Read El cebo Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (7 page)

BOOK: El cebo
10.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Voy a hablar con Padilla, que es más o menos lo mismo.

—¡No tienes ningún derecho a decirme lo que debo o no debo hacer!

—Soy, precisamente, la persona que tiene todo el derecho del mundo a decírtelo. Y sé de qué va esto, además.

—¡Yo también sé de qué va esto!

—Tú no tienes ni puta idea. El Espectador es caza mayor, Vera.

—¿Y qué?

—Que no estás preparada, sencillamente.

—¡Padilla cree que sí lo estoy! —Su aparente control se agrietaba. Yo buscaba eso: indignarla, hacerle pasar una rabieta, mostrarle lo infantil que todavía seguía siendo.

—No grites, por favor. A Padilla solo le interesa justificar su sueldo a fin de mes y moderar los gastos. Han recortado el presupuesto para cebos con experiencia y están usando a estudiantes. Muy bien, allá él. Pero tú no jugarás en el equipo.

—¿Y cómo lo vas a impedir, Diana? —Compuso una mueca que me dolió, por lo mucho que me recordaba a mamá cuando se encrespaba—. ¿Te acostarás con él a cambio de que me deje fuera? ¿Le harás una Orgía, como las que hacías para Gens en la granja?

No me importó su ataque. Sabía que Vera envidiaba mi aprendizaje con Gens.

—Padilla hará lo que yo le diga.

Aquella simple respuesta la detuvo. Su rostro semejó un estanque helado sobre el que de repente yo hubiese apoyado la bota. Me dio pena comprobar cómo suavizaba el tono y presionaba otros resortes.

—Escucha, he estado preparándome y sé que puedo hacerlo... Elisa me ha visto y también lo cree. A ella la han elegido para esta noche. Hemos practicado juntas...

Pensé en decirle que Elisa Monasterio tampoco serviría, que usarla para cazar al Espectador era como enviarla a un barranco con los ojos vendados, pero decidí concederle una tregua. A mi hermana le costaba rogarme: era fílica de Petición, y no se le daba bien implorar. Siempre había imaginado que, si tenía suerte, Vera se uniría a un hombre (o a una mujer, pues sabía que Elisa y ella eran más que amigas) a quien miraría como me estaba mirando a mí, obligándolo a comportarse como un corderito.

—Solamente te pido una oportunidad, Diana. Confía en mí, por favor. Toda la vida me has visto como a una niña pequeña que se toma el trabajo como una diversión... No lo haces con mala intención, lo sé... Quieres cuidarme, protegerme, y te lo agradezco. Pero ya no soy una niña —añadió con toda la seriedad que pudo, y se apartó del cuerpo el albornoz que aún sostenía, quizá para mostrarme lo mujer que creía ser—. Y este trabajo es mi vida. Me pasa como a ti... Tú lo has dado todo por esto, ¿no? Has hecho cosas... terribles... por papá y mamá, ¿verdad? Por su memoria... Eres el mejor cebo del mundo, y jamás lo dejarás... No me pidas que lo deje yo.

Era el momento que esperaba. No cambié de expresión al hablar.

—Voy a dejarlo, Vera.

Me miró como si yo fuese una alucinación.

—¿Qué?

—Vine al teatro a presentar mi dimisión a Padilla. Ya hablé con Álvarez.

—¿Hablas... hablas en serio?

—Totalmente.

—¿Cuándo lo decidiste? —Lo decía como si se tratara de algo espantoso.

—He estado pensándolo desde hace meses. Pero fue este fin de semana.

—No... no sabía nada...

—No quería que lo supieras hasta que no se hiciera oficial. Ahora ya lo sabes.

Además de Vera y Padilla, había pensado en decírselo a otras dos personas más. Una de ellas sería Claudia Cabildo.

Y también se lo contaría al señor Peoples, pero por teléfono.

Jamás iría a ver al señor Peoples, ni siquiera para esto. Solo la posibilidad de verlo me hacía estremecer de pies a cabeza y un sudor frío bajaba por mi espalda. Se lo diría por teléfono. Una llamada muy breve.

Vera movía la cabeza, aturdida.

—Pero... ¿por qué?

Me encogí de hombros.

