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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (12 page)

BOOK: El cebo
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—Tú los has pisoteado —replicó—. A ellos y a su recuerdo.

La acusación me hizo reaccionar. Hablé con repentina calma.

—No, yo no los he pisoteado. A nuestros padres los mataron delante de nosotras, Vera, cuando tú tenías cinco años y yo doce. A nosotras nos hicieron tantas cosas que ni siquiera las recordamos. Pasamos meses enteros en el hospital, y esa etapa sí la recuerdo. Tú tenías los tímpanos perforados y no me oías. Los médicos me explicaron que te los habían roto a golpes. Dormías la mayor parte del día, pero yo procuraba sentarme junto a ti para que me vieras al despertar, y cuando despertabas, te hablaba, aunque sabía que no podías oírme. ¿Sabes lo que te decía? Te decía que no había podido ayudarte entonces, pero que juraba por la memoria de nuestros padres que jamás, jamás iba a permitir que alguien volviera a hacerte daño. Te juraba que mataría a quien te tocara. No, no lo mataría. Me lo comería vivo. Y he tratado de cumplir mi juramento. —Hice una pausa—. Te jugué una mala pasada el lunes, lo sé, pero volveré a hacerlo siempre que piense que estás en peligro. Haré
cualquier cosa
si pienso eso, Vera. Cualquier cosa. No solo por ti, también por papá y mamá.

Vera había recogido todos los trozos del retrato y en aquel momento los dejó sobre la mesilla cuidadosamente. Luego se volvió y cogió su chaqueta de lana, que había arrojado sobre la silla de enea. No habló hasta que no se la puso y extendió con un cabeceo su largo y lindo pelo castaño oscuro por la espalda. Al mirarme, me apenó ver cuánta soledad había en sus ojos.

—Tú haz lo que quieras —dijo con indiferencia—. Pero yo saldré a cazar a ese bicho todas las noches. Todas. —Se dirigió a la salida, pareció olvidar algo y se volvió de nuevo hacia mí—. Solo te pido un favor: guarda tu compasión para ti misma.

No cerró ninguna puerta al irse. Y, durante un buen rato, yo tampoco.

—¿Qué coño quieres, Blanco? No es buen momento para llamaditas, joder, estamos hasta el culo de trabajo desde anoche... Te habrás enterado del secuestro de Elisa...

—Sí, Vera me lo contó —dije reprimiendo la rabia—. Y otras muchas cosas.

Padilla titubeó.

—Mira, tuve que decirle la verdad cuando me llamó esta mañana... Se subía por las paredes con lo de Elisa, ¿comprendes? Me dijo que iba a salir a cazar, hiciéramos lo que hiciésemos, que no íbamos a poder impedírselo...

—Pero sí podéis —repliqué secamente.

Intentaba no poner emoción en mi voz, pese a que solo hablábamos por teléfono y no frente a un decorado. Julio Padilla, el director de nuestro departamento, el César de los Cebos, era fílico de Petición, como Vera: el mejor modo de no mosquearlo era hablarle con práctica frialdad.

—Podéis llamarla a capítulo —agregué—. Podéis entretenerla haciéndole repetir un ensayo cada noche. Podéis enviar a otro cebo a su casa para engancharla con una Petición. Podéis poner perros guardianes en su puerta...

—Y podemos hacer que un adivino le advierta sobre los Idus de Marzo, si quieres —tronó Padilla en el auricular inalámbrico colocado en mi oreja. Yo hablaba arrodillada en el suelo de mi apartamento mientras tecleaba en el portátil para extraer todos los archivos sobre técnica de Holocausto que había en nuestra red codificada—. Vamos, Blanco, el lunes acepté tus amenazas, pero no te pases de lista conmigo, ¿vale? Quieres que cuidemos a tu hermana, pero ¿qué me ofreces a cambio? ¿Dinero o tu cuerpo? —ironizó.

—Al Espectador —dije—. En bandeja.

