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Authors: Diana Wynne Jones

Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras

El Castillo en el Aire (5 page)

BOOK: El Castillo en el Aire
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—¿Qué es lo que quieres, Hakim? —gritó con cansancio.

—¡Hablarte, por supuesto! —le gritó a su vez Hakim—. ¡Urgentemente!

—Aparta entonces las cortinas y entra —dijo Abdullah.

Hakim insertó su rechoncho cuerpo entre las cortinas.

—Debo decir que si esta es toda tu seguridad, hijo del esposo de mi tía —dijo—, no opino muy bien de ella. Cualquiera podría entrar y sorprenderte mientras duermes.

—El perro que hay fuera me advirtió de que estabas aquí —dijo Abdullah.

—¿Y eso de qué te sirve? —preguntó Hakim—. ¿Qué harías si yo resultase ser un ladrón? ¿Estrangularme con una alfombra? No, no puedo aprobar tu sistema de seguridad.

—¿Qué querías decirme? —preguntó Abdullah—. ¿O has venido sólo para poner faltas como siempre?

Hakim se sentó con porte en una pila de alfombras.

—No muestras tu escrupulosa y habitual educación, primo político —dijo—. Si el hijo del tío de mi padre estuviese aquí para escucharte, no estaría contento.

—¡No tengo que responder ante Assif por mi comportamiento ni por nada! —dijo Abdullah bruscamente. Estaba definitivamente abatido. Su alma gritaba por Flor-en-la-noche, y no podía conseguirla. No tenía paciencia para nada más.

—Quizá no debería molestarte con mi mensaje —dijo Hakim levantándose arrogantemente.

—¡Bien! —dijo Abdullah. Y se fue a la parte de atrás de la tienda a lavarse.

Pero estaba claro que Hakim no se iba a ir sin entregar su mensaje. Cuando Abdullah regresó, todavía estaba allí.

—Harías bien en cambiarte de ropa y visitar un barbero, primo político —le dijo a Abdullah—. Ahora mismo no pareces una persona adecuada para visitar nuestro emporio.

—¿Y por qué debería visitarlo? —preguntó Abdullah, algo sorprendido—. Todos vosotros dejasteis claro hace tiempo que no soy bienvenido allí.

—Porque —dijo— la profecía realizada en tu nacimiento ha aparecido en una caja que durante mucho tiempo pensamos que contenía incienso. Si te presentas en el emporio con la apariencia correcta, esta caja será puesta en tus manos.

Abdullah no tenía el más mínimo interés en la profecía. Ni veía porqué tenía que ir él mismo a recogerla cuando podía haberla traído fácilmente Hakim. Estaba a punto de rechazar la invitación cuando se le ocurrió que si conseguía esa noche murmurar la palabra correcta en sueños (algo que le parecía seguro, pues ya lo había hecho dos veces), él y Flor-en-la-noche, con toda probabilidad, se fugarían juntos. Un hombre debería ir a su propia boda correctamente vestido y lavado y afeitado. Así que ya que tenía que ir de todas maneras a los baños y a la barbería, de vuelta bien podía dejarse caer y recoger la tonta profecía.

—Muy bien —dijo—. Esperadme dos horas antes del atardecer.

Hakim frunció el entrecejo.

—¿Por qué tan tarde?

—Porque tengo cosas que hacer, primo político —explicó Abdullah. El pensamiento de su pronta escapada le regocijaba tanto que sonrió a Hakim y se inclinó con extrema educación—. Aunque las ocupaciones de mi vida me dejan poco tiempo libre para obedecer tus órdenes, allí estaré, no temas.

