El cebo (16 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: El cebo
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El hombre hizo crujir frente a ella los billetes. Entonces sacó la otra mano.

—Y aquí tengo una tarjeta con un número de teléfono. Es una clínica privada. Puedes llamar y pedir cita diciendo que vas en mi nombre. Nada de listas de espera, ni cinco minutos para cada paciente, ni pastillas para que aguantes a solas. Te tratarán como a una reina, te quitarán la abstinencia, te curarán. Puedes llevarte una de las dos cosas. —Movió ambas manos, mostrando los euros en una y la tarjeta en la otra, como un mago—. Tú eliges: seguir comprando porquería y arruinándote la vida, o acabar con el vicio y darle un nuevo rumbo a tu existencia, desmentir a esos vecinos «respetables» que afirman que sois ganado, miseria humana...

La chica se había quedado mirándolo, totalmente absorta. Los mechones de su cabello oscuro rebosaban fuera de la gorra de lana como una capucha, y la quincallería que colgaba de su cuello destellaba cuando movía el delgado pecho con los jadeos.

—¿Por... por qué hace esto? —preguntó.

El se limitó a encogerse de hombros. La chica lo miró una vez más, y de improviso, con un veloz gesto de culebra, cogió el dinero y se alejó corriendo. Fue un visto y no visto. El hombre sonrió, guardó la tarjeta —que no era de ninguna clínica sino de un salón de
fitness
— y tuvo que reprimir un acceso de hilaridad al pensar que el dinero que la chica se había llevado era de ella misma: un par de billetes arrugados de cinco euros que él le había quitado del bolsillo de la cazadora durante el forcejeo. «Tú robas, yo robo», pensó. Se dijo que tenía futuro como carterista. Pero, tras la diversión de la pequeña broma, dedicó un instante a reflexionar, meneando la cabeza. Por supuesto, había sabido desde el principio lo que ella iba a elegir. ¿Acaso podía esperarse que aquella ladronzuela colgada optara por mejorar su suerte? Así eran las cosas, y así habían sido siempre: oro antes que plomo, apariencia antes que sinceridad, los cofres de Porcia. «Madrid, a la altura del resto de metrópolis hipócritas», se dijo.

Percibió primero el arañazo de la mano, que ya sangraba, y trató de calmarse recordando que en casa tenía todo lo necesario para la desinfección. Regresó a por las bolsas, volvió al coche, las guardó en el maletero, y, antes de dirigirse al almacén a recoger la carretilla hidráulica sintió la tentación de comprobar si todo estaba en orden en su magnífico vehículo.

Y entonces lo vio. El
otro
arañazo, esta vez en la carrocería de azul cromado, junto al manillar de la portezuela, oblicuo, no muy largo pero visible, sin duda la huella de alguna herramienta utilizada por manos torpes y nerviosas de toxicómano.

La casa se hallaba en la sierra, rodeada de bosque. «Soledad y naturaleza cerca de la capital», decía el anuncio de la agencia que hizo que se fijara en ella. Era un antiguo pabellón de caza que había pertenecido a una familia aristocrática, y lo único que el hombre conservaba de la vieja decoración era un taburete que tenía en el primer sótano. A veces colocaba sobre él la ropa desgarrada.

El hombre condujo en meditabundo silencio, solo distraído por el continuo ronroneo del motor. Aquel silencio le hizo recordar su propia biblioteca, cuyas estanterías llegaban hasta el techo, y, por pura asociación de ideas, a una estudiante de filología con gafas redondas que había conocido dos meses atrás. Se fijó en que el cielo estaba lleno de nubes grises otra vez —todo el fin de semana había sido igual— y esa noche también llovería. La luz poseía cierta sucia cualidad, como si pasara a través de un fondo de botella.

