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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (6 page)

BOOK: El cebo
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—Creo que con esto nos apañaremos —dijo Elisa sosteniendo varias flores artificiales y algunas cintas de goma—. Perdonad otra vez. —Dejó una sonrisa ruborizada en el aire al marcharse.

—No sabía que hoy hubiese clases teóricas —comenté, una vez a solas con Miguel.

—No son teóricas. Los
perfis
están diseñando nuevas técnicas con el Espectador. Padilla quiere resultados cuanto antes.

Me quedé de una pieza al oírlo.

—¿Padilla va a usar a cebos inexpertos con ese monstruo?

—No, no —repuso Miguel con rapidez—. El «Arthur» está en otro ensayo...

—No me refería al niño.

—Bueno, Elisa no es exactamente menor de edad...

—Hablo de inexpertos, no de menores, Miguel. Sé que Elisa tiene dieciocho años, como Vera. Es una de sus grandes amigas. Pero ¿cuántas cacerías de verdad ha realizado? ¿Dos? ¿Tres? ¿Y qué habrá capturado? ¿A un falsificador de tarjetas de crédito? ¡No está a la altura de alguien como el Espectador!

—Cielo, ese tema se lo dejo a los
perfis.
Mi trabajo consiste en...

—Lo único que me gustaría saber —corté— es por qué nadie me ha dicho que los parámetros del perfil del Espectador han cambiado tanto como para usar a inexpertos.

—Cambian constantemente, cielo. Ese tipo no se parece a nada que hayamos tenido aquí en mucho tiempo... Y todo se hace a nivel confidencial. Yo mismo me enteré ayer de que tenía que entrenar a Elisa y soltarla en las áreas de caza esta noche...

—Dios mío.

—Padilla y Álvarez están obsesionados con ese bicho.

—Yo también —repuse.

—Y ahí es donde te equivocas. —Miguel alzó la voz, pero volvió a suavizarla de inmediato—. Te he dicho mil veces que esta profesión no es cuestión de obsesiones, ni siquiera de emociones...

—Esta profesión ya no es
mi
profesión. Y no te hagas el maestro conmigo.

Nos callamos, y me arrepentí de mi dureza.

—Lo siento —dije.

—No, no pasa nada.

—No quería hablarte así.

—No, no, de veras, no pasa nada, cielo. Lo que ocurre es que tengo la impresión de que... Bueno, de que has dejado el teatro demasiado pronto.

Hubo un silencio. Miguel agregó:

—Le diré a Padilla que te asigne solo la cacería del Espectador... Cuando lo atrapemos, podrás retirarte a gusto.

Aquella inesperada propuesta reavivó mi enojo.

—Eso es absurdo. Tú has sido el que más ha insistido para que lo deje todo. Partir desde cero, vivir con tu sueldo un tiempo... ¿No era esa toda la historia?

—Y lo sigue siendo.

—¿Pero?

—Pero no quiero que te pases el resto de la vida con esa espina clavada... Está claro que sigues dándole vueltas al tema, quieres cazarlo... Bien, adelante. No me gusta, pero menos aún que lo dejes después de hacer un falso positivo...

—El falso positivo no ha tenido nada que ver. —Apreté los dientes—. Lo he dejado porque tú me lo pedías. ¿No querías mantenerme?

Todo rastro de dulzura se borró por completo de su semblante. «Otra vez la has cagado, Diana», me reproché.

—No, no quiero mantenerte, y me ofende que digas eso —repuso Miguel—. Quiero que dejes el trabajo, sí, pero si tuvieras cualquier otra profesión, no te lo pediría.

Sabía a qué se refería, y no dije nada. Pese a ello, no me gustaba que me protegiera tanto. Su preocupación por mí era como el roce de algo suave contra una zona muy sensible de mi cuerpo: al mismo tiempo agradable y molesto.

—¿Sabes? —prosiguió—. Padilla visitó hace poco a Claudia Cabildo... Me contó cómo estaba... —Bajó la cabeza y durante un instante solo contemplé su cabello grisáceo—. Yo pensé que... que no quería que te convirtieras en
eso
por nada del mundo, si es que tienes la mala suerte de sobrevivir a algo así... No quiero que sigas, Diana. Y ahora menos que nunca...

A Claudia Cabildo la había capturado un
psico
llamado Renard tres años atrás. Yo también la visitaba de vez en cuando, y sabía lo que Renard le había hecho. En aquel momento no quería recordarlo.

Respiré hondo en la pausa que siguió y suavicé la voz.

—No voy seguir, Miguel. Tomé una decisión. He dicho que lo dejo, y eso es lo que haré. Supongo que lo que me ocurre es que necesito tiempo para asumirlo...

—Hablas como si se tratara de una ruptura amorosa —ironizó.

Pensé un instante en aquello. No se me había ocurrido verlo de esa forma.

—Creo que era Víctor Gens quien decía que abandonar a alguien a quien odias es como abandonar a quien amas —repuse—: ambas cosas te crean un vacío.

—Víctor Gens era un guarro.

Me eché a reír.