Hakim continuó frunciendo el entrecejo y, cuando se giró para mirar a Abdullah por encima del hombro, todavía tenía el ceño en su frente. Estaba claramente descontento y desconfiaba de Abdullah, a quien esto no podría haber importado menos. Tan pronto como Hakim se perdió de vista, le dio alegremente a Jamal la mitad del dinero que le quedaba para que guardase su puesto durante el día. A cambio, no tuvo más remedio que aceptar, del cada vez más agradecido Jamal, un desayuno que incluía cada una de las especialidades de su puesto. La emoción le había quitado el apetito. Había tanta comida que, para no herir los sentimientos de Jamal, Abdullah le dio en secreto la mayoría a su perro; lo hizo con cautela porque el perro era ladrador y también mordedor. Sin embargo, el perro parecía compartir la gratitud de su amo. Sacudía su cola educadamente, se comió todo lo que le dio Abdullah y después intentó chuparle la cara.

Abdullah esquivó esa muestra de educación. El aliento del perro estaba cargado con el perfume de los calamares rancios. Le dio unas palmaditas con cautela en su rugosa cabeza, dio las gracias a Jamal y se alejó rápidamente hacia el interior del Bazar. Allí invirtió el dinero que le quedaba en el alquiler de un carrito. Cargó el carro cuidadosamente con sus mejores y más raras alfombras (la floral de Ochinstan, la brillante esterilla del Inhico, las doradas alfombras de Farqtan, las de gloriosos estampados procedentes del profundo desierto y el par idéntico del lejano Thayack) y las empujó a lo largo de los grandes puestos del centro del Bazar, donde comerciaban los más ricos mercaderes. A pesar de su excitación, Abdullah estaba siendo práctico. El padre de Flor-en-la-noche era evidentemente muy rico. Nadie salvo el más adinerado entre los hombres podría permitirse la dote del matrimonio con un príncipe. Así que estaba claro para Abdullah que Flor-en-la-noche y él deberían irse muy lejos, o el padre podría hacerles cosas bastante desagradables. Pero también estaba claro para Abdullah que Flor-en-la-noche estaba acostumbrada a tener lo mejor de todo. Ella no sería feliz apretándose el cinturón. Así que Abdullah tenía que tener dinero. Se inclinó ante el mercader más opulento de los puestos ricos y habiéndolo llamado tesoro entre los comerciantes y el más majestuoso de los mercaderes, le ofreció la alfombra floral de Ochinstan por una suma verdaderamente tremenda.

El mercader había sido amigo del padre de Abdullah.

—¿Y por qué, hijo del más ilustre del Bazar —preguntó— desearías alejarte de la que es, por su precio, seguramente, la gema de tu colección?

—Estoy diversificando mi negocio —le dijo Abdullah—. Como tal vez hayas oído, he estado comprando pinturas y otras formas de arte. Para hacer sitio a esas cosas estoy forzado a deshacerme de mis alfombras menos valiosas. Y se me ocurrió que un vendedor de alas celestiales como tú podría considerar ayudar al hijo de su antiguo amigo quitándole de las manos esta miserable cosa floreada, a un precio de ganga.

—El contenido de tu puesto debería ser selecto también en el futuro —dijo el mercader—, déjame ofrecerte la mitad de lo que pides.

—Ah, el más sagaz de los hombres sagaces, incluso una ganga cuesta dinero —dijo Abdullah—. Pero por ti, reduciré en dos de cobre mi precio.

Fue un largo, caluroso día. Pero al principio de la tarde Abdullah había vendido sus mejores alfombras por casi el doble de lo que había pagado por ellas. Consideró que ahora tenía suficiente dinero para mantener a Flor-en-la-noche en un lujo razonable durante unos tres meses. Después de eso esperaba que algo ocurriera o que la dulzura de su naturaleza la reconciliara con la pobreza. Se fue a los baños. Se fue al barbero. Llamó al fabricante de perfumes y se perfumó con aceites. Luego volvió a su puesto y se vistió con sus mejores ropas. Aquellas ropas, como las de la mayoría de los mercaderes, disponían de varios huecos, astutamente situados, fragmentos de bordados y trenzas ornamentales enroscadas que no eran ni mucho menos adornos, sino monederos, inteligentemente escondidos. Abdullah distribuyó el oro recién ganado en esos escondites y por fin estuvo listo. Se dirigió sin muchas ganas al viejo emporio de su padre. Se dijo a sí mismo que esto le ayudaría a pasar el tiempo hasta la huida.

