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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (5 page)

BOOK: El cebo
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—Según los cánones al uso en su profesión, desde luego, ya es usted veterana. Muchos cebos se retiran antes. Pero conozco un poco su historial, y me consta que a usted se la considera extraordinaria... —Era el tiempo de darme coba. Aguardé—. No soy proclive a exagerar las virtudes y defectos de nadie, solo señalo lo que todo el mundo sabe. Además, tengo entendido que el profesor Víctor Gens la preparó personalmente, lo cual no puede decir la mayoría de sus compañeros... Ello me hace pensar que perderla será... será... —Resopló—. En fin, será costoso para el departamento, pero en su profesión, más que en ninguna otra, todo depende de usted. De modo que, si su decisión es esta, nadie puede discutirla. ¿Conoce los cauces oficiales?

—Sí.

—Se lo ha dicho a Padilla, supongo.

—No, aún no.

—¿Soy el... primero que lo sabe?

—Sí.

Hubo una pausa. Me abracé a mí misma, las piernas juntas, la ropa aún chorreante. Sabía que realizar ciertos gestos con el cabello y la ropa húmedos podía resultar peligroso para mi interlocutor, y procuraba moverme lo menos posible. Hacerme caminar bajo la lluvia había sido sin duda otra medida de precaución: así impedían que yo llevara un aspecto preparado de antemano. La seguridad era extrema a la hora de entrevistarse con un cebo «a solas». El cebo que solicitaba ver a Álvarez debía marcar un PIN secreto junto al número de móvil del que disponía; luego devolvía la llamada que un operador realizaba y se identificaba con otra clave. Nunca se le informaba con antelación del decorado donde tendría lugar la entrevista, y el día acordado seguía unas instrucciones, que en mi caso consistieron en llegar al parque Veronés, aparcar en un extremo y cruzarlo a pie hasta el coche de Álvarez. Por si esto fuera poco, un visor de conductas situado en el salpicadero del Opel registraba cada uno de mis gestos y tonos de voz y un ordenador cuántico central los procesaba. Si el conjunto formaba una máscara cualquiera, el ordenador lo sabría, y los guardaespaldas, apostados en otro coche tras el nuestro, intervendrían de inmediato. A los cebos no se nos dejaba ni respirar sin vigilancia.

—Escuche, Diana —dijo Álvarez con el tono de quien tiene treinta espaldas y quiere cubrírselas todas—, quizá he estado un poco brusco con usted, pero no le dé tanta importancia al falso positivo del viernes. Esas cosas ocurren y...

—No ha sido lo del viernes. —Traté de ser lo más sincera posible—. Llevo pensándolo mucho tiempo. Cuando apareció el Espectador, me concedí un plazo, porque juro que me hubiese gustado cazar a ese cabrón antes de irme, pero noto que no puedo. Quiero llevar una vida normal, todo lo normal que la administración me permita... —Solté una risita amarga—. Sé que no lo será tanto como a mí me gustaría, pero al menos dejaré de hacer teatro. —Me pregunté si Álvarez sabría que Miguel era el otro gran motivo de mi decisión, y supuse que, si había revisado todo mi historial, no tenía sentido ocultar nada—. Además, me gusta un hombre... Un compañero, Miguel Laredo... Planeamos retirarnos y vivir juntos. —Vi que Álvarez asentía ligeramente—. Y luego está lo de mi hermana...

—¿Lo de su hermana? —El cambio de tono me sorprendió.

—Sí, Vera Blanco. Siempre ha seguido mis pasos, y ahora mismo se entrena en los teatros. Sé que tiene dieciocho años y puede hacer lo que le dé la gana, pero en cierto modo me siento responsable de ella y
...
Bueno, nunca me gustó que quisiera ser cebo. He pensado que quizá decida dejarlo también cuando yo lo haga.

—Ya. —Álvarez asintió, pensativo—. La comprendo, Diana, y le deseo suerte.

