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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (8 page)

BOOK: El cebo
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Porque, en efecto, estaba nerviosa.

Era difícil no estarlo con algo como el Espectador ahí fuera.

Se preguntó si «profesionales» como Diana Blanco usaban drogas. Pero, qué caramba, claro que las usarían. Había máscaras en las que era imperativo adormecerse un poco, incluso dejar que el caballo galopara solo, sin el jinete de la conciencia. No era que ella las usara porque era inexperta: todos los cebos se drogaban, y no solo para darse valor. Era un trabajo muy extraño pero apasionante.

Volvió a pensar en Vera, sumida en el dolor por aquella estúpida decisión de sus jefes. Se prometió que hablaría con Padilla al día siguiente. Si no conseguía nada, al menos intentaría sonsacarle para averiguar si Diana había influido, y si había sido así... «Bah, olvídalo. ¿Qué vas a lograr? Diana Blanco ya no está en activo, ha dimitido, y en cuanto a Vera, ¿crees que recuperará el trabajo porque le demuestres que Diana usó su influencia? Lo más probable es que Padilla te expulse también a ti.» Pero estos eran los pensamientos de su ángel malo. Los ahuyentó con otra sacudida. Amaba demasiado a Vera para no intentar hacerle justicia.

Notaba los labios ásperos bajo el carmín, y el rostro húmedo de lluvia. Aferraba las correas del largo bolso con ambas manos, un bolso en cuyo interior no había nada importante. Se trataba de un
prop
teatral, y su único fin consistía precisamente en mostrar aquellas correas: se suponía que la visión de su hombro desnudo sobre el top azul eléctrico cruzado por las correas atraía a los Holocaustos. En teoría.

Pasó junto a unos bidones tan sucios como toda la calle. Se percibía igual: sucia, manchada de arena, como si la lluvia contuviera partículas de polvo. Desde luego, podía ser cierto, ya que caminaba junto a la acera donde se estaba levantando la grandiosa e inacabable obra del que debía terminar siendo un auditorio gigante de estilo romano en Madrid, uno de los proyectos más ambiciosos de la ciudad. La gente lo llamaba «el Circo», lo cual, en opinión de Elisa, era un nombre más que apropiado, ya que se trataba de un espectáculo circense de especulación inmobiliaria, con la participación de varias empresas privadas y el ayuntamiento. Muchos lo comparaban a las obras emprendidas tras la bomba del 9-N, quince años atrás: algo demasiado colosal que parecía no acabarse nunca.

Y mientras tanto no había teatro ni nada que se le pareciese, solo una vasta extensión de dunas, un hoyo enorme flanqueado de arcos por el extremo más alejado, y en medio, las voraces y complicadas máquinas paralizadas durante la noche. En aquellos años de «Circo», el extrarradio donde se construía, al sur de la capital, se había convertido en el coto de vagabundeo de gran parte de la fauna nocturna. Traficantes, bandas organizadas o semiorganizadas y prostitución aparecían y desaparecían bajo las islas de luz halógena pública y los resplandecientes anuncios de las vallas. Los escasos coches recorrían las sucias avenidas como fantasmas, y solo los autobuses parecían dotados de vida: se detenían, vomitaban su contenido de juventud coloreada, y proseguían su rumbo como cajas de zapatos adornadas de bombillas. Bajo los arcos de piedra se divisaban, en las noches de invierno, las fogatas de los vagabundos. No había nadie caminando por aquella soledad que no tuviese la intención clara de conseguir algo: comida, droga o cuerpos. Era un lugar poco apropiado para una chica solitaria, pero también una de las áreas de caza seleccionadas por los perfiladores. «Te ha tocado el Circo, Elisa —le había dicho
el perfi
Nacho Puentes la tarde del lunes, mientras ella se arreglaba en camerinos—. Pero no te preocupes: es de baja probabilidad.» Lo cual significaba que podías morir antes partido por un rayo en una noche despejada que toparte con el Espectador.

Elisa sabía todo eso, y lo aceptaba. Era una principiante, y en Los Guardeses corría el rumor de que usaban a chicas como ella solo para cubrir las apariencias. «Bueno, ¿y qué? Así empezaron todos. Hasta los dioses, como Diana Blanco, Claudia Cabildo, Miguel Laredo y Olga Campos, ¿no?» Si ella tenía que joderse tres noches a la semana haciendo labores de figurante, lo haría. Ya le darían los grandes papeles cuando le tocara el turno. Lo peor era lo ocurrido con Vera, para quien ya no había futuro. «Pobre Vera... Pero quítatela de la cabeza ahora...»

Clap, clap, sus zapatos de plataforma producían ruidos de disparos en medio de aquella quietud de cementerio en obras. No se oía otra cosa, salvo un lejano rumor de agua derramada por canalones. Eran cerca de las dos de la madrugada y hacía por lo menos una hora que Elisa no veía pasar un solo coche. Dentro de media hora más saldría de escena: entonces sacaría el impermeable que guardaba en el bolso y tomaría el autobús para regresar a Moncloa, donde estaba el aparcamiento subterráneo en el que se hallaban sus ropas. Se cambiaría y saldría convertida en Elisa Monasterio, y de vuelta a su piso de cobertura, donde la estaría aguardando Vera quizá aún despierta, preocupada y envidiosa de su suerte. Y así hasta la próxima. ¿Resumen de aquel estreno? Un montón de frío, un par o tres de encuentros con borrachos y gamberros, poco más. Pero decidió que estaba bien como experiencia.

