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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

El Cerebro verde (17 page)

BOOK: El Cerebro verde
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Un grupo de monos de cola larga seguía el aparato. Dejaban escapar toda clase de chillidos mientras saltaban y brincaban por los árboles a lo largo de la orilla izquierda.

—Cada vez que veo alguna criatura ahí afuera me pregunto: ¿es realmente lo que parece? —dijo Rhin.

—Esos monos son realmente lo que parecen —comentó Joao—. Creo que hay algo que nuestros amigos no pueden imitar.

Espesos y retorcidos árboles de dura madera, a lo largo de ambas orillas, daban paso a hileras de palmeras sagú, respaldadas por oleadas del verdor de la omnipresente selva. De tanto en tanto, el verdor se alteraba por la existencia de troncos rojizos de guayavilla inclinados sobre la corriente.

En un recodo sorprendieron a un pájaro de color de rosa, de largas patas, que se elevó con pesadas alas, volando en la misma dirección que la corriente.

—Nos acercamos a los rápidos. Ajústense los cinturones —recomendó Joao.

—¿Está seguro? —preguntó Chen-Lhu.

—Sí, lo estoy.

Joao escuchó como sus compañeros de viaje cerraban sus hebillas, se ajustó su propio cinturón de seguridad y miró al panel de control para comprobar los ajustes llevados a cabo por Vierho. El arranque, las luces, el interruptor. Movió la rueda de mando, notando lo floja que estaba. Rezó una silenciosa plegaria y se dispuso a lo que pudiera presentarse.

Le llegó un ruido a sus oídos como el leve rumor del viento entre los árboles. Allí, a menos de un kilómetro de distancia, comprobaron la existencia de un hervidero de agua blanca. La espuma y la neblina resultante se elevaba en el aire. El sonido era un sordo resonar de tambores que crecía por segundos.

Joao sopesó las circunstancias: altas murallas de árboles a ambos lados y elevadas escarpaduras de rocas húmedas hacían el paso más estrecho. Sólo cabía una salida: seguir adelante.

«Ése es el sitio —pensó Chen-Lhu—. Nuestros amigos estarán ahí esperándonos…». Empuñó un rifle rociador e intentó cubrir ambas orillas.

Rhin sintió que se precipitaban sin remedio contra la terrible corriente.

—Hay algo en los árboles, a la derecha y sobre nuestras cabezas —indicó Chen-Lhu.

Una sombra oscureció el agua a su alrededor. Formas blancas revolotearon impidiendo la visión delantera.

Joao presionó el encendido y contó hasta tres.

Los motores estallaron con un rugido atronador. El helicar surgió a través de la pantalla formada por los insectos, fuera de la sombra.

«Vamos, pequeño, no estalles ahora… No estalles», imploraba