Tras otra breve pausa, añadí:

—Gracias por escucharme. Quería que usted fuese el primero en saberlo. Ahora iré al teatro a hablar con Padilla, pero antes... Antes me gustaría decirle otra cosa.

No prolongué demasiado la pausa: el visor de conducta seguía vigilándome y no era prudente «dramatizar» ninguna situación. No puse un énfasis especial al continuar.

—Aquel día, en el teatro, lo enganché por accidente.

No se movió ni dijo nada. Siguió mirando hacia delante mientras yo hablaba, mis pausas marcadas por el repiqueteo de la lluvia sobre el coche.

—Yo ensayaba su filia, y por pura casualidad usted me miró. No debe darle más importancia. Puede que haya pensado mucho sobre lo que sintió al verme, y, probablemente, sus pensamientos tomaron un curso muy extraño... Pero no se preocupe más. Fue mi máscara, no usted. Es como si se equivoca y toma LSD en vez de aspirina. Ni siquiera tuvo nada que ver el hecho de que yo estuviera desnuda o fuese mujer.

Un cebo masculino lo habría enganchado también, y usted lo atribuiría a otras causas. Olvídelo. Era puro teatro.

Álvarez Correa suspiró y giró la cabeza. Sus ojos se detuvieron un instante antes de llegar a los míos, pero quise creer que en aquel esfuerzo había gratitud y sonreí.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirió.

—Claro.

—¿Por qué quería decirme a mí primero lo de su dimisión?

—Porque... —Pensé en acicalar la respuesta, pero de nuevo opté por la verdad—. Porque usted es uno de mis jefes, pero no pertenece al teatro. Necesitaba decírselo antes a alguien como usted. Usted es toda la sinceridad que tengo a mi alrededor —añadí.

Intenté que sonara a elogio, pero mientras abandonaba el coche caí en la cuenta de que Álvarez era un político, y quizá se había ofendido de que lo acusara de sincero.

4

Miguel y yo la llamábamos la «habitación de la sinceridad». Teníamos una en cada teatro, y aquella era la de Los Guardeses, el lugar adónde me dirigí después de mi entrevista con Álvarez.

—He estado pensando en ti toda la mañana —me dijo Miguel en los labios.

—Mentiroso.

—En la «habitación de la sinceridad» no podemos mentir, señorita.

Sonreímos. Volvimos a besarnos y apoyó las manos en mi húmeda cazadora apretándome contra su pecho. Tenía las manos bonitas, sin dejar de ser masculinas, muy suaves y a la vez poderosas. Me gustaba sentirlas sobre mi cuerpo.

Nuestras bocas se apartaron lo justo para poder mirarnos a los ojos.

—¿Cómo ha ido todo? —susurró Miguel.

—Bien. Sin sorpresas.

—¿Cómo se lo tomó?

—Supongo que normal. Álvarez no es un hombre de muchas palabras, ya sabes.

—A ti esa clase de hombres te va.

—Capullo. —Lo besé.

Nunca recordaba quién de los dos había comenzado a llamar así a nuestras «habitaciones de la sinceridad». Imagino que surgió cuando nos percatamos de que en los demás sitios de los teatros estábamos casi siempre fingiendo. La habitación de Los Guardeses carecía de ventanas y se hallaba iluminada por una sola bombilla desnuda colgada del techo. Su espacio era tan reducido que si me hubiese plantado en medio y separado los brazos, habría tocado los anaqueles de metal que se alzaban a cada lado, llenos de
props
de teatro: collares, brazaletes, sombreros, relojes de pulsera, gafas, ropa interior de ambos sexos; incluso grandes orquídeas y pequeñas violetas artificiales rebosando de un cajón. Había hasta un retrete en el suelo, por supuesto también teatral, sobre el que todo el mundo bromeaba. Empezaba a resultar aburrido bromear sobre él.

En cualquier caso, por pequeña y cutre que fuese, era nuestro refugio, el lugar donde nos reuníamos para hablar de nosotros, a salvo de visores de conducta o técnicos. Miguel y yo teníamos poco tiempo, y últimamente solo coincidíamos en los teatros.