Una sombra se aproximaba a ella desde el extremo final del tramo recto de acera. Fijándose mejor, Elisa se dio cuenta de que eran dos. Parecían hombres, probablemente jóvenes, y probablemente con tantas intenciones de no molestarla como la lluvia de respetar su calada cabecita rubia. Aferró con fuerza el bolso y avanzó hacia ellos sin titubeos. No estaba asustada. Era un cebo en plena escena, disfrazada, con cuerpo y mente preparados. Un cebo quizá novato, pero con capacidad para defenderse y atacar.

«¿Y si uno de ellos es el Espectador? Bien: entonces serás tú quien lo
elimine.»

Esbozó una media sonrisa al preguntarse, de repente, qué diría su madre si la viera con aquellos pantalones púrpura que desnudaban su culo caminando a solas por el Circo en dirección a dos desconocidos. «Seguramente sufriría una crisis», se dijo.

Lo que más había odiado de su madre no eran las crisis sino los hombres, de los que había tenido casi tantos como crisis. Al menos, así lo creía Elisa, que había vivido con ella hasta los trece años, época en la cual empezó a responder a la actitud desequilibrada materna con arrebatos propios. En ellos tragaba toda la comida que podía y luego la devolvía sin digerir en el retrete, al modo de los antiguos romanos en las orgías. En aquel tiempo era una chica regordeta y vacía, sin futuro, y ya había pensado varias veces en quitarse de en medio. Lo único que la retenía era que a su madre no parecía importarle lo que hiciera, y ella
quería
que le importase. Pero, según Elisa, era difícil que algo le importara de verdad a aquella señora, que ocupaba su tiempo en fingir que dirigía dos tiendas de ropa de lujo en Madrid, seguramente una de las tajadas que había logrado sacarle a su padre cuando este decidió abandonarlas. El padre era el gran secreto familiar: Elisa sabía que era un político, diputado o algo así, pero su madre nunca lo mencionaba, y si lo hacía, era para insultarlo durante una de sus crisis, mientras rompía espejos, porcelanas o ambas cosas. Sin embargo, la mayor parte de las veces aceptaba bien que él la hubiera abandonado embarazada de Elisa y no hubiera regresado jamás, quizá porque a partir de entonces había dispuesto de dinero en abundancia y de todos los hombres que había deseado. El último que Elisa conoció era un masajista negro: fue precisamente a los pies de este que Elisa vomitó un día el almuerzo, y su madre decidió al fin llevarla a un gabinete psicológico.

Todo se hizo como solía hacerse en tales casos (luego lo supo): la diagnosticaron de algo llamado «bulimia nerviosa» y le pasaron un test de medio centenar de preguntas tontas, al estilo de «qué color te gusta más» o «cuál es tu canción preferida». Pero, al parecer, Elisa ofreció las respuestas adecuadas, porque le pidieron que acudiera a otro gabinete algo más raro que el primero, donde le hicieron nuevas preguntas y la sondearon sobre su familia y amigos (pero ¿qué familia y qué amigos?). Allí le enseñaron a relajarse, a combatir por sí misma la bulimia y, sobre todo, a gozar hasta extremos que Elisa no podía ni imaginar que existieran, tras trece años de vida llena de privaciones, con imágenes de personas moviéndose y hablando, vestidas o no. Luego la indujeron a participar en curiosos ejercicios, como aquel tan divertido en que debía permanecer inmóvil de cintura para arriba, sin traspasar un área delimitada por un trípode. Con el tiempo se enteraría de que eran ejercicios propios del fílico de Carne, y de que esa era su filia. No consistía en que le gustaran más las chuletas que el pescado, como le había comentado jocosamente uno de los psicólogos: —Los nombres de las filias son simples nombres, como los de las flores. Ser fílica de Carne solo significa que tu psinoma posee una estructura específica y resulta cautivado por ciertos gestos, aspectos y palabras de otras personas que no son, por ejemplo, los que me cautivan a mí, que soy fílico de Máscara.

Elisa replicó, en broma, que agradecía la explicación, pero que seguía sin entender nada. ¿Qué era el psinoma? Sin embargo, en aquel mundo a la inversa «no entender nada» era precisamente, según el mismo psicólogo, la máxima sabiduría. Si no entendía nada, estaría más capacitada para gozar, para dejar en libertad su psinoma y disfrutar de aquello que realmente la hacía disfrutar, sin explicación alguna. «Como cuando interpretas un papel en el teatro —le había dicho—: no eres tú la autora de la obra, sino quien habla lo que la obra dice.» Y ciertamente, lo único que a Elisa le importaba era seguir haciendo todos aquellos ejercicios, seguir jugando a moverse, vestirse y hablar como le indicaban. Sus estudios en el colegio, la vida en casa de su madre y hasta su sueño de ser periodista pasaron a un segundo plano. Lo único que quería hacer era eso.