Hubo un silencio.

—Bromeas.

—No.

—Te recuerdo que llevas más de dos meses intentándolo, reina.

—Llevo más de dos meses haciendo el trabajo rutinario que los
perfis
aconsejan. A partir de ahora voy a encargarme yo sola. Jornada intensiva.

—¿La gran Diana Blanco suplicando ser readmitida? —Se burló—. Esto no funciona así, bonita, esto no es «ahora entro, ahora salgo», como en el sexo, niña. Imagínate el cabreo de la administración si te diera de nuevo de alta como funcionaria...

—No quiero ser readmitida. Lo haré por mi cuenta. Te entregaré al Espectador sin cobrar un euro más. Solo exijo que impidas a mi hermana salir a cazar.

Otro silencio. Sabía que Padilla era, a su modo, casi más ...políticamente correcto que Álvarez, pero al hablar con los cebos mostraba a veces una gran brutalidad. Se decía que, tras el accidente que había dejado a su hija paralítica, el lado humano de su profesión se había atrofiado en él por completo, y quizá debido a eso estaba considerado tan buen director. Pero yo no intentaba apelar a su humanidad sino a su oportunismo.

—No quiero ayuda de ninguna clase —añadí—, únicamente que arregles una entrevista entre los
perfis
y yo para mañana a primera hora. Quiero saberlo
todo
sobre el Espectador, lo que sabéis, lo que sospecháis, lo que solo imagináis, desde la talla de sus camisas hasta el partido al que vota. Lo público, lo secreto y lo confidencial.

La risa de Padilla brotó como si estuviera escuchándolo bajo una bóveda.

—Diana Blanco, la «cerebrito» de Gens, no has cambiado... ¿Y todo esto para qué? ¿Para proteger a tu hermana? No vamos a poder controlar a Vera hasta que tú caces a ese monstruo, si es que lo haces, compréndelo...

Yo lo comprendía, y tenía mi respuesta preparada.

—Dame una semana. Si el viernes que viene no lo he cazado, lo dejo.

—¿Una semana frenando a Vera? Tendría que meterla en la cárcel.

—Tú mismo.

Encontré un centenar de archivos sobre máscara de Holocausto. Los descargué en una pantalla virtual en el aire, y el pequeño salón de mi casa resplandeció como un árbol de Navidad. Entonces pinché en las carpetas con toda la información que poseía sobre el Espectador y las abrí también mientras aguardaba a que Padilla pensara. Era como un elefante adormecido a la hora de tomar según qué decisiones.

—Una semana es mucho, chica lista.

—Tres noches entonces: mañana viernes, sábado y domingo, y la entrevista con los
perfis
para mañana.

—No cazarás ni un puto conejo en tres noches.

—¿Qué pierdes con probar? Te estoy proponiendo sustituir a una novata por una veterana gratis, gran genio.

—¿Acaso cree usted, señorita, que Psicología Criminal de Madrid es lo que le salga de sus putos ovarios, por Diana Blanco que sea?

No me alteré, seguía abriendo páginas mientras hablaba.

—Sabes que puedo cazarlo, Julio. Es el Espectador, la gran pieza, Julio. No tendrás siquiera que mencionarme. Tú te llevas todo el triunfo, Vera se queda en casa y conmigo puedes hacer luego lo que te salga de tus putos cojones.

Hubo otra pausa, esta vez breve.

—Tres noches. Ni una más, Blanco —dijo Padilla y colgó.

9

Ricardo Montemayor y Nacho Puentes, los
perfis
que coordinaban el caso, estaban esperándome la mañana del viernes en Los Guardeses. Cuando los tres ocupamos nuestros asientos, Montemayor dijo:

—Empieza tú, Nacho.

—No, please,
tú. Yo te interrumpiré si te equivocas.

—Uf, entonces no vas a abrir el pico en toda la mañana.

Sonreímos. Montemayor y Nacho siempre estaban bromeando.

