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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (32 page)

BOOK: El cebo
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—¿Falta mucho? —preguntó el niño.

—Yo también quiero llegar, Pablo.

—Solo era una pregunta.

El hombre resopló, decidiendo que enfadarse no tenía sentido.

—Cuestión de media hora, más o menos... No quiero ir muy rápido, he visto un montón de policías... de tráfico —añadió con una sonrisa al percibir que el niño lo miraba—. No querrás que me pongan una multa, ¿no? Oye, ¿por qué no te quitas la cazadora? Luego tendrás frío al salir del coche...

—Estoy bien.

—Solo era una pregunta. —El hombre emitió una risita.

—¿Por qué hay tantos policías de tráfico?

—Y yo qué sé. No es importante.

Estaba mintiendo. A lo largo de la carretera en calma había venido observando, aquí y allá, no solo policía de tráfico sino coches de la nacional que lo adelantaban sin sirenas ni luces giratorias, como de incógnito. «Tranquilo: ante todo, no llamar la atención. Revisa el tablero, que no te paren porque llevas un faro apagado.» Incluso en la ciudad le había parecido ver mayor frecuencia de coches patrulla, estacionados o no. El hombre sospechaba que buscaban algo específico.

Para empeorar las cosas, había tenido que parar a la salida de Madrid, porque el niño necesitaba orinar y a él se le había olvidado, con el ajetreo, repostar el depósito de su potente Mercedes Bluefire. Había optado por una estación que conocía, y que contaba con una tienda de víveres regentada por filipinos, con lo cual aprovechó para comprar algo de cena, ya que en la casa no había provisiones. Mientras usaba el surtidor había visto otros dos coches de la policía aparcados a la salida con sus ocupantes dentro. ¿Los polis lo habían mirado, quizá, con extraña fijeza? Luego, en la tienda, mientras elegía bocadillos envasados, patatas fritas, chocolatinas, refrescos para Pablo y cerveza para él, había creído percibir que los escasos clientes —incluyendo a una puta drogadicta de ojos vidriosos— lo espiaban con idéntico denuedo.
¡Es él! ¡Es él!,
parecían pensar. Sabía que el ayuno y la fatiga podían crear falsas impresiones, pero a pesar de todo tembló un poco al sostener los billetes con que pagó en efectivo la compra y la gasolina.

Sin embargo, la monotonía del viaje había ayudado a disipar aquellos residuos de ansiedad. Ahora, pasada la medianoche, se sentía muy bien, e incluso estaba considerando la posibilidad de comer algo antes de llegar, cuando el niño dijo:

—¿Mañana no voy al colegio?

—No, mañana no. Yo tendré que ir a la oficina a eso de las diez, pero volveré enseguida. Quiero que hagas un poco de tarea mientras tanto.

—No tengo tarea.

El hombre miró al niño un instante: estaba despatarrado en el asiento, como una especie de juguete roto, con aquellas rastas cayendo por sus hombros y la cazadora de piel rabiosamente violeta que parecía quedarle grande.

—Matemáticas y lengua —dijo el hombre—. Quebrados y verbos. Ya tienes tarea. Luego puedes jugar arriba. O ir abajo un rato, si quieres.

—¿Qué puedo hacerle?

Sabía que el niño conocía perfectamente la respuesta a aquella pregunta, y no se le pasó desapercibido el tono circunspecto de su voz; en Pablo, eso significaba irritación. Pero decidió que lo aceptaría, y habló con mansedumbre.

—Nada de cortes, golpes en la cabeza o aparatos hasta que yo regrese... Es el primer día, ya sabes... Oye, Pablo, ¿estás enfadado?

El niño no dijo nada. El hombre dijo:

—Ya sé que esta elección ha sido distinta a las demás, pero sigues siendo mi ayudante, y te prometo que voy a tener mucho cuidado... Mucho.

