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Authors: Diana Wynne Jones

Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras

El Castillo en el Aire (3 page)

BOOK: El Castillo en el Aire
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—De ninguna manera —dijo Abdullah, que estaba orgulloso de su espesa y ondulada cabellera. Puso su mano en su cabeza y se quitó lo que resultó ser su gorro para dormir—. Mira —dijo.

—Ah —respondió ella. Su encantadora cara estaba extrañada—. Tu pelo es casi tan bonito como el mío. No lo entiendo.

—Yo tampoco lo entiendo bien —dijo Abdullah—. Será que no has visto a muchos hombres.

—Por supuesto que no —dijo ella—. No seas tonto. ¡Sólo he visto a mi padre! Pero lo he visto mucho, así que sé bien de lo que hablo.

—Pero ¿no sales nunca? —preguntó Abdullah con impotencia.

Ella se rio.

—Sí, he salido ahora. Este es mi jardín nocturno. Mi padre lo hizo para que mi belleza no se arruinara con el sol.

—Me refiero a salir a la ciudad para ver gente —explicó Abdullah.

—Bueno, no, no todavía —admitió ella. Y como si eso le molestara un poco, se giró para alejarse y se sentó en el filo de la fuente. Volviéndose para mirarlo, continuó—: Mi padre dice que después de casarme podré salir y ver la ciudad alguna que otra vez si mi marido me lo permite, pero no será esta ciudad. Mi padre lo está organizando todo para casarme con un príncipe de Ochinstan. Hasta entonces tengo que permanecer dentro de estos muros, por supuesto.

Abdullah había escuchado que algunas personas muy ricas de Zanzib tenían a sus hijas (e incluso a sus mujeres) casi como prisioneras dentro de sus grandes casas. Él había deseado muchas veces que alguien hubiera hecho esto con la hermana de la primera mujer de su padre, Fátima. Pero ahora, en su ensoñación, le parecía que esta costumbre era irrazonable y nada justa con tan encantadora chica. ¡Qué extraño no saber cómo es el aspecto de un hombre joven!

—Perdona mi pregunta, pero ¿es el príncipe de Ochinstan quizá viejo y un poquito feo? —dijo él.

—Bueno —dijo ella, evidentemente no muy segura—, mi padre dice que está en la flor de la vida, justo como él mismo. Pero creo que el problema reside en la naturaleza brutal de los hombres. Si otro me viera antes que el príncipe, mi padre afirma que caería instantáneamente enamorado de mí, y me raptaría, lo cual arruinaría todos los planes, naturalmente. Mi padre dice que la mayoría de los hombres son grandes bestias. ¿Tú eres una bestia?

—Ni lo más mínimo —dijo Abdullah.

—Eso pensaba —dijo ella, y lo miró con gran preocupación—. Tú no me pareces una bestia. Lo que me hace estar bastante segura de que no eres un hombre en realidad. —Ella era evidentemente una de esas personas a las que les gusta aferrarse a una teoría una vez que la han fabricado. Tras considerarlo un momento, preguntó—: ¿Puede ser que tu familia, por razones que desconocemos, te haya inculcado una falsedad desde pequeño?

A Abdullah le hubiera gustado decir que era justo al contrario, pero puesto que eso lo tachaba de maleducado, simplemente agitó su cabeza y pensó en lo generoso que era por su parte el estar tan preocupada por él y cómo la preocupación en su cara la hacía más maravillosa (por no hablar de la manera en que sus ojos brillaban compasivamente en la luz dorada y plateada que reflejaba la fuente).

—Quizá tiene que ver con el hecho de que provienes de un país lejano —dijo ella, y dio unas palmaditas en el filo de la fuente—. Siéntate y háblame de eso.

—Dime tu nombre primero.

—Es un nombre bastante tonto —dijo nerviosa—. Me llamo Flor-en-la-noche.