Un suelo de hojas otoñales crepitó mientras aparcaba frente a la amplia entrada. A la izquierda se hallaba la puerta del garaje, que albergaba otros dos coches y varias máquinas de pintura automática y manipuladores de carrocería, pero, tras sacar las bolsas y dejar la carretilla nueva cerca de dicha puerta, el hombre utilizó la entrada principal y encendió las luces del comedor moviendo la mano en el aire. En el interior reinaba un silencio pulcro con olor a diversas mezclas de abrillantadores de madera y ambientadores. La nueva chica de la limpieza, que era de Ciempozuelos y cobraba por horas, estaba resultando bastante eficiente. La anterior, una señora mayor, rumana, contratada desde que el hombre tenía la casa, lo había llamado un par de semanas antes, llorando, para decirle que un hijo suyo estaba gravemente enfermo y que sentía mucho tener que ausentarse unos días para marchar a su país. «Serán solo dos días», dijo. La pobre mujer parecía tan afectada por interrumpir el trabajo como por lo sucedido con su hijo, y el hombre intentó tranquilizarla. No había ningún problema, podía tomarse el tiempo que quisiera, lo importante era la salud de su hijo. En cuanto colgó, el hombre bloqueó las llamadas de los teléfonos de aquella mujer, borró sus números y habló con una agencia para conseguir una chica nueva que se incorporase al día siguiente. Cuando la rumana logró localizarle, tras una semana de infructuosos intentos en varios teléfonos, él le dijo que estaba despedida.

La nueva chica era muy buena, lo bastante tonta para carecer de curiosidad, lo bastante lista como para no joderlo con hijos enfermos.

—¿Hola? —dijo el hombre en voz alta—. Estoy aquí. ¿Hola? ¿Ayudante?

Pero no recibió respuesta.

Su «ayudante», como él lo había bautizado —el nombre gustaba a ambos—, no se encontraba en aquella planta. «Estará abajo», pensó.

Silbando la tonada de una vieja película, entró en su dormitorio, dejó las bolsas en el suelo y pasó al cuarto de baño. Allí se lavó cuidadosamente el arañazo con dos clases de jabón. Luego orinó y estuvo un rato jugando con el pene: lo estiró entre el índice y el pulgar frotando el glande con el primero hasta sentir que se endurecía. Con el miembro aún fuera del pantalón, regresó al dormitorio y se desnudó íntegramente, arrojando toda la ropa al suelo: chaqueta de esquiador, jersey, camiseta, pantalones de lana, botas, calcetines, hasta el reloj con ordenador de pulsera.

Entonces comenzó a gritar.

Abrió mucho la boca y arrojó saliva. Las venas del cuello se le hincharon y la cara se le enrojeció. Lo hizo frente a la pared, adoptando la actitud de quien desafía a su oponente a un duelo salvaje donde todo está permitido. Sin dejar de aullar, alzó los puños y los descargó una, dos, tres, cuatro veces contra el tabique. Sintió dolor, pero no el suficiente. La chica, el arañazo de la mano, el de la carrocería... imágenes que daban vueltas ante sus ojos. ¿Sabes lo que eres?
¿Sabes lo que eres?

Los gritos y puñetazos cesaron, pero aún se sentía furioso. Giró hacia la cama, cuidadosamente hecha, como él exigía, arrancó el cobertor y las sábanas, quitó la funda de las almohadas y empezó a rasgar la tela. A sus pies cayeron algo así como pétalos gigantescos de diversos colores. Eso le hizo recordar que tenía que inventar un sistema más fácil para deshacerse de la ropa tras pasarla por el escáner de limpieza, ya que le costaba llevarla a la incineradora desde el primer sótano, con el consiguiente riesgo de dejar atrás cualquier pequeña prenda o etiqueta o trozo de retal. También afloró otro recuerdo súbito: un día, cuando contaba doce años de edad, en que un compañero de clase le pintarrajeó un cuaderno.