—Veamos. —Montemayor alzó una ceja—. En el perfil del Espectador hay cosas buenas y cosas muy malas...

—Ya te has equivocado,
sorry
—cortó Nacho—. Hay cosas malas, cosas muy malas y cosas francamente jodidas. Y estas últimas son la mayoría.

—Aceptémoslo. No pondré reparos a su punto de vista, monseñor Puentes.

Nacho alzó una mano en señal de agradecimiento. Montemayor prosiguió:

—En cualquier caso, hay muchos datos. Quizá sería mejor si tú nos hicieras las preguntas, Diana.

Crucé las piernas y sostuve el pequeño
notebook
en la palma de la mano izquierda para rascarme con la derecha el costado bajo la camiseta de tirantes.

—Solo tengo una pregunta, en realidad, chicos —dije—. ¿Cómo puedo hacerlo trizas en tres noches?

—Averigúalo tú y nos lo cuentas —repuso Nacho.

—Querido discípulo —terció Montemayor—. La señorita Blanco necesita el alfa antes que el omega.

—Ok,
papá.

Montemayor rezongó y alzó una ceja mientras se retrepaba en el asiento. Era cierto que tenía más edad que Nacho, pero no tanta como para poder ser su padre. Pese a su calvicie y su barbita grisácea, la escasez de arrugas y la tersura de la piel delataban cuarenta y pocos años, si bien algo estropeados por un vientre notorio. Vestía siempre con prodigioso descuido, y su preferencia (yo ignoraba por qué) eran los chalecos militares y pantalones de camuflaje llenos de bolsillos. En directo contraste, Nacho Puentes era de esa clase de maniquíes que podías imaginarte con facilidad en los escaparates de lujo. De espesa melena negra peinada hacia atrás, piel morena y ojos oscuros, su cuerpo de bailarín siempre realzado por ropa de marca (en aquella ocasión, un Armani marrón entallado), tenía esa clase de belleza masculina treintañera tan perfecta que casi parecía insulsa. Algunos comentaban que era gay y que su pareja era Montemayor, pero yo sospechaba que aquel rumor era producto de la envidia de los hombres, tan propensos a tildar de maricas a cuantos dioses griegos ven sobre la Tierra.

Una cosa era segura: se trataba de dos de los mejores perfiladores de la policía europea, y eso era lo que más me importaba.

Porque el Espectador era lo
peor
que teníamos en Europa desde hacía tiempo.

—Veamos, ¿qué sabemos? —Montemayor manipulaba el pequeño teclado sobre sus piernas—. Sabemos que es varón, caucásico, alrededor de cuarenta años, atractivo, saludable, muy inteligente, con medios económicos altos... Un Nacho —resumió.

—Mis medios económicos son todavía bajos,
dear professor
—dijo Nacho.

—Y espero por tu bien que os separen otras diferencias —repuso Montemayor—. Posee una casa bastante equipada, con varias plantas y un sótano, o quizá dos niveles de sótanos. Lo más probable es que se encuentre en los alrededores de Madrid capital. Menos probable, en provincias limítrofes. Es fílico de Holocausto...

—Uno bien gordo. —Nacho asintió—. Usa cuerdas incluso para atarles la cabeza.

—Dejemos sus perversiones para después, querido discípulo. Primero, el alfa.

—All right.
Y babea con tops negros, correas,
G-strings...

Montemayor miraba a su compañero con expresión de reproche.

—G-strings
—gruñó—. Tangas, coño. Habla en cristiano, joder.

—Sorry, daddy.

—No tiene pareja en la actualidad. Nacho y yo nos inclinamos más por un viudo que por un JD. Alcé la vista de la pantalla de mi
notebook.

—¿Un JD?

—«Jodido divorciado» —aclaró Nacho, y ambos rieron—. Demandas judiciales, peleas por custodias, pensiones astronómicas, ya sabes...

—Más bien creemos que su pareja desapareció del mapa.

—Más bien creemos que él la hizo desaparecer —matizó Nacho.

