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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El castillo de Llyr (19 page)

BOOK: El castillo de Llyr
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Rhun parpadeó, tragando saliva con un cierto esfuerzo, pero resistió la mirada de Achren.

—Si estás pensando en torturarme, puedes empezar cuando quieras —le dijo—. Será interesante ver qué eres capaz de averiguar, dado que no tengo ni la más mínima idea de dónde está el Pelydryn. —Tragó una honda bocanada de aire y cerró los ojos—. Bien, ya tienes tu respuesta. Adelante.

—Achren, mi señora, entregadme al arpista —le rogó Magg mientras Fflewddur le miraba con expresión desafiante—. Mi música le hará cantar mejor de lo que jamás lo ha hecho acompañándose con su arpa.

—Contén tu lengua, mayordomo —le dijo secamente Achren—. Puedes tener la seguridad de que estarán dispuestos a hablar mucho antes de que haya terminado con ellos.

Los dedos de Gwydion se posaron sobre la empuñadura de la espada negra

—No le hagas daño a ninguno de mis compañeros —exclamó—. Si lo haces, te juro que acabaré contigo sin importarme cuál sea el precio.

—¡Yo también voy a hacerte un juramento! —replicó Achren—. ¡Intenta oponerte a mí y la chica morirá! —Siguió hablando, ahora en voz más baja y suave—: Bien, Gwydion, ésta es la situación: vida contra vida y muerte contra muerte. ¿Qué piensas escoger?

—Si se han llevado mi juguete tienen que devolverlo —dijo Eilonwy, dando un paso hacia Achren—. No debe seguir en manos de unos desconocidos…

Taran no pudo contener un grito de pena al oír las palabras de Eilonwy. Achren, que había estado observando el rostro de cada compañero, se volvió rápidamente hacia él.

—Veo que todo esto te resulta muy desagradable, Ayudante de Porquerizo — murmuró—. El que Eilonwy te llame desconocido es muy doloroso, ¿verdad? Te hiere más cruelmente que la hoja de un cuchillo, ¿eh? Es algo todavía peor que los tormentos de esa mísera criatura que yace a tus pies. Eilonwy seguirá en su estado actual porque tal es mi voluntad. Y, sin embargo, podría devolverle su memoria. ¿Crees que una baratija dorada o un libro de hechizos que no significan nada para ti es pedir un precio demasiado alto a cambio de eso?

Achren se acercó a Taran, paralizándole con su mirada. Su voz se había convertido en un susurro; sus palabras parecían tener a Taran como único destinatario, enroscándose lentamente alrededor de su corazón.

—¿Qué le importa a un Ayudante de Porquerizo el que yo reine o no sobre Prydain? Ni el mismísimo Gwydion puede devolverte aquello que más amas; a decir verdad, lo único que puede hacer es causar su muerte. Pero yo puedo darte su vida. Sí, ése es mi don, y sólo yo puedo concedértelo.

»Y puedo darte más, mucho más —susurró Achren—. Conmigo la princesa Eilonwy será reina. Pero ¿quién será su rey? ¿Quieres que la deje libre para que se case con un príncipe estúpido? Sí, Magg me ha contado que va a serle entregada en matrimonio al hijo de Rhuddlum.

»¿Cuál crees que será entonces el destino de un Ayudante de Porquerizo? ¿Recuperar a una princesa sólo para entregársela a otro? Dime, Taran de Caer Dallben, ¿no es justamente eso lo que estás pensando? Pues piensa también esto: Achren siempre devuelve los favores que se le hacen.

Los ojos de Achren le atravesaban igual que dagas y Taran sintió que la cabeza le daba vueltas. Sollozando, intentó que sus oídos dejaran de percibir aquellos susurros, pero no lo consiguió, y acabó tapándose el rostro con las manos.

—Habla —dijo la voz de Achren—. El Pelydryn de Oro…, el lugar donde está escondido…

—¡Tendrás lo que pides!

Por un instante Taran creyó que aquellas palabras habían sido pronunciadas por su propia voz, como si ésta hubiera vencido su deseo de mantenerse callado. Y después, atónito, comprobó que no era así.