Era el nombre perfecto para la chica de sus sueños, pensó Abdullah. La miró fijamente con admiración.

—Mi nombre es Abdullah —dijo él.

—¡Incluso te dieron un nombre de hombre! —exclamó con indignación Flor-en-la-noche—. Siéntate y cuéntame.

Abdullah se sentó junto a ella en el borde de mármol y pensó que este era un sueño muy real. La piedra estaba fría. Unas salpicaduras del agua de la fuente empaparon su camisón mientras el dulce olor de agua de rosas de Flor-en-la-noche se mezclaba del modo más realista con los perfumes de las flores del jardín. Y, puesto que estaba en un sueño, eso significaba que aquí las fantasías que imaginaba despierto eran también reales. Así que Abdullah le habló del palacio en el que había vivido como príncipe y de cómo fue raptado por Kabul Aqba y de cómo escapó después al desierto, donde lo encontró el mercader de alfombras.

Flor-en-la-noche le escuchó con lástima.

—¡Qué terrible! ¡Qué agotador! —dijo—. ¿No podría ser que tu padre adoptivo se hubiese aliado con los bandidos para engañarte?

Aunque sólo estaba soñando, Abdullah tenía el sentimiento creciente de estar apelando a su compasión con engaños. Convino con ella que su padre podría haber estado al servicio de Kabul Aqba y después simplemente cambió de tema.

—Volvamos a tu padre y sus planes —dijo—. Me parece poco conveniente que debas casarte con este príncipe de Ochinstan sin haber visto a ningún otro hombre para poder comparar. ¿Cómo vas a saber si lo amas o no?

—Tienes razón —dijo ella—. Eso también me preocupa a mí a veces.

—Entonces te diré qué vamos a hacer —dijo Abdullah—. Supón que vuelvo mañana por la noche y te traigo los dibujos de tantos hombres como pueda encontrar. Así tendrías algo con lo que comparar al príncipe.

Fuese o no fuese un sueño, Abdullah no tenía absolutamente ninguna duda de que volvería mañana, y esta era la excusa apropiada.

Flor-en-la-noche consideró el ofrecimiento, meciéndose dubitativamente hacia delante y hacia atrás mientras sujetaba sus rodillas con las manos. Abdullah casi podía ver filas de hombres gordos, calvos y de grises barbas, desfilando por la mente de la joven.

—Te aseguro —le dijo— que hay hombres de todas las tallas y formas.

—Eso sería muy instructivo —convino ella—. Y al menos me daría una excusa para verte de nuevo. Eres una de las personas más agradables que he conocido nunca.

Abdullah se sintió incluso más determinado a volver al día siguiente. Se dijo a sí mismo que habría sido injusto dejarla en la ignorancia.

—Y yo pienso lo mismo de ti —dijo tímidamente.

En este momento, para desilusión de Abdullah, Flor-en-la-noche se levantó para irse.

—Tengo que volver adentro —dijo—. Una primera visita no debe durar más de media hora, y estoy casi segura de que llevas aquí más del doble. Pero ahora que nos conocemos, puedes quedarte al menos dos horas la próxima vez.

—Gracias, lo haré —dijo Abdullah.

Ella sonrió y se esfumó como un sueño, más allá de la fuente y por detrás de dos arbustos frondosos y florecientes.

Después de aquello, el jardín, la luz de luna y las esencias parecían bastantes insulsas. Abdullah no tenía nada mejor que hacer que tomar de vuelta el camino por donde había llegado. Y allí, en el banco iluminado por la luna, encontró la alfombra. Se había olvidado de ella completamente. Pero puesto que también estaba allí, en el sueño, se recostó sobre ella y se quedó dormido.