—Quiero vivir una vida normal junto a Miguel. Creo que tengo derecho, ¿no?

—¿Y vas a abandonar al Espectador? —Su tono era el de quien pregunta si iba a abandonar al hombre al que amaba—. ¿Vas a dejarle que siga haciendo lo que hace? ¿Qué... qué coño te pasa?

—Cuida tu lenguaje —le reproché—. Y para contestarte, te diré que estoy harta de vivir odiando. Ahora quiero saber lo que se siente cuando amas a alguien. Solo para variar. Por cierto, te animo a que hagas lo mismo, Vera. La vida tiene otras cosas, y deberías probarlas. Directora de cine era otro de tus sueños, ¿recuerdas? ¿Por qué no lo intentas? Puedo ayudarte, tengo dinero...

—No quiero tu
asqueroso
dinero —dijo, poniéndose el albornoz lentamente. En el espejo, a su espalda, vi cómo sus manos sacaban su larga mata de pelo por fuera del cuello de la prenda.

—Vera —musité—. Podemos intentar llevar una vida normal... las dos.

Sonaron unos golpecitos y la puerta se abrió. Me hallaba tan cerca que casi me dio en la espalda. El rostro alargado de Elisa Monasterio asomó por la abertura.

—Perdonad. ¿Os falta mucho? Hermann dice que tenemos que seguir, Vera.

Ambas le dijimos «enseguida», y ella nos miró con suspicacia y, en mi opinión, con un poco de descaro. Yo sabía que Vera no iba ni al baño sin contárselo antes a «Eli», y esa intimidad me indignaba. Sin embargo, cuando la puerta se cerró, mi hermana parecía más tranquila.

—Hagamos una cosa —dijo—. Déjame seguir con el Espectador. Cuando lo cacen, te juro que pensaré en serio en dejar esto.

Traté de reunir paciencia.

—Vera: el Espectador es lo más peligroso que hemos tenido desde hace mucho tiempo.
Los perfis
todavía no lo comprenden...

—No va a pasarme nada, y lo sabes. Nunca picará con una inexperta. Tú misma lo dices: Padilla nos usa para justificarse. Caerá con una de vosotras... —Se interrumpió—. O con una de tus compañeras, si tú lo dejas... Yo solo quiero participar. ¡Sabes bien que no voy a lograr atraerlo! —Parecía decepcionada, como si se quejara de que un guapo actor de cine no se fijase en ella entre la multitud de admiradores.

Pero se equivocaba, por supuesto. El Espectador era un lobo entre corderos. Podía elegir a cualquiera. Solo tenía que apuntar con el dedo para devorar a otra.

—Te pido solo esto —insistió—. Llevo cuatro años preparándome para ser cebo...

—Yo nunca quise que lo fueras. Pero tú tenías que hacer todo lo que yo hacía.

—Pero ya lo
soy,
es lo que importa. Déjame intentarlo, Diana, por favor...

«Una droga.» Así decía Gens que se volvía aquel horrendo trabajo. «Cuando descubres la pasión y la perversión de servir de veneno a quien odias, ya no puedes dejarlo.» Vera tenía inoculada aquella droga en los ojos. Yo sabía que jamás abandonaría.

La miré en silencio un instante: sus dieciocho años contenidos en un cuerpo pequeño y terso con una voluntad de fuego, tan deseosa de justicia como yo lo había estado a su edad. ¿Acaso iban a frenarla mis palabras?

—De acuerdo. Pero cuando lo capturen, pensarás seriamente en dejarlo —le dije.

—¡Claro que sí! —Su rostro se iluminó—. ¡Te lo juro!

De improviso se arrojó sobre mí. Sentí su juventud palpitando en mi hombro mientras su voz repetía «gracias» y sus brazos me estrujaban, casi ahogándome. Así era Vera de emocional, de apasionada.

—¿Sabes una cosa? —Se apartó para mirarme con ojos brillantes—. A veces pienso que no lo hago por papá y mamá, sino por mí... Para sentirme bien del todo.

Sabía que tenía razón. En realidad, nunca nos sacrificábamos. Hacíamos lo que queríamos hacer, lo que siempre habíamos querido. Nos elegían porque gozábamos destruyendo a quienes destruían, y nos entregábamos por completo al hacerlo. Éramos bombas repletas de venganza, y no nos importaba reventar junto a los crueles.