—¿Le has contado lo nuestro? —preguntó despejándome la frente con gesto de maquillador.

«Lo nuestro» sonaba bien en su voz. Sonreí.

—Le dije que quería a un compañero. El ya sabe el resto. Iba a decirle que quiero a «un chico», pero tratándose de un hombre de cuarenta y pico, barbudo, con canas prematuras, lo vi un poco exagerado...

—Te gustan mis canas prematuras.

—Eso es verdad, papá.

Miguel seguía sonriendo de forma encantadora, pero advertí una pizca de seriedad en su expresión. Sabía que le afectaba nuestra diferencia de edad.

—Todo lo bueno necesita años para desarrollarse plenamente, señorita —replicó.

Me adentré en sus ojos un instante antes de hablar. —Me estaba burlando de ti. Eres el hombre más joven que conozco.

—No intentes arreglarlo, niñita. —Rozó mi nariz con el dedo índice. Volví a besarlo. Estaba arrebatador—. De todas formas —añadió—, cuando se lo digas a Padilla lo sabrá todo el mundo.

—Seremos famosos dentro de unas horas.

—Lo dirán en los telediarios...

—«Cebo de la policía española abandona su trabajo para vivir junto a un ex cebo madurito» —improvisé, queriendo provocarlo.

—No: «El célebre profesor de preparación psicológica técnica y ex cebo de la policía nacional, Miguel Laredo, decide unir su destino al de una joven y desconocida cebo madrileña».

—Demasiado largo.

—Entonces... «El célebre y atractivo preparador Miguel Laredo se casa.»

—No vamos a casarnos. —Reí.

—Pues no se me ocurren más titulares. Y sin titulares, no hay noticia.

—Entonces no habrá noticia.

Nos quedamos mirándonos, y aproveché para gozar de su sonrisa. Miguel era un hombre alto, más que yo, que no soy nada bajita, y se hallaba en buena forma. Su barba estaba tan recortada que era preciso pasarle el dedo por las mejillas para saber que seguía ahí, pero era tan blanca como la nieve, más aún que su melena espesa y revuelta, lo cual contrastaba casi siempre con el color negro de la ropa que le gustaba vestir: aquel día, camisa de cuello Mao y pantalones italianos, ambos de un negro sin matices. Sin embargo, era la sonrisa lo que otorgaba al conjunto un sentido, como si toda su belleza hubiese sido creada para alegría de otros. Aquella expresión perenne de «podría hacerte reventar de risa si quisiera» me fascinaba. Mirándolo, me daba por pensar cuánto nos gustan a las mujeres los hombres que no han dejado del todo de ser niños.

Nuestra relación había comenzado aquel último año. Hasta entonces Miguel había sido para mí el «profesor Laredo»: una leyenda viva del mundo de los cebos en España, y resulté tan sorprendida como el resto de mis compañeros cuando supe que el célebre y atractivo ex cebo y preparador se fijaba en mí. «¿Cómo lo conseguiste?», me había preguntado burlona mi hermana Vera al enterarse. Me hice la importante entonces, pero la respuesta más sincera que hubiese podido darle era: «Porque no lo pretendía». Había surgido, tan solo. Y era real. Si había algo verdaderamente real en mi vida en aquella época, era que nos amábamos.

—Bueno, ¿y cómo te sientes en el gran día? —dijo al fin.

—La verdad, no lo sé. Todo ha ido muy deprisa. Tendré que acostumbrarme.

—Claro, es lógico.

—Y sigue disgustándome dejar el trabajo a la mitad.

—Pueden sustituirte en las cacerías que llevas, ya te expliqué...

—Sí, ya.

—Pero no es eso, ¿verdad?

Sacudí la cabeza y me aparté el cabello húmedo de la cara. —Se me pasará.

—Es el Espectador —dijo Miguel.