—Tú no te quedas atrás —dije, pensando que era imposible no amar al hombre que te hace reír cuando te sientes tan mal—. Creo que podré vivir sin ser cebo, si me ayudas.

A veces tenía la sensación de que protagonizaba una obra romántica, muy ingenua, muy vacua. Cuando nos abrazamos en ese instante me ocurrió así, incluso imaginé que podía sonar alguna clase de música. Me sentía amada y confortada, a resguardo en aquel pecho fuerte, envuelta por sus brazos como por un manto de seda, pero a la vez tonta y débil, como si una parte de mí no estuviera conforme con aquella entrega. Un perro que se dejaba acariciar el vientre, pero que también tenía ganas de morder.

Cuando dejamos de abrazarnos, Miguel pareció sufrir un ataque de timidez. Fingió observar la cubierta de un holovídeo que había dejado en la estantería cuando entramos en la «habitación de la sinceridad», un ensayo de Altea, uno de los más atroces sobre máscara de Inocencia que se habían hecho jamás, con el uso de cebos involuntarios y auspiciado por el FBI. Recordé que Gens añadía: «Lo hicieron cuando el FBI era una institución seria». Me pregunté, no por primera vez, si el cambio de trabajo de Miguel lo había convertido a él también en una «institución seria». Llevaba ya más de dos años en su actual puesto, tras retirarse como cebo a una edad, los cuarenta, en que la mayoría de nosotros estábamos muertos o habíamos «caído al foso», si no nos habíamos retirado antes. Sin embargo, Miguel no parecía afectado por sus experiencias.

Entonces dejó de mirar el holovídeo y se volvió hacia mí.

—Hay... algo más, Diana. Padilla no ha querido contártelo... —Lo que vi en sus ojos hizo que me estremeciera. Agregó, tragando saliva—: Es sobre tu hermana.

5

Resulta difícil moverse libremente por Los Guardeses, como por cualquier otro teatro de la policía. No es que haya una vigilancia sofisticada, con agentes armados y complejos aparatos electrónicos, que por otra parte son inútiles, ya que la tecnología más avanzada puede ser superada por otra nueva y los hombres mejor entrenados son fácilmente abatidos por hombres aún mejores. El edificio en sí tampoco tiene nada de especial: es una finca rústica a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Madrid, de paredes de piedra, dos plantas y un extenso sótano. Cuando hay ensayos se llena de coches y varios camiones que aparcan a la entrada, y al acabar el trabajo todo el mundo se larga y no queda ni rastro de lo que han hecho, salvo quizá los objetos de la «habitación de la sinceridad» y algún mobiliario disperso. Un visitante casual pensaría que se está rodando una película. A la entrada, en el aparcamiento, un simple vigilante de seguridad pide algún tipo de identificación tras un saludo ceremonioso, nada más. Ni perros guardianes, ni francotiradores, ni alambradas. Y sin embargo, como en el cuento de Cortázar, pobre del desgraciado que quiera entrar en la «casa tomada» de un teatro durante un ensayo con cebos.

Pese a todo, cuando Miguel terminó de hablar, apreté los dientes, di media vuelta y salí de la «habitación de la sinceridad» sin decir media palabra, ignorando sus llamadas y el paso de colegas y técnicos a mi alrededor. Manteniendo la vista en el suelo, como solemos movernos en los teatros, sin mirar a nadie ni hablar con nadie, crucé el vestíbulo y antes de llegar al salón de ocio (un cuarto grande con una mesa de ping-pong, algunos aparatos para hacer deporte y un dispensador portátil de bebidas no alcohólicas), torcí hacia la escalera que llevaba a los escenarios del sótano. En la pizarra de la puerta, al pie de la escalera, estaba escrita la máscara que en aquel momento se ensayaba: Orgía. «Suena bien», había añadido algún gracioso con letra apresurada debajo. Yo no era fílica de Orgía, pero ciertos gestos de aquella máscara podían perturbarme, de modo que agradecí el aviso. Empujé la puerta y entré en la oscuridad.

Había cuatro escenarios iluminados con un par o tres de cebos en cada uno. Los menores de edad ocupaban uno, y en los otros tres había adultos jóvenes. En todos se ensayaba Orgía, y la atmósfera era densa, casi pegajosa. Podían escucharse en el aire jadeos y breves textos de Shakespeare, mezclados con las escuetas instrucciones de los preparadores. Avancé sorteando figuras en penumbra hasta detenerme frente al último escenario de la sala.

Allí estaba mi hermana. El decorado eran unos cuantos cubos de madera iluminados por focos, y Vera rodaba por el suelo junto a ellos. Mientras yo la observaba se le unió Elisa Monasterio. Ambas estaban desnudas, y se enzarzaron en una coreografía de caricias no consumadas, como si algo les impidiera tocarse. Elisa lo hacía muy bien, profesionalmente, pero observé con pena que Vera se equivocaba porque
pretendía
hacerlo bien. Ponía voluntad, lo cual era un error de novato. Todavía ignoraba que el trabajo del cebo no consistía tanto en engañar a otros como a nosotros mismos. Nuestra mayor fuerza residía en no ser conscientes de la fuerza que poseíamos.