Le despejé el cabello del rostro. Sonreí.

—Muy bien. Hablaré con Padilla sobre mi dimisión pero no te mencionaré.

—¿Y si él te habla de mí? —preguntó indecisa.

—Le diré que puedes hacer lo que quieras. Ya eres mayor, ¿no? Ahora debes regresar al ensayo. Luego hablamos.

Su sonrisa emocionada me acompañó como un guardaespaldas mientras abandonaba el camerino. En los primeros tres escenarios seguían progresando en la escena de
Ricardo III:
hombres con hombres, hombres con mujeres, niños entre sí. En el último, Elisa Monasterio aguardaba la llegada de mi hermana y me dirigió una mirada implacable al verme. La ignoré: no nos caíamos bien, pero no me importaba. Esperé hasta que Vera se incorporó y me acerqué a Olga Campos, la coordinadora de entrenamiento, que las observaba mientras bebía una infusión.

—Olga, perdona que te moleste, pero me gustaría ver a Padilla. Tú sabes siempre dónde está. ¿Puedes llamarlo?

Olga también había sido cebo, y bastante buena, hasta que un ascenso —debido, según las habladurías, al rollo sentimental que mantenía con Padilla— la había colocado en aquel puesto. Llevaba un albornoz de un negro tan denso como su rizado cabello, y en la sombría atmósfera del sótano parecía un rostro flotante adosado a un vaso de papel. Elevó las negras cejas apenas mirándome por encima del borde del vaso.

—¿Es urgente, Diana? Estoy hasta el culo de...

—Es muy urgente. Quiero pedirle que expulse a mi hermana del departamento con efecto inmediato. Sin indemnización. Solo quiero que la expulse.

Por fin había conseguido que me prestara atención. Apartó el vaso de los labios y me miró con desfachatez. Olga era algo basta, de dientes tan grandes como sus palabras. Se creía la reina de la fiesta en aquel mundo de novatos.

—Eh, ¿qué te has fumado? —Rió—. ¿Crees que Padilla te va a hacer caso, pendeja?

—Si no lo hace —proseguí suavemente—, o no lo hace con bastante rapidez, puede que hable con los medios. Les encantará oírme, te lo aseguro. Les contaré sobre los teatros, los sótanos como este donde ensayan menores de edad para el gobierno, los chicos y chicas que se entrenan para tentar a los locos y todas y cada una de las operaciones en las que he participado. Quizá hasta me lleve fotos. Les parecerá fascinante.

No creía que nadie más me estuviese oyendo. Gestos y frases se sucedían sin interrupción en los escenarios. En cuanto a Olga, seguía mostrando toda su caballuna dentadura. Sabía que no me creía: ser chivato no entraba en la lógica de nuestra profesión, sencillamente. Pero confiaba en que mi amenaza la espabilara. Me señaló con el índice.

—Eso no ha estado bien ni como broma, capulla. Me encargaré de que Padilla te dé una patada en el culo. Perderás el trabajo.

—Ya lo he perdido —repliqué—. Tú, limítate a llamarlo.

La dejé y me aparté a un lado. Vera y Elisa habían hecho otra pausa y escuchaban las instrucciones del entrenador, pero Elisa aprovechó para volver a mirarme, desafiante, como si sospechara lo que me disponía a hacer.

6

A Elisa Monasterio no le agradaba Diana.

Lo pensaba mientras caminaba por las silenciosas calles abrazada a sí misma, no debido al intenso frío y su escaso vestuario, sino a la interpretación de la máscara que ejecutaba. «Es una presuntuosa. Una estúpida presuntuosa que vive de las rentas. Y ahora que se ha jubilado, no quiere que su hermana llegue a su altura.»

En el fondo, sabía que se trataba de una opinión algo injusta. Podía creer perfectamente que Diana solo pretendiera proteger a Vera. Ella también la protegería, si se diera el caso. Y era cierto que Vera era una principiante, que le seguían sorprendiendo las extravagancias del oficio y asustando más de lo debido algunos de los ensayos, pero ¿eran razones suficientes para cerrarle la puerta de la profesión en las narices?