Era Gwydion quien había hablado.

El príncipe de Don tenía la cabeza echada hacia atrás, sus ojos ardían como los de un lobo y en su rostro había una ira que Taran jamás había visto antes. La voz del guerrero resonó por todo el Gran Salón, fría y áspera, despertando ecos terribles, y Taran tembló al oírla. Incluso Achren pareció sobresaltarse.

—Tendrás lo que pides —repitió Gwydion—. El Pelydryn de Oro y el libro de los hechizos están enterrados en las ruinas del muro, cerca de la puerta, y yo mismo los puse allí.

Achren permaneció en silencio durante unos instantes, contemplándole con los ojos entrecerrados.

—¿Estás mintiéndome, Gwydion? —murmuró apretando los dientes—. Si lo que has dicho no es verdad, la princesa Eilonwy morirá.

—Están allí —replicó Gwydion—. ¿Qué ocurre, no te atreves a cogerlos? Achren le hizo una brusca seña a Magg.

—Tráelos —le ordenó. El gran mayordomo salió apresuradamente del salón, y Achren se volvió de nuevo hacia Gwydion—. Ten cuidado, príncipe de Don —murmuró con voz enronquecida—. No pongas la mano sobre tu espada. No intentes nada.

Gwydion no le respondió. Taran y los compañeros permanecían inmóviles, incapaces de hablar.

Magg volvió a entrar en el Gran Salón. Su rostro cetrino estaba cargado de una salvaje emoción y enarbolaba triunfante el Pelydryn de Oro. Corrió hacia Achren.

—¡Aquí están! —gritó—. Son nuestros.

Achren le arrebató los dos objetos. La esfera dorada se había vuelto tan opaca como el plomo: toda su belleza había desaparecido. Achren la sostuvo ávidamente en sus manos; sus ojos ardían y su sonrisa mostraba las blancas puntas de sus afilados dientes. Permaneció inmóvil durante un par de segundos, como si le costara separarse de los tesoros que había estado codiciando, y acabó depositándolos en las manos de Eilonwy.

Magg ya no podía contener por más tiempo su impaciencia. Sus dedos, convertidos en garras, acariciaron los eslabones de su cadena mientras que sus flacas mejillas temblaban y la codicia encendía sus ojillos.

—¡Mi reino! —gritó con voz estridente—. ¡Mío! ¡Pronto será mío! Achren giró sobre sí misma y le lanzó una mirada despectiva.

—¡Silencio! ¿Un reino, estúpido rastrero? Da gracias de que te permita conservar la vida.

Magg se quedó boquiabierto, y su rostro al oír las palabras de Achren, se volvió del mismo color que el queso mohoso. Enmudecido por el terror y la rabia, incapaz de soportar la terrible amenaza que había en los ojos de Achren, Magg fue encogiéndose sobre sí mismo.

Eilonwy tenía en su mano el libro de hechizos y lo había abierto. Había cogido el Pelydryn de Oro y lo estaba examinando con gran curiosidad. Una lucecita, que parecía un copo de nieve llameante, había empezado a cobrar forma en las profundidades de la esfera dorada. Eilonwy frunció el ceño y sus rasgos se retorcieron en una expresión muy extraña. Taran, horrorizado, la vio estremecerse violentamente y mover la cabeza de un lado para otro como si sufriera un gran dolor. Abrió los ojos al máximo y dio la impresión de que iba a hablar. Pero la voz que brotó de sus labios apenas si fue un jadeo. Y, sin embargo, en aquel fugaz momento Taran tuvo la impresión de que Eilonwy había conseguido acordarse vagamente de quién era. Quizá lo que había intentado gritar fuera su propio nombre… La joven se tambaleó como desgarrada por unas fuerzas terribles que lucharan dentro de ella.