—Ella no te gusta —dijo entonces el niño como si señalara un hecho tan obvio como la oscuridad de la noche por la que viajaban.

El hombre quedó un rato en silencio.

—Bueno, no demasiado —reconoció al fin, y notó la boca seca al hablar.

—Ni a mí.

Era pavoroso comprobar cómo el chaval daba en el clavo, pese a su edad; no es que ella no fuese atractiva, es que no encajaba con su tipo. Eso era preocupante. Una chica en vaqueros, cazadora de pordiosera y aires de estar más que satisfecha consigo misma, a la que, en otras circunstancias, no habría mirado dos veces en la calle...

Muy preocupante.

Tomó una curva a más velocidad de la debida, y levantó un poco el pie del acelerador. Las palmas de las manos le sudaban y sentía los cabellos pegados a la frente.

Sospechaba cuál podía ser el verdadero motivo. Había estado leyendo todo lo necesario al respecto durante años. Sabía que existían formas de obligarte a elegir incluso aquello que te producía
rechazo.
Mejor dicho: lo elegías
precisamente
porque lo rechazabas. Creía recordar que una de aquellas técnicas, llamada «máscara de Espectáculo», estaba descrita en
Hamlet.
Vamos a montar una obra para atrapar tu conciencia, un teatro-trampa para pillarte los dedos, una
ratonera.
Te ofreceremos justo el espectáculo que más
odias,
y por esa misma razón no podrás dejar de verlo.
Con ese falso cebo pescaremos tu carpa de la verdad.

Tendría que indagar, desde luego. Necesitaría aclarar las cosas. La interrogaría, vaya que sí. Con exquisita precaución, como si manipulara un explosivo líquido, pero debía aceptar el riesgo, porque estaba en juego su propia identidad de criatura libre y consciente, ese vórtice negro que era su ser.

De pronto se sintió avanzando a tientas en la tiniebla, como perdido e incapaz de concretar la realidad. Respiró hondo, oyó un rato la melodía del saxofón y la sensación pasó. La atribuyó al cansancio. «Calma... Es
ella
la que se halla en la oscuridad, es ella la que lo ha perdido todo, y será ella quien grite... Vamos a darle bien...»

—¿Qué? —oyó.

—¿Qué quieres? —Miró al niño, sobresaltado. —Estabas hablando, papá.

Se percató de que había expresado algún pensamiento en voz alta y lanzó una carcajada que le hizo sentirse de nuevo en desventaja frente al niño.

—Decía que vamos a darle bien por el culo... —canturreó. Y repitió alzando el tono, como si quisiera que lo escucharan de lejos—: Vamos a darle a esa puta por el culo.

—¿Es una de esas...
trampas?
—El niño pronunció la palabra de forma tan peculiar, dotándola de todas las temidas y aceptadas cualidades que el hombre le había enseñado, que, en esta ocasión, este decidió ofrecerle una respuesta optimista:

—Te aseguro, Pablo, que, si lo es, pronto va a comprobar que nosotros somos también dos buenas
trampas,
así que no te... —La pantalla del ordenador de a bordo cobró vida de repente, dibujando un relámpago blanco en el rostro del hombre—. Mierda.

—¿Qué pasa?

El hombre no respondió, entre otras cosas porque aún no lo sabía con seguridad. Luces parpadeantes a menos de un kilómetro de distancia. La pantalla señalaba un pequeño embotellamiento. Cabían varias posibilidades.

Mientras disminuía la velocidad, deseó que se tratase de un simple accidente.

Oscuridad.

Por dentro y por fuera.

No solo no veía nada, sino que mis propios ojos parecían inútiles. Al parpadear, algo me rozó las pestañas. Escuché un gorgoteo: mi voz. Quise moverme, pero solo mi voluntad lo hizo, entre contracciones inútiles.

¿Era un sueño? No estaba segura.