Se levantó unas horas más tarde, con la cegadora luz del día entrando a raudales por las rendijas de su puesto. El olor del incienso que llevaba dos días en el aire se le antojaba vulgar y sofocante. De hecho, el puesto entero era anticuado, maloliente y vulgar. Y Abdullah tenía dolor de oído porque su gorro de dormir parecía habérsele caído por la noche. Pero al menos, al buscar el gorro, reparó en que la alfombra no había salido corriendo mientras él dormía. Todavía la tenía debajo. Esto era lo único bueno en lo que de repente se le antojó una vida a todas luces aburrida y deprimente.

Entonces Jamal, agradecido aún por las piezas de plata, gritó desde el exterior que tenía el desayuno listo para los dos. Abdullah retiró gustosamente las cortinas del puesto. Los gallos cacareaban en la distancia. El cielo estaba de un azul brillante e intensos rayos de sol atravesaban el triste polvo y el viejo incienso dentro del puesto. Ni con aquella luz tan fuerte, Abdullah consiguió encontrar su gorro de dormir. Y se sentía más deprimido que nunca.

—Dime, ¿no hay días que te encuentras inexplicablemente triste? —le preguntó a Jamal mientras los dos se sentaban al sol, con las piernas cruzadas para comer.

Jamal le dio tiernamente un pastelito a su perro.

—Yo habría estado triste hoy —dijo— si no hubiese sido por ti. Creo que alguien pagó a esos desdichados para robarme.

Fueron tan concienzudos. Y encima, los guardias me multaron. ¿Te lo dije? Creo que tengo enemigos, amigo mío.

Esto confirmaba las sospechas de Abdullah acerca del extranjero que le había vendido la alfombra, aunque no resultaba de mucha ayuda.

—Quizá —dijo— deberías estar más pendiente de a quién muerde tu perro.

—¡Yo no! —dijo Jamal—. Soy un creyente del libre albedrío. Si mi perro elige odiar a toda la raza humana menos a mí, es libre de hacerlo.

Después del desayuno, Abdullah buscó de nuevo su gorro de dormir. Simplemente no estaba allí. Intentó recordar cuándo fue la última vez que lo llevaba puesto, y resultó que fue al acostarse para dormir la noche anterior, cuando pensaba en llevarle la alfombra al gran visir. El sueño llegó después. Se dio cuenta de que en él llevaba puesto el gorro. Recordó que se lo había quitado para mostrarle a Flor-en-la-noche (¡qué nombre más maravilloso!) que no estaba calvo. A partir de entonces, que él recordara, había llevado el gorro en la mano hasta que se sentó junto a ella en el filo de la fuente. Después de eso, narró la historia de su secuestro por Kabul Aqba, y recordaba con claridad haber gesticulado libremente mientras hablaba y que no tenía el gorro en las manos. Las cosas desaparecían de pronto en los sueños, eso lo sabía, pero las pruebas apuntaban a que se le había caído al sentarse. ¿Sería posible que lo hubiera dejado en la hierba junto a la fuente? En tal caso...

Abdullah se quedó clavado en el centro del puesto, mirando los rayos de sol que, extrañamente, no le parecían ya llenos de escuálidas motas de polvo e incienso. En lugar de eso, eran puros fragmentos de oro.

—¡No fue un sueño! —dijo Abdullah.

De algún modo, su depresión había desaparecido. Incluso le resultaba más fácil respirar.

—¡Fue real! —dijo.

Se quedó pensativo mirando la alfombra mágica. Ella también había estado en el sueño, en tal caso...

—Eso quiere decir que me transportaste al jardín de algún hombre rico mientras dormía —le dijo—. Quizá te hablé y en sueños te ordené hacerlo. Seguramente. Pensaba en jardines. Eres incluso más valiosa de lo que yo creía.

En el que Flor-en-la-noche descubre varios hechos importantes

Abdullah volvió a atar cuidadosamente la alfombra alrededor del poste central y salió al Bazar, donde buscó el puesto del más hábil de los diversos artistas que comerciaban allí.