De repente se sintió bastante bien. Le dolían las manos, pero comprobó que no se había hecho daño con los puñetazos. Abrió el armario, cogió un albornoz de baño color habichuela y se lo puso. La cama estaba hecha un desastre, y no podía dejarla así para que la chica de la limpieza la viera al día siguiente, pero decidió arreglarla luego. Volvió a cargar con las bolsas y salió descalzo y en albornoz del dormitorio. Antes de proseguir su recorrido se detuvo un instante en la puerta del otro dormitorio. Se trataba de un cuarto cuya decoración era incluso más minimalista que la del suyo. Se aseguró de que se hallaba vacío. «Está abajo», pensó, ya con seguridad.

Atravesó el salón y la cocina y accedió al garaje. Le gustó realizar descalzo y desnudo bajo el albornoz toda la operación de abrir la gran puerta electrónica, introducir la carretilla hidráulica y volver a cerrarlo todo. Luego se detuvo frente a los tres ordenadores en línea que controlaban los accesos por carretera vía satélite, los bloqueos de la casa, las alarmas y el rastreo de noticias. Abrió las ventanas de este último y leyó lo más reciente acaecido en Madrid: las pesquisas sobre el supuesto «Envenenador» y su supuesta sustancia tóxica no identificada, que no le interesaron, así como las noticias sobre el «asesino de prostitutas», que repasó con cuidado. Se dijo que necesitaba conseguir un multiordenador que le ahorrase el engorro de tener aquellos tres obsoletos portátiles en línea. Pero prefería esperar y encargarlo por piezas para construirlo él mismo: era más barato y dejaba menos rastros. En la vida todo era cuestión de esperar, se dijo, recordando cómo logró emboscar al chico que le había pintado el cuaderno tras una semana entera espiando sus costumbres, y le había roto el cráneo con una barra de acero robada de un taller. No creía ser un Shylock, pero no perdonaba la libra de carne.

Al pensar esto último recordó también que aquella semana le tocaba releer
El mercader de Venecia.
Trataba sobre la Filia de Aspecto, que podía resumirse afirmando que «no es oro todo lo que reluce», como en la elección de cofres de Porcia. Era importante conocer bien al enemigo.

Sosteniendo las bolsas de la compra con una sola mano, desbloqueó la entrada a los sótanos y accedió a la escalera por la que a veces las obligaba a bajar, desnudas, a golpes de correa.

Tras recobrar la calma en el pequeño sótano, el hombre se volvió hacia su ayudante. Le dijo que se detuviera, tendió la mano y tomó el pulso de la chica en la garganta. Aún era fuerte, y con los analgésicos y el Betadine las heridas de pechos y muslos no representarían una amenaza inmediata para su vida. Observó que había bebido suficiente agua. Calculó que podían mantenerla un par de días más.

Se agachó frente a ella y le sonrió, despejándole los cabellos de la cara. La chica, atada con los brazos sobre la cabeza y arrodillada, había dejado de gritar y gemía débilmente, mordiendo las cuerdas que ceñían su rostro.

—¿Sabes lo que eres? —susurró. Un sonido ronco brotó de la joven garganta. Al hombre le recordó un poco a la sudaca ladronzuela del centro comercial—. ¿Sabes lo que eres? — insistió y señaló, divertido, hacia su pecho—. Elige: ¿libra de carne o dinero?

No obtenía ninguna reacción. Era obvio que necesitaban material nuevo.

Se incorporó, y su ayudante se arrodilló de nuevo y siguió con el taladro. Lo manejaba con parsimonia. Parecía aburrido.

El hombre miró la hora en la pantalla del portátil del sótano, que controlaba la máquina de torno. Siete y diez, tiempo de sobra para bajar a Madrid. A por otra.

—Dúchate y cámbiate de ropa —ordenó a su ayudante—. Nos vamos.

12

Confiaba en haber sido elegida. Confiaba en que fueran
ellos.

Me llevaban a gran velocidad por la oscura carretera. El presunto «empleado» iba conmigo en el asiento posterior. Quien conducía, y no paraba de hablar mientras tanto, era el fílico de Holocausto, mi candidato a Espectador. Me echaba alegres vistazos desde el retrovisor al tiempo que llenaba el interior de la cabina con su vozarrón.