Elisa también era novata, pero no albergué ninguna duda sobre que llegaría a ser un cebo muy valioso. En cambio, Vera seguía aún muy verde.

Cuando llegó el momento de interpretar la escena de la máscara —el diálogo entre Gloucester y Ana en
Ricardo III
—, Elisa lo hizo de manera maravillosamente simple:

—«Que la negra noche ensombrezca tu día, y la muerte tu vida...»

Vera le daba la réplica:

—«No te maldigas a ti misma, bella criatura, porque eres ambas cosas...»

El ensayo era un ejercicio casi inofensivo basado en los estudios del grupo FOX. Normalmente no me hubiese afectado, pero mientras las observaba empecé a sentirme como si hubiese bebido un vasito de licor fuerte. Pensé entonces en algo que no se me había ocurrido antes: la máscara de Orgía precisaba que el cebo fuese
rechazado
por la conciencia de la presa para conseguir el enganche, de igual manera que el personaje de Ana se dejaba tentar por el deforme Gloucester pese a aborrecerlo, y el hecho de que uno de los participantes fuera mi hermana, sin duda, me provocaba aquel rechazo con más facilidad, y por tanto aquel
deseo
creciente en mi psinoma. Decidí interrumpirlas. No quería correr el riesgo de quedar enganchada con mi propia hermana.

Varias caras se volvieron hacia mí cuando intervine. El entrenador, un tipo musculoso y calvo con fuerte acento alemán, puso cara de fastidio pero me dio permiso para hablar «urgentemente» con Vera. Nos dirigimos al camerino, y me desagradó que Elisa nos siguiera, como si formara una parte indivisible con Vera o quisiera protegerla de mi mala influencia.

El camerino era una habitación estrecha con anaqueles negros, el clásico espejo con bombillas y una cómoda. Había albornoces colgados, pero ninguna de las dos hizo ademán de vestirse. Elisa, quizá con el fin de tener una excusa para quedarse, comenzó a calzarse unas medias de retícula. Vera sacó un echarpe de seda brillante y lo alisó. Ambas se lanzaban sonrisas cómplices, como colegialas.

—Eli me dijo que te había visto en el teatro con Miguel. —Vera semejaba estar muy contenta—. ¿Te ha gustado nuestra «función»?

—¿Podemos hablar tú y yo a solas, por favor? —pregunté descaradamente.

—Oh, ¿así que es confidencial? —Vera jugaba con el echarpe cubriéndose los pechos—. ¿De hermana a hermana?

Yo sabía que intentaba provocarme, pero no la complací.

—Es igual —dijo Elisa con suavidad gatuna, acariciando lánguidamente una lámpara alta junto a la pared—. Ya me voy.

Posó el índice en sus labios, lo besó y rozó con él los labios de Vera. Al pasar junto a mí me lanzó una sonrisa picara. Se la devolví. No estaba enfadada con ella, y a decir verdad tampoco con Vera. Ambas eran muy jóvenes y gozaban de ser cebos, como todos nosotros. Yo había pasado por ese período y lo conocía bien: la sensación de tener a otros en tu poder, de conseguir lo que quieras de los demás solo con moverte y hablar. El sueño de que, hasta el final, eres dueña de tu propio destino y del de aquellos que te rodean, como cree el malvado rey Ricardo III en la tragedia de Shakespeare.

A solas, Vera cambió de actitud y se mostró impaciente. Se arrolló el echarpe al cuello y me dio la espalda para elegir un albornoz.

—Acaba cuanto antes, hermanita —dijo—. Tengo que seguir ensayando.

Me quedé mirándola un instante. Casi me afectó su extrema juventud, reflejada en aquella piel tersa y brillante. Vera no era tan alta como yo, pero estaba muy bien formada. Su cabello, a diferencia del mío, que llevo por los hombros y es trigueño, era muy largo y de color casi negro, y la humedad de una ducha reciente lo oscurecía aún más. De espaldas parecía más adulta, porque sus pechos pequeños y el resplandor de su sonrisa revelaban ingenuidad, pero su entrenamiento físico se notaba en los músculos. Me gustaba verla. La amaba con todas mis fuerzas. Era mi hermana, lo único que me quedaba en el mundo. Habíamos vivido juntas hasta que ella había cumplido la edad en la que yo me había convertido en cebo —los quince—, pero había decidido no dejarla sola jamás. Y protegerla.

—Ya sabes lo que quiero —afirmé.

Había descolgado el albornoz, pero no se lo puso. Cuando se volvió hacia mí, parte del cabello le caía sobre el rostro.

—Así que ya te has enterado. Sabía que el bueno de Miguel no se callaría...

—Y ahora que ya lo sé, he venido a decirte que no puedes.

—Para su información, le comunicamos que Vera tiene dieciocho años y el mes que viene cumplirá diecinueve —replicó, acentuando las cifras—. Déjame vivir mi vida.

—Eso es exactamente lo que quiero: que vivas. Por eso no vas a participar en la cacería del Espectador. Solo quería decirte eso. Nos vemos luego.

Sus palabras, pronunciadas entre dientes, me detuvieron cuando me giré.

—¡Vete a tomar por el culo, hermanita!

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