Tras las habituales cortesías iniciales, en las que Abdullah llamó al artista príncipe del lápiz y hechicero con las tizas y el artista replicó llamando a Abdullah crema de los clientes y duque del discernimiento, Abdullah dijo:

—Quiero dibujos de cada tamaño, forma y tipo de hombre que hayas visto nunca. Dibújame reyes y pobres, mercaderes y obreros, gordos y delgados, jóvenes y viejos, guapos y feos, y también hombres corrientes. Si no conoces alguno de estos tipos, te pido que te los inventes, oh, parangón de los pinceles. ¡Y si tu invención falla, lo que considero improbable, oh, aristócrata de los artistas, entonces todo lo que necesitas es volver tus ojos hacia el mundo, observar y copiar!

Abdullah extendió un brazo y señaló a la bulliciosa y rauda multitud que compraba en el Bazar. Casi se le saltaron las lágrimas con el pensamiento de que su paisaje diario era algo que Flor-en-la-noche no había visto jamás.

Con cierta reserva el artista se llevó la mano bajo su desaliñada barba.

—Claro, noble admirador de la humanidad —dijo—. Puedo hacerlo fácilmente. Pero ¿podría la joya del juicio explicarle a este humilde dibujante para qué necesita tantos retratos de hombres?

—¿Por qué motivo querría saber eso la corona y diadema de la mesa de dibujo? —preguntó Abdullah, bastante consternado.

—Ciertamente, el capitán de los clientes entenderá que este deshonesto gusano necesita saber qué medio usar —respondió el artista—. De hecho, no es sino simple curiosidad lo que siento acerca de este encargo extremadamente inusual. El que pinte al óleo en madera o lienzo, a lápiz en papel o pergamino, o incluso en un fresco sobre un muro dependerá de lo que esta perla entre los patrones desee hacer con los retratos.

—Ah, papel, por favor —dijo Abdullah rápidamente. No tenía deseos de hacer público su encuentro con Flor-en-la-noche. Estaba claro que el padre de la muchacha debía ser un hombre muy rico que sin duda se opondría a que un joven mercader de alfombras le mostrase otros hombres que no fuesen el príncipe de Ochinstan—. Los retratos son para un inválido que nunca ha podido salir al extranjero como hacen otros.

—Así que eres un alma caritativa —dijo el artista, y decidió dibujar los retratos por una suma sorprendentemente pequeña—. No, no, hijo de la fortuna, no me lo agradezcas —añadió cuando Abdullah intentó expresar su gratitud—. Mis motivos son tres. Primero, conservo muchos retratos que he hecho por el mero gusto de dibujarlos, y cobrarte por esos no sería honesto puesto que los habría hecho de todas maneras. Segundo, la tarea que me pones es diez veces más interesante que mi trabajo habitual, que consiste en hacer retratos de mujeres jóvenes o de sus novios, o de caballos y camellos, a los que tengo que dibujar hermosos, carentes de realidad, o me dedico a pintar filas de empalagosos niños cuyos padres desean que parezcan ángeles, de nuevo faltos de realidad. Y mi tercer motivo es que creo que estás loco, el más noble de entre todos los clientes, y explotarte traería mala suerte.

Casi inmediatamente se supo por todo el Bazar que el joven Abdullah, el mercader de alfombras, había perdido la razón y que compraría cualquier retrato que estuviese en venta.

Esto resultó ser un gran incordio para Abdullah. Durante el resto del día fue interrumpido constantemente por personas que llegaban con largos y floridos discursos acerca del retrato de su abuela, del que sólo la pobreza les había inducido a separarse, o ese retrato del camello de carreras del sultán que resulta que se cayó de la parte trasera de una carreta, o el relicario que contenía un retrato de la hermana de alguien. Le llevó mucho tiempo a Abdullah librarse de esta gente. Lo que hizo, por supuesto, que la gente siguiera viniendo (y en diversas ocasiones compró una pintura o un dibujo si el retratado era un hombre).

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