Titubeé sin acertar a responder. Habíamos hablado del tema millones de veces, yo lo había consultado con millones de almohadas y preguntado a millones de espejos. Y sin embargo, allí estaba, otra vez, inevitable. El Espectador. Un nombre cuya sola mención hacía que la bilis acudiera a mi garganta y el asco llenara mi cuerpo como si recibiera una transfusión de mierda por las venas.

«Pero ya basta. Has dimitido.
Kaput. The end.»

—Terminaremos cazándolo, cielo, te lo aseguro.

—Lo sé —dije—. Siempre terminamos cazándolos. Es solo que... No sé explicarlo.

—Es solo que pones todo de tu parte, lo das todo para convertirte en lo que tu presa más desea... y luego te cuesta abandonar. A mí me ocurrió igual cuando decidí que había llegado la hora de cerrar la tienda.

—Sí, creo que es eso —repuse con desgana. A Miguel, como a casi todos los hombres, le gustaba pensar que conocía muy bien a su pareja, y yo no dudaba de que en muchas ocasiones captara mis motivos más íntimos, pero algo en mí se rebelaba siempre en contra de aquel escrutinio.

La puerta se abrió en ese instante y se asomó una chica muy joven, de baja estatura, rubia, ojos levemente azules, el pelo recogido en una cola corta y abierta. Vestía el albornoz blanco que llevamos los cebos durante las pausas entre ensayos y llevaba colgada del cuello la tarjeta roja que la identificaba como tal. Pero yo no necesitaba leer su nombre en la tarjeta para saber que era Elisa Monasterio. Venía acompañada de un niño de unos diez u once años, muy guapo, que vestía de igual forma.

—Oh, perdonad, pensé que no había nadie —dijo Elisa enrojeciendo—. Quería buscar
props
para él. Es un «Arthur» nuevo y está un poco confuso. —Le revolvió el pelo al niño—. No sé si interrumpo algo...

—No, adelante —dijo Miguel.

—Hola, Diana. —Elisa sonrió hacia mí. Una hebra de pelo le cayó sobre un ojo.

—Hola, Elisa.

Elisa Monasterio compartía el piso de cobertura con mi hermana, y era su mejor amiga. Interesada como siempre en indagar todo lo que afectaba a Vera, yo ya había recabado información sobre ella. En el departamento consideraban a Elisa buena chica, aunque deseosa de trepar.

—¿Cómo estás, Diana? —preguntó mientras sacaba cajas llenas de
props.

—Bien, gracias. ¿Y tú?

—Mucho trabajo, pero bien.

Surgió un instante de incómodo silencio. Pensé que era muy curioso lo que nos ocurría a los cebos: Miguel y yo habíamos hecho, o dejado que nos hicieran, cosas impensables, grotescas, perversas. Cosas que, solo con contarlas, hubiesen quitado el sueño a un capo del narcotráfico. Y sin embargo allí estábamos, como ex alcohólicos en una terapia de grupo, sometidos a los titubeos sociales de una pausa embarazosa.

—Acabaremos pronto. —Elisa atrajo al niño hacia sí y se puso a revisar las cajas—. Veamos: necesitamos unas cuantas flores...

El verdadero nombre del niño no era Arthur. Gens denominaba así a los cebos menores de edad, por el personaje infantil de una de las primeras obras de Shakespeare,
Rey Juan.
Arthur es el heredero de la corona, pero el actual rey ordena asesinarlo tras intentar cegarlo con hierros al rojo. La escena de la tortura contenía consejos en clave sobre la máscara de Inocencia, según Gens. El apodo se había hecho popular.

Me pregunté, viéndolo alzarse de puntillas sobre sus zapatillas de algodón para mirar el interior de la caja, de qué rincón de la vida habría salido aquel «Arthur», qué clase de trauma habría empujado a sus padres —si los tenía— a aceptar tal destino para su hijo. Porque, aunque salvar a muchos niños poniendo a unos pocos en peligro pueda resultar admisible, no conocía a ningún padre normal que aceptara ese canje. Gens, sin embargo, consideraba a los «Arthur» tan solo como parte del censo de personajes. Su punto de vista al respecto había sido siempre teatral.

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