Era un curioso sentimiento, subir los pequeños escalones de cedro y entrar en el lugar donde había pasado tanto tiempo durante su infancia. El olor a madera de cedro y especias en el peludo, aceitoso perfume de las alfombras era tan familiar que si cerraba los ojos podía imaginar que tenía diez años de nuevo y que jugaba tras una alfombra enrollada mientras su padre regateaba con un cliente. Pero con los ojos abiertos, la ilusión se esfumaba. La hermana de la primera mujer de su padre tenía una lamentable afición por el púrpura brillante. Los muros, las celosías, las sillas para los clientes, la mesa de la caja, e incluso la caja registradora habían sido pintados con el color favorito de Fátima. Fátima salió a su encuentro vestida del mismo color.

—¡Vaya, Abdullah! ¡Qué pronto has llegado y qué elegante vienes! —Y por su forma de decirlo se entendía que ella esperaba que llegase tarde y andrajoso.

—¡Se diría que se ha vestido para su boda! —dijo Assif, acercándose también con una sonrisa en su delgada y malhumorada cara.

Era tan raro ver sonreír a Assif que Abdullah pensó por un momento que en realidad le había dado un tirón en el cuello y que aquello era una mueca de dolor. Entonces Hakim se rio por lo bajo, y Abdullah se dio cuenta de lo que Assif acababa de decir. Para su irritación, comprobó que estaba furiosamente ruborizado. No tuvo más remedio que inclinarse educadamente para ocultar su rostro.

—¡No hay necesidad de poner colorado al chico! —gritó Fátima. Eso, por supuesto, empeoró el azoramiento de Abdullah—. Abdullah, ¿qué es ese rumor que hemos oído de que de repente estás planeando dedicarte a las pinturas?

—Y vender lo mejor de tu mercancía para hacer sitio a las pinturas —añadió Hakim.

Abdullah dejó de ruborizarse. Supuso que lo habían mandado llamar para criticarlo. Y se convenció por completo cuando Assif añadió en tono acusador:

—Nuestros sentimientos están un poco heridos, hijo del marido de la sobrina de mi padre, ya que no has considerado que podríamos haberte hecho un favor quitándote de encima algunas alfombras.

—Querida parentela —dijo Abdullah—, ni por asomo se me ocurriría venderos mis alfombras. La idea es sacar provecho y yo no podría estafaros a vosotros, a los que mi padre amó. —Se sentía tan irritado que se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero descubrió que Hakim había cerrado y atrancado las puertas silenciosamente.

—No hace falta dejar abierto —dijo Hakim—. Estamos en familia.

—¡Pobre chico —dijo Fátima—, nunca antes ha tenido tanta necesidad de una familia para mantener su mente en orden!

—Así es —dijo Assif—. Abdullah, en el Bazar se rumorea que te has vuelto loco. Eso no nos gusta.

—Lo cierto es que ha estado comportándose de manera rara —convino Hakim—. Nos disgusta que se asocie toda esa palabrería con una familia respetable como la nuestra.

La cosa era peor de lo habitual. Abdullah dijo:

—A mi mente no le pasa nada raro. Sé lo que estoy haciendo. Y si cumplo mi propósito, probablemente mañana dejaré de daros motivos para criticarme. Mientras tanto, Hakim me dijo que viniera porque habéis descubierto la profecía de mi nacimiento. ¿Es así o se trataba meramente de una excusa?

Abdullah nunca había sido tan grosero con la familia de la primera mujer de su padre, pero ahora estaba lo suficientemente enfadado como para sentir que lo merecían.

Sin embargo, por extraño que parezca, en lugar de enfadarse con Abdullah, los tres parientes de la primera mujer de su padre empezaron a correr entusiasmados alrededor del emporio.