Un momento antes me hallaba en una especie de camilla. Veía luces de quirófano y escuchaba música tenue de saxofón y el ronroneo de un motor que, sin duda, era algún tipo de aparato quirúrgico. Hombre Caballo se inclinaba sobre mí, como si fuese a operarme. Me había colocado unas gomas en la boca que apenas me dejaban respirar y atado manos y pies. Yo tenía que girar la cintura para elaborar una máscara (un Espectáculo, según la técnica de Baumann), pero solo logré mover la cabeza, y al hacerlo contemplaba, en otra camilla junto a la mía, el cuerpo desnudo y retorcido de Álvarez, con los ojos como cosas metidas a presión en las órbitas y la lengua hinchada como el cadáver de un sapo. Hombre Caballo, todo cubierto de sangre, sostenía un cuchillo.

Ahora sí que vas a reírte, devochka.

En ese momento la música de saxofón cesó, y también el ruido del motor, y el quirófano desapareció en medio de una densa y opresiva oscuridad.

Al intentar tomar aire con la boca abierta no lo recibí, lo cual me alarmó, aunque por la nariz aspiré un denso aroma a rosas. De hecho, tenía algo entre los dientes, una goma delgada y larga, y, al masticarla, también saboreaba rosas. Eso no estaba mal, pero deseaba poder respirar con normalidad.

De golpe supe que aquello no era un sueño: no podía moverme, hablar ni ver nada, y me asfixiaba. Si sumaba todas esas cosas, el resultado era igual a «pánico», pero durante mi entrenamiento había aprendido que tenía que experimentar cada sensación por sí sola, sin ejecutar con ellas la aplastante álgebra del terror.

En principio, la asfixia no parecía grave. Si respiraba por la nariz sin forzarme a dar bocanadas, recibía lo suficiente para no ahogarme. De modo que la nariz era una de las pocas cosas que funcionaban bien en todo mi cuerpo. Otra era el oído; lo que escuchaba me hacía pensar que alguien había abierto una ventana hacia la calle, aunque el sonido me llegaba atenuado, como si estuviese envuelta en algodones. Coches pasando. Vocerío. Un tono recio, militar:

—¿Me permite... del coche y el permiso..., por favor?

No me esforcé en intentar recordar lo sucedido, pues acabaría haciéndolo tarde o temprano, y lo único que lograría con ese vano esfuerzo sería angustiarme. En vez de ello, proyecté la mente de dentro afuera para explorar mi situación, como me habían enseñado: «Podéis estar encerrados en una nuez —decía Gens— y sentiros reyes del espacio infinito: recordad a Hamlet, Hamlet, siempre Hamlet».

Estaba viva, desde luego, pero mi vida no era envidiable. Me hallaba recostada de lado sobre algo duro, los brazos torcidos hacia atrás y las muñecas atadas a la espalda con lo que parecía una goma que se extendía hasta mis tobillos, de forma que mis piernas, más fuertes, tiraban de los brazos haciendo que me arqueara dolorosamente. En la cara notaba una venda y una mordaza. Esta última era, en primer lugar, una doble correa de goma anudada en la nuca con una parte central algo más gruesa que empujaba mi lengua hacia atrás. Podía morderla, y eso hacía. Lograba gemir, pero el sonido se atenuaba con una gruesa tira de cinta adhesiva colocada por encima, que me picaba en las mejillas. La venda me tapaba los ojos por completo y no parecía de nudo sino de velero, daba varias vueltas a mi cabeza y acababa en la mitad de mi nariz.

Estaba vestida, aunque sin zapatos, pero conservaba los calcetines. Sentía la ropa interior, los vaqueros y una camiseta con uno de los tirantes —el perteneciente al hombro que se hallaba en posición superior— caído hasta la mitad del brazo. Creí reconocer la prenda: era la camiseta amarilla que a veces usaba en las máscaras de Espectáculo y Holocausto. Me la había puesto por alguna razón que no lograba recordar, en ese punto todo era muy confuso. También percibía la tela que rozaba mi piel por fuera, como una especie de sábana arrojada sobre mí.