—¡Lee los hechizos! —le ordenó Achren. Y, poco a poco, la luz del Pelydryn se fue haciendo más potente. Todo el Gran Salón empezó a vibrar con un tenue y confuso murmullo, como si el viento hubiera adquirido la capacidad de hablar y estuviera suplicando, exigiendo, dando órdenes… Hasta las mismísimas piedras de Caer Colur parecían capaces de hablar.

—¡De prisa! ¡De prisa! —gritó Achren.

Y, sintiendo una repentina oleada de esperanza, Taran se dio cuenta de que Eilonwy estaba luchando contra el poder que la tenía prisionera. La angustiada joven se hallaba ahora en un lugar donde las amenazas de Achren ya no podían alcanzarla, un sitio donde ninguno de los compañeros podría ayudarla.

Su solitario combate llegó a un brusco final. Eilonwy alzó la esfera dorada y acercó su luz a las páginas vacías. Taran dejó escapar un grito de desesperación.

El Pelydryn de Oro llameó con una potencia nunca vista, y Taran levantó la mano para protegerse los ojos. El Gran Salón se inundó de luz. Gurgi se echó al suelo y se tapó la cabeza con sus velludos brazos. Los compañeros retrocedieron, atemorizados. Y de repente Eilonwy arrojó el libro a las losas del suelo. De las páginas brotó una nube escarlata que se fue convirtiendo en una cortina de fuego tan inmensa que llegaba hasta el techo abovedado del Gran Salón. El libro de hechizos estaba consumiéndose en las llamas que él mismo había creado, pero el fuego no disminuía sino que se hacía cada vez más fuerte, rugiendo y crujiendo, dejando de ser escarlata para adquirir una cegadora claridad blanca. Las marchitas páginas giraron en un torbellino llameante, bailando en el corazón del incendio, y mientras lo hacían las voces susurrantes de Caer Colur, derrotadas, empezaron a gemir. Los cortinajes escarlata de la pequeña estancia se agitaron locamente, devorados por la columna de fuego. El libro se había esfumado, pero las llamas seguían creciendo y creciendo, como si nada pudiera calmar su apetito.

Achren estaba gritando en un frenesí de rabia, su rostro retorcido en una mueca de furia y desesperación. Y Eilonwy, con el Pelydryn de Oro entre sus dedos, se fue encogiendo sobre sí misma y cayó al suelo.

19. La inundación

Gwydion dio un paso hacia adelante.

—¡Tu poder ha llegado a su fin, Achren! —gritó.

La reina se tambaleó con el rostro lívido, giró sobre sus talones y huyó del Gran Salón lanzando chillidos de rabia. Taran corrió hacia Eilonwy y, olvidándose de las llamas, intentó levantar el lacio cuerpo de la joven. Gwydion corrió en pos de Achren. El bardo le siguió con la espada desenvainada. Magg se había esfumado. Gurgi y el príncipe Rhun corrieron hacia Taran para ayudarle. Fflewddur volvió cuando apenas si habían pasado unos segundos. Tenía el rostro gris como las cenizas.

—¡La araña pretende ahogarnos! —gritó—. ¡Magg le ha abierto las puertas al mar!

Y dominando el grito del bardo Taran oyó el trueno de las olas. Caer Colur tembló. Colocó a la inconsciente Eilonwy sobre su hombro y avanzó tambaleándose por entre los escombros. Kaw trazaba círculos frenéticos sobre las torres. Fflewddur les gritaba a los compañeros que avanzasen hacia la entrada, el único sitio desde donde podían tener esperanzas de llegar al bote. Taran le siguió con el tiempo justo de ver, desesperado, cómo las grandes puertas de hierro y madera eran casi arrancadas de sus goznes por los embates del agua. Las puertas acabaron abriéndose, y la marea de agua espumeante se lanzó sobre la isla igual que una bestia famélica.

Más allá de los muros se veía el barco de Achren, con el mástil torcido y las velas agitándose bajo el viento, flotando sobre una gran ola. Los guerreros supervivientes se aferraban a los costados de la embarcación, esforzándose por trepar a ella. Magg estaba de pie en la proa, su rostro deformado por el odio, agitando el puño mientras contemplaba la destrucción de la fortaleza. Los restos del bote de Gwydion giraban locamente entre el oleaje, y Taran supo que con él habían perdido su único medio de escape.