—¿Dónde está esa caja? —dijo Fátima.

—¡Encuéntrala, encuéntrala! —dijo Assif—. Contiene las mismísimas palabras pronunciadas por la adivina que su pobre padre llevó a la cabecera de la cama de su segunda mujer, una hora después del nacimiento de Abdullah. ¡Debe verlo!

—Escrito por el puño y letra de tu padre —dijo Hakim a Abdullah—. El más grande tesoro para ti.

—¡Aquí está! —dijo Fátima triunfalmente sacando de un alto estante una caja de madera tallada. Le dio la caja a Assif y este la lanzó a las manos de Abdullah.

—¡Ábrela, ábrela! —gritaron los tres ansiosamente.

Abdullah puso la caja en la mesa púrpura e hizo saltar el cierre. La tapa se abrió, dejando salir un olor rancio del interior que estaba completamente vacío aparte de un ensobrado y amarillento papel.

—¡Sácalo! ¡Léelo! —dijo Fátima visiblemente emocionada.

Abdullah no entendía a qué venía tanto alboroto, pero sacó el papel del sobre. Tenía unas líneas escritas, cobrizas y desvaídas, que eran definitivamente de su padre. Se volvió hacia la lámpara colgante con el papel. Ahora que Hakim había cerrado las puertas principales, los reflejos púrpura de todo el emporio hacían que fuese más difícil ver allí dentro.

—Casi no puede ver —dijo Fátima.

—No me extraña —dijo Assif—. No hay luz. Llévalo a la habitación de atrás. Allí los postigos elevados están abiertos.

Él y Hakim agarraron a Abdullah de los hombros y lo empujaron hacia la parte de atrás de la tienda, metiéndole prisa. Abdullah estaba tan ocupado intentando leer la pálida y garabateada escritura de su padre que dejó que lo empujaran hasta que estuvo situado bajo los grandes postigos de lamas de la sala de estar, al fondo del emporio. Mucho mejor. Ahora comprendió porque había decepcionado tanto a su padre. El texto decía:

He aquí las palabras de la sabia adivina: Este hijo tuyo no continuará tu oficio. Dos años después de tu muerte, siendo todavía un hombre muy joven, se alzará sobre todos los demás en esta tierra. Así como el destino lo decreta, yo he hablado.

La dicha de mi hijo es una gran decepción para mí. Ojalá el destino me mande otros hijos que puedan continuar mi oficio o habré gastado en balde cuarenta piezas de oro en esta profecía.

—Como puedes ver, te espera un grandioso futuro, querido chico —dijo Assif.

Alguien soltó una risita.

Abdullah levantó los ojos del papel, un poco perplejo. Parecía haber mucho perfume en el ambiente.

Volvió a escuchar la risita. Dos risitas.

Los ojos de Abdullah se abrieron de par en par. Sintió que se le salían de las órbitas. Dos mujeres extremadamente gordas permanecían frente a él. Se encontraron con su mirada y rieron de nuevo tontamente, con timidez. Ambas estaban vestidas de etiqueta con satén brillante y gasa abombada (rosa la de la derecha, amarilla la de la izquierda) y cargaban más colgantes y pulseras de lo que parecía posible. Además, la de rosa, que era la más regordeta, tenía una perla colgando en su frente, justo debajo de su pelo cuidadosamente rizado. La de amarillo, que simplemente era menos rellena que la otra, llevaba una especie de tiara ámbar y su pelo estaba aún más rizado. Las dos llevaban un montón de maquillaje, lo que, en ambos caso, era un severo error.

Tan pronto como estuvieron seguras de haber logrado la atención de Abdullah (y realmente la habían logrado, él estaba absolutamente horrorizado), cada muchacha se quitó un amplio velo de sus hombros (un velo rosa la de la izquierda y un velo amarillo la de la derecha) y se cubrieron castamente con ellos la cabeza y la cara.

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