Luego, cuando aquellos hombres tan serios de traje azul oscuro se entrevistaron en privado con su madre, Elisa fue invitada a hacer las maletas y despedirse para siempre de la Elisa triste y desgraciada que había sido alguna vez. Durante un par de años había residido en una especie de colegio universitario en la sierra de Madrid, y después le habían adjudicado aquel piso de Leganés compartido con Vera. Conoció los teatros, leyó a Shakespeare, se enamoró de un compañero y luego de Vera. Veía a su madre a ratos perdidos y, por primera vez, sus conversaciones con ella acababan en paz. Tenía buenos amigos, se sentía realizada y feliz.

Y cuando le dijeron que todo aquello era ser cebo, no le importó.

Había deseado serlo antes de saber cómo se llamaba.

Los dos hombres le bloquearon el paso situándose en diagonal, no de frente, para impedir que cruzara la acera o retrocediera. El vaho de ambos convergía en su rostro y olía a cerveza agria.

—Mira lo que tenemos aquí.

—Uau. ¿Sola? ¿Te has perdido?

—¿Perdido? Nooo. Mírala por detrás. —Una risita.

—¡Vaya culo!

—Vaya pantalón, mejor. —Rieron—. Te quedaría bien a ti.

Hablaban castellano con dificultad. Elisa supuso que serían rumanos, o checos. Ambos eran muy jóvenes y muy rubios, y por la indumentaria parecían traficantes, probablemente vulgares. El de su izquierda, que era el de más baja estatura, vestía una apretada chaqueta que, a la luz de una valla que destellaba anunciando la proximidad de la disco club Tarquin, parecía como de piel de serpiente. El otro se cubría con un abrigo largo de cuero, y tenía el cabello más abundante y enmarañado que su socio y el rostro alargado, como de lobo. Sin duda ambas prendas las habían comprado a los chinos o canjeado por píldoras. «Serpiente y Lobo: dos idiotas», pensó Elisa. Dos colocados de medio pelo que confiaban en vender su mercancía en los clubes, y si la noche se presentaba propicia, robar a cualquier despistado o violar a una chica, o puede que ambas cosas al mismo tiempo. Quizá llevaran armas de fuego, pero Elisa dudaba de que las usaran alguna vez.

Cruzaron unas cuantas palabras en otro idioma y luego Lobo dijo:

—¿Eres una puta? Pareces una niña.

—Dejadme —murmuró Elisa en un tono calculadamente neutro, bajando la cabeza muy despacio, como le habían enseñado, y entornando los párpados.

—«Por favor» —indicó Lobo apuntándola con un dedo enguantado—. Señorita no educada. «Déjame, por favor.»

—Déjame, por favor —repitió Elisa, dócil.

—¿Queremos dejarla? —preguntó Lobo.

Durante un instante no hubo respuesta.

—No, no
queremos
—dijo al fin Serpiente en un tono distinto—. No
vamos
a dejarla.

Incluso su amigo pareció sorprendido y lo miró, titubeante. Lo que para Lobo continuaba siendo una broma, para Serpiente se había convertido en algo más serio.

Aquella reacción intrigó a Elisa. Desde luego, no parecían fílicos de Holocausto: ninguno de ellos miraba con fijeza las correas del bolso sobre su hombro. Y a juzgar por el tono de voz de Serpiente al decir «mírala por detrás», calculó que el cabecilla debía de ser él. Pero ¿qué le ocurría? ¿Por qué aquel repentino cambio?

Probó a improvisar un gesto de paso: se apartó unas guedejas de la sien. Comprobó que Serpiente seguía con los ojos fijos en el centro de su cuerpo, sin que el gesto lo distrajera. Se preguntó si sería fílico de Carne, como ella, de los que se enganchan con fantasías en relación con el torso y las piernas. Sin manos, sin texto verbalizado, como el personaje de Lavinia, la muchacha de la horrible obra de juventud de Shakespeare,
Tito Andrónico,
a quien cortan manos y lengua para impedir que delate a sus violadores. El fallecido genio Víctor Gens (Elisa había leído sus libros varias veces) afirmaba que Lavinia era un símbolo de la máscara de Carne, como toda aquella obra. Recordaba sus palabras: «La carne es inconsciente, no actúa, no habla. La técnica se basa en no gesticular ni enviar texto alguno, solo mostrar el cuerpo como objeto usable». Era cierto, un psicólogo húngaro lo había probado con cebos drogados. Pero todo eso era la teoría, ahora se hallaba en medio del ejercicio práctico. El corazón le latía con fuerza, casi podía oírlo bombear como una máquina de pistones bajo su top de látex luminoso.

Tras un primer instante de sorpresa, Lobo festejó la nueva actitud de su camarada. Se situó a espaldas de Elisa, cogió su trenza y la movió juguetonamente de un lado a otro. «¿Por qué no? —parecía decir—. Este momento es tan bueno como cualquier otro.»

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