Pero no era una sábana; al mover la cabeza en todas las direcciones que pude, sentí el mismo obstáculo, y las puntas de mis dedos lo palparon hasta el suelo.

«Un saco. Estoy dentro de un saco.»

Eso explicaba la sensación de falta de aire y el horrendo calor que me hacía sudar a chorros, así como el hecho de que escuchara los sonidos atenuados, como si tuviera la oreja pegada al cristal de un acuario: coches, voces remotas, un grito discernible:

—¡Circulen, por favor!

La voz fuerte y autoritaria de antes, más cerca.

—¿Podría abrir... maletero... ?

Una respuesta suave pero más próxima.

—¿Pasa algo, agente?

—No... control, señor. Abra el...

Me concentré en escuchar, aunque empezaba a sentirme mareada y las palabras eran como agua entre los dedos.

—Escuche, por favor... mi hijo ha estado en... cumpleaños y lo llevo a... Pero se siente mal... ¿Podríamos, por favor, continuar... ? Uno nunca sabe...

—No tardaremos... maletero, por favor...

¿Qué me había sucedido? ¿Por qué me encontraba así? Imágenes de maniquíes y muñecas ahorcadas iban y venían como en un carrusel dentro de mi dolorida cabeza. Era evidente que me habían drogado.
Olor a rosas.
Nacho Puentes, uno de los perfiladores, me había dicho que había un anestésico que dejaba ese aroma cuando...

Entonces la voz suave dijo algo así como: «Ahora vuelvo... Tranquilo, chavalote...», y otra voz, también cercana, le respondió.

—Vale. —Aguda, sin énfasis, como la de un mal actor infantil.

Un niño.
Rastas bajo la gorra. Cazadora violeta. Rostro muy hermoso.

La revelación fue inmediata.

«Estaban esperándome en el aparcamiento de casa, el niño me distrajo y él se acercó por detrás y me cubrió la nariz y la boca con algo...»

Los nervios me removieron el estómago, y por un instante me horroricé pensando que iba a vomitar, y que me ahogaría con mi propio vómito. Lo que hice fue concentrarme en seguir pensando. «No dejéis la mente inactiva: una mente que no se cuestiona a sí misma, cae de inmediato en la trampa del miedo», indicaba Gens.
Hamlet, Hamlet, siempre Hamlet,
ante cualquier situación: pensar, pensar, pensar.

¿Qué ocurría? ¿Dónde estaba? Antes escuchaba un motor: me hallaba dentro de un coche. «Me llevan a algún sitio.» Pero nos habíamos detenido. ¿Por qué?

Un ruido imprevisto, como un disparo en mi cabeza. Una compuerta abriéndose muy cerca. «Es el maletero. Estoy dentro de un saco en el maletero de su coche. Pero ¿por qué lo está abriendo?»

Recordé lo que había escuchado antes.
¿Pasa algo, agente? No, un control.

Entonces comprendí. Se trataba de algo azaroso, claro, la policía elegía uno de cada diez coches en un punto cualquiera de la carretera, lo hacían detenerse y examinaban el interior con un escáner de bolsillo. Probablemente aquella vigilancia era una de las medidas tomadas por Padilla tras la desaparición de Vera. Anticipé lo que ocurriría a continuación. Hallarían un saco sospechoso. No tendrían ni siquiera que ordenarle que lo abriera, el escáner me descubriría. Lo arrestarían.

Según aquel esquema, quedaban unos cinco segundos para que todo concluyera.

Pero algo extraño ocurría.

El maletero tenía que estar abierto, y el saco a la vista. Oía claramente el escaso tráfico, las órdenes de los otros policías y hasta los débiles pitidos de lo que debía de ser el escáner. Entonces, ¿por qué el policía no mencionaba el saco? Intenté gemir, pero solo logré un débil gorgoteo. De repente volvieron a hablar:

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