—No sabemos cuándo. Quizá fue su primera víctima. —Montemayor se encogió de hombros—. Le gustó y repitió. De hecho, su evolución muestra signos del «Berowne Perjuro» —citó en tono docto—. No sabemos cuándo comenzó, quizá desde muy joven, pero ha ido perfeccionando sus rituales y acelerando el ritmo. Puede que antes fuese itinerante e irregular. Ahora es un «Berowne», y tiene un único lugar, un «Reino». Pensamos que es su casa, y por eso creemos que está dividida en dos partes: una superior, para su conciencia; otra inferior, para los deseos.

Apunté el dato. Sabía que Montemayor aludía al estudio de Víctor Gens sobre la comedia de Shakespeare
Trabajos de amor perdidos,
donde un rey y tres de sus súbditos juran llevar una vida de castidad y estudios hasta que la intromisión de cuatro damas de la corte francesa los hace dar marcha atrás. El primero en decidir que deben romper el juramento es el personaje llamado Berowne, y Gens denominaba así al delincuente que, tras una etapa de represión, deja en libertad su psinoma sin que nada lo retenga. Con los tobillos cruzados, el
notebook
sobre los muslos, tecleé: «Es un Berowne: pasó por una etapa de represión de sus deseos de Holocausto. Ahora los concentra en una casa, probablemente zona inferior».

Interrumpí a Montemayor con suavidad y le pregunté si aquel dato podría estar relacionado con cierta preferencia por la filia de Mirada, que según Gens era la clave simbólica de aquella comedia. Aceptaron mi suposición.

—No obstante, es preciso valorar la importancia del contacto visual en este caso, Diana —precisó Montemayor—. No digo que no le guste que lo mires, pero su conciencia fue fulminada en algún punto por el psinoma, y eso ha incrementado de manera notable el concepto que posee de sí mismo como sujeto dominante.

—Y su ritmo depredador: diecinueve víctimas en ocho meses —agregó Nacho.

—Veinte, si contamos a Elisa —dijo Montemayor.

Estaba distraída pensando en repasar un viejo estudio de Moore sobre técnica de Mirada, y tuve que pedirles que repitieran el último dato. Sentí un escalofrío.

—Según mi información eran solo doce —dije. En el aire situado entre los perfiladores había aparecido una pantalla virtual con veinte naipes de una baraja de rostros.

—Interior decidió barrer los casos dudosos bajo la alfombra para no alarmar en exceso —explicó Montemayor—, pero lo cierto es que no son solo prostitutas o solo inmigrantes. Tenemos varias españolas, una turista francesa, una colegial polaca, una rusa...

—Muchas del Este, de todas formas —dijo Nacho—. Pero es bastante cosmopolita, aunque siempre las elige de piernas largas: tenemos incluso dos bailarinas. —Me miró lanzándome un guiño—. Tú tienes las piernas largas. Eso es un punto positivo.

—Le patearé las pelotas con mis piernas largas —repliqué, y Nacho se echó a reír—. ¿Por qué tantas extranjeras? ¿Podría ser extranjero?

Nacho meneó la cabeza.

—Desde luego, es hombre de mundo, pero de alguna manera parece resultar tranquilizador para las víctimas, por lo que sospechamos que habla castellano y probablemente inglés con naturalidad.
Su pick-up
es completamente espontáneo, nada de «entra ahí o disparo» o golpes en la
cabeza,
aunque en la etapa final, cuando las introduce en el coche, usa
drugs:
un espray anestésico muy efectivo que te deja olor a rosas.

—Por Dios, Nacho —cortó Montemayor—. ¿Puedes hablar en algún momento como Dios manda? «Su
pick-up», «drugs»...
—Me miró, cómicamente enfadado—. Lo siento, está así desde que vino de trabajar con el grupo de Berkeley este verano. A mí me dice
«let's go»
cada vez que le pregunto si nos vamos a almorzar...

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