—A nosotros nos van las tías que lo aceptan todo... Ah, caramba, ya sabes. Sin inhibiciones. De las que se ponen a cuatro patas y dejan que hagas lo que quieras... ¿Me explico?

—Vamos, Leo —decía mi acompañante—, Elena tiene más clase que eso...

—Bueno, con clase o no, hará lo que queramos. —Sus ojos me sonrieron—. ¿Verdad, guapa?

—Vosotros pagáis, vosotros mandáis.

—Ah, caramba, ¿ves, Pedro? Una chica práctica.

El coche iba cada vez más veloz, como mi pulso. Me sentía tensa, con la boca seca, sin poder pensar en otra cosa que en rogar por no estar equivocada. «Son
ellos.
Tienen que serlo. Lo
son.»
Era domingo por la noche, casi la una de la madrugada, el último día del plazo que Padilla me había concedido. Pensaba en Vera, a quien nadie iba a retener ya a partir de la noche siguiente. Pensaba que el tiempo se me acababa, y que las dos noches anteriores habían sido un completo fracaso. Me aferraba al clavo ardiendo de aquella última posibilidad, porque ya no me quedaban otras opciones.

Me habían elegido en el área de caza de un bar de carretera, mientras yo me ajustaba la correa de una de las botas y apoyaba el tacón en una silla, lo cual era un gesto holocáustico. Eso me hacía pensar que quien dirigía el cotarro era el señor Caramba, y Pedro se dejaba llevar. Intuía que había
algo
en aquella pareja. Me deseaban, eso desde luego. Si las miradas fueran agua, estaría empapada. Y fingían, sobre todo Leo. Sus bravuconadas ocultaban algo más que el simple subidón de la raya de neococa que sin duda se había metido.

—Al final hemos tenido suerte, ¿eh, Pedro?

—Desde luego, Leo.

—Dando vueltas con el coche cuatro jodidas horas sin ver a ninguna que valiera la pena... ¿Qué ha pasado con tus colegas, guapa? ¿Están escondidas?

—Seguro que lo del «asesino de prostitutas» influye, Leo —dijo su amigo.

—Bah, ese tío es un montaje de los periódicos. Yo no me lo creo. ¿Tú sí, nena?

—Elena sabe que con nosotros está segura. —Pedro volvió a contestar por mí.

—Yo no pondría la mano en el fuego. —Leo estalló en risas—. El caso es que, mira, por lo menos dimos con una que parece buena.

—Buena, guapa y seria.

—Demasiado seria, ¿no? Pero, ah, caramba, yo conozco a esta clase de tías... Tan serias al principio, y luego, oye, se dan la vuelta y te lo enseñan todo, ¿eh?

El señor Caramba, mi preferido, parecía formar una sola masa con el pedal del acelerador. No dejaba de apretar este último ni de hablar abriendo mucho la boca y lanzando saliva, con un deje canario que exageraba cada vez más, como si se pasara toda la semana reprimiéndolo. Su cabeza carecía de pelos y casi brillaba como plástico a la incierta luz del interior del Audi. Tenía una perilla bien recortada, y bajo ella dos o tres papadas que hacían pensar que llevaba varias máscaras de goma. Era gordo, pero no descuidado: esa clase de constitución física que, abandonada a sí misma, podía convertirse en una enorme croqueta, pero cuyo propietario intentaba domar con gimnasio, gastronomía «saludable» y quizá taichí practicado con el resto de colegas empresarios.

Y era fílico de Holocausto. Enorme, fogoso, de los que dolía mirar a los ojos porque era como mirar a un perro famélico. Aquel deseo le llevaba a disimular. El señor Caramba hacía estallar fuegos de artificio y mantenía oculto el magma del volcán. Allí, en esa profundidad, podía haber cualquier cosa.

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