le entrara hasta el fondo.

Mario comenzó a rotar con golpes secos la cadera y, empapando de saliva los senos de la muchacha, farfulló:

—Lástima de no tener aquí la Sony para grabarle este homenaje a don Pablo.

Y acto seguido, promulgó un orgasmo tan estruendoso, burbujeante, desaforado, bizarro, bárbaro y apocalíptico, que los gallos creyeron que había amanecido y empezaron a cacarear con las crestas inflamadas, que los perros confundieron el aullido con la sirena del nocturno al sur y le ladraron a la luna como siguiendo un incomprensible convenio, que el compañero Rodríguez, ocupado en mojar la oreja de una universitaria comunista con la ronca saliva de un tango de Gardel, tuvo la sensación de que una tumba le cortaba el aire en la garganta y que Rosa, viuda de González, tuvo que intentar cubrir micrófono en mano el
hosanna
de Mario trinando una vez más
La vela
con sonsonete operático. Agitando los brazos cual aspas de molino, la mujer alentó a Domingo Guzmán y a Pedro Alarcón a que redoblaran platillos y tambores, sacudieran maracas, soplaran trompetas, trutrucas, o en su defecto pifiaran, pero el maestro Guzmán, frenando con una mirada al chico Pedro, le dijo:

—Usted tranquilo, maestro, que si la viuda está tan saltona es porque ahora le toca a la hija.

Doce segundos después de esta profecía, cuando los oídos de toda la concurrencia sobria, ebria, o inconsciente, apuntaban hacia la cocina como si un poderoso magneto los absorbiese, y mientras Alarcón y Guzmán simulaban limpiarse las sudorosas palmas en las camisetas antes de irrumpir en un trémulo acompañamiento, despegó el orgasmo de Beatriz hacia la noche sideral con una cadencia que inspiró a las parejas de las dunas («uno como ése, mijito», le pidió la turista al telegrafista), que puso escarlatas y fulgurantes las orejas de la viuda, y que le inspiró las siguientes palabras al cura párroco en su desvelo de la torre: «
Magníficat, staba, pange lingua, dies irae, benedictus, kirieleisón, angélica
».

Al final del último trino la noche entera pareció humedecerse y el silencio que siguió tuvo algo turbulento y turbador. La viuda arrojó el inútil micrófono sobre el tablado y con el trasfondo de algunos primerizos y vacilantes aplausos que venían desde dunas y roqueríos a los cuales luego se sumaron los entusiastas del conjunto en la hostería y los bien cateados de turistas y pescadores hasta formar una verdadera catarata que fue amenizada con un patriótico «¡Viva Chile, mierda!» del inefable compañero Rodríguez, fue a la cocina para descubrir titilando entre las sombras los ojos en éxtasis de su hija y yerno. Señalando con su pulgar por sobre el hombro, escupió las palabras hacia la pareja:

—La ovación es para los tortolitos.

Beatriz se cubrió la cara marineada con lágrimas de felicidad sintiendo que hervían en un súbito rubor.

—¡Te dije, oh!

Mario se puso los pantalones y los amarró fuerte con la soga.

—Bueno, suegra. Olvídese de la vergüenza que esta noche estamos celebrando.

—¿Celebrando qué? —rugió la viuda.

—El Premio Nobel de don Pablo. ¡No ve que ganamos, señora!

—¿Ganamos?

Doña Rosa estuvo a punto de cerrar el puño, y propinárselo en esa lengua enredosa, o de inmiscuir un puntapié sobre esos nutridos e irresponsables huevos. Pero en un arresto de inspiración, decidió que era más digno recurrir al refranero.

—«Vamos arando, dijo la mosca» —concluyó antes de asestar el portazo.

16

Según la ficha del doctor Giorgio Solimano hasta agosto de 1973 el joven Pablo Neftalí había incurrido en las siguientes enfermedades: rubéola, sarampión, peste cristal, bronquitis, enterogastritis, amigdalitis, faringitis, colitis, torcedura de tobillo, disloque del tabique de la nariz, contusiones a la tibia, traumatismo encéfalo craneano, quemadura en segundo grado sobre el brazo derecho a consecuencia de querer rescatar la gallina castellana de una cazuela e infección del meñique del pie izquierdo tras pisar un erizo tan descomunal, que cuando Mario se lo desclavó rajándolo vengativo, alcanzó para una cena de toda la familia con el solo expediente de echarle un toque de pebre, limón y algo de pimienta.

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