Los muros exteriores se derrumbaron bajo el primer impacto del mar. Los bloques de piedra temblaron empezando a desmoronarse. Las torres de Caer Colur se tambalearon y el suelo osciló bajo los pies de Taran.

La voz de Gwydion se alzó por encima del estruendo, dominándolo.

—¡Salvaos! ¡Caer Colur va a ser destruida! ¡Apartaos de las paredes si no queréis que os aplasten!

Taran vio que el príncipe de Don había trepado al punto más alto del baluarte hacia el que había huido Achren. Logró alcanzarla, e intentó llevársela de allí y salvarla del derrumbe, pero Achren se resistía, golpeándole y arañándole el rostro. Sus alaridos y maldiciones resonaban claramente dominando el ruido de las olas. Gwydion perdió el equilibrio y cayó al suelo mientras que el baluarte se hacía pedazos.

El último fragmento de muro que servía de barrera a las aguas acabó cediendo a sus embates. Una cortina de agua sibilante cubrió el cielo. Taran agarró con más fuerza a Eilonwy. Las olas se abatieron sobre ellos, arrastrándoles. Taran sintió como la espuma salada entraba por su garganta, y el implacable asalto de las aguas casi logró arrancarle de los brazos a la joven inconsciente. Luchó por emerger a la superficie mientras la isla se partía en dos, creando un torbellino que intentaba arrastrarle consigo. Taran luchó contra las aguas, sujetando desesperadamente a Eilonwy, y cuando logró librarse del torbellino se encontró a merced de las olas, que le arrojaban de un lado para otro igual que si fueran caballos salvajes imposibles de controlar.

Giró sobre sí mismo y el mar siguió golpeándole, arrebatándole las fuerzas y el aliento. Pero aún no había perdido la esperanza, pues el oleaje coronado de blanca espuma parecía estar llevándoles, a él y a su frágil carga, cada vez más cerca de la orilla. Aturdido y medio cegado por las aguas verdinegras, Taran logró distinguir fugazmente la playa y las últimas rompientes. Agitó su brazo libre, intentando nadar, pero aquel último esfuerzo hizo que su debilitado organismo le traicionara y Taran se hundió en la oscuridad.

Taran despertó bajo un cielo grisáceo. El gruñido que resonaba en sus oídos no era el del oleaje. Dos inmensos ojos amarillos le devolvieron la mirada. El gruñido se hizo más fuerte. Un chorro de aire cálido le bañó la cara. Cuando pudo ver más claramente distinguió unos dientes muy afilados y un par de orejas peludas. Presa de confusión, se dio cuenta de que estaba tumbado sobre su espalda y que Llyan estaba junto a él, con una enorme zarpa acolchada reposando sobre su pecho. Lanzó un grito de alarma y luchó por liberarse.

—¡Hola, hola!

Y un instante después vio inclinarse sobre él al príncipe Rhun, con una gran sonrisa en su redondo rostro. Fflewddur se encontraba junto a él. El bardo estaba tan empapado como Rhun, y fragmentos de algas colgaban de su amarilla cabellera.

—Calma, calma —le dijo Fflewddur—. Llyan no pretende hacerte daño. Sólo quiere demostrar que te aprecia, aunque a veces tiene formas bastante extrañas de mostrar su afecto. —Dio unas palmaditas en la gran cabeza de la gata y le rascó por debajo de sus potentes mandíbulas—. Vamos, Llyan —le dijo—, sé buena… No te subas encima de mi amigo; todavía no se ha recuperado del todo. Pórtate bien y te cantaré algo tan pronto como las cuerdas de mi arpa se hayan secado.

Fflewddur se volvió nuevamente hacia Taran.

—Tenemos mucho que agradecerle. De hecho, debemos agradecérselo todo… Llyan nos fue sacando de las aguas después de que el oleaje acabara arrastrándose hasta aquí. Si no hubiera sido por ella, me temo que aún seguiríamos en el mar.

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