No le molestaba admitir que se sentía celosa del altar en el que Vera había colocado a Diana. En opinión de Vera, nadie había sobre la Tierra más importante que su hermana, y de hecho ni siquiera la había mencionado cuando, tres días antes, al salir de Los Guardeses tras los ensayos y la reunión con Padilla, se derrumbó en el hombro de Elisa para comunicarle la noticia entre sollozos:

—Dice que tengo que mejorar mi estilo...

—¿Tu estilo?

—Me tendrá en reserva... pero quizá no pueda continuar de cebo...

Incrédula y rabiosa, Elisa besó suavemente su pelo mientras la abrazaba.

—Así que tu hermanita, al final, ha ejercido su poder —dijo entre dientes. Pero fue un error, y Vera reaccionó casi ofendida.

—No, no. Diana no ha tenido nada que ver. Padilla lo ha decidido hoy mismo...

—Qué casualidad. El día en que tu hermana vino al teatro a hablar con Miguel.

—Elisa. —Vera la miró (Elisa lo recordaba) entre implorante y agresiva—. Mi hermana cambió de opinión, ya te conté. Me aseguró que no le diría nada.

«Y si Diana se lo aseguró, eso es la ley», pensó Elisa irritada al recordar a la pobre Vera arrojada como un fardo en la cama del pequeño apartamento de cobertura que compartían en Leganés, gimoteando inconsolable. Todo su futuro arrugado y echado a la papelera en menos de un minuto. ¿Y por qué? Padilla era un hijo de puta a quien se le había agriado el carácter debido a tener una hija minusválida, Elisa lo sabía, pero de igual manera sabía que, como director del departamento, jamás habría cambiado de opinión respecto de Vera si la Gran Hermana no hubiese intervenido en el asunto. Estaba segura de que la todopoderosa e influyente Diana Blanco, uno de los mejores cebos de la policía española, era la responsable de la decisión que había tomado Padilla.

Podía perdonarle a Diana que se llevase toda la admiración de Vera, pero jamás le perdonaría que le hiciese el menor daño. «Por mucha hermana que seas, y por mucha Diana Blanco, no tienes derecho a eso.» Adoraba a Vera y se sentía, en cierto modo, responsable de ella. Y si Diana quería hacer el papel de la madre que Vera no había logrado tener, entonces Elisa aceptaba ser la verdadera hermana mayor. Una hermana cuya relación con Vera poseía un grado de intimidad que Diana jamás lograría alcanzar.

Se detuvo un instante, después de que un desnivel en la acera le hiciese casi perder el equilibrio. Calzaba unos absurdos zapatos de plataforma morados, que en Los Guardeses llamaban «coturnos», a esas alturas manchados de barro. La fina llovizna que no había cesado de caer durante toda la noche se había intensificado, y la sentía rebotar sobre su pelo recogido en una rígida y complicada trenza. Tenía el trasero helado, lo cual no le extrañaba en absoluto, pues llevaba las nalgas al aire sobresaliendo por la doble abertura del pantalón de látex púrpura. Era una prenda muy sexy que se pegaba a sus piernas como una capa de sudor, pero después de tres noches seguidas usándola se había acostumbrado. Todo su vestuario era un disfraz supuestamente calculado para atraer al fílico de Holocausto. En cualquier caso, pese a lo extraña que se sentía y las incomodidades del frío y las ajustadas prendas, le gustaba salir así. Además, estaba drogada. No era que lo necesitase, desde luego no después de tres noches haciendo lo mismo, pero nunca estaba de más tomar alguna cápsula de esos potingues que logran marearte lo justo sin darte sueño: Prizaprim, Dialdrén, cualquiera servía. La droga la obligaba a veces a ralentizar el paso y separar un poco las piernas para no caer, pero al mismo tiempo la relajaba, y de ese modo la máscara no se estropeaba con los nervios.

BOOK: El cebo
10.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

i 9fb2c9db4068b52a by Неизв.
Something Might Happen by Julie Myerson
Strands of Starlight by Gael Baudino
Saving Her Destiny by Candice Gilmer
Sandra Chastain by Firebrand
Make Me by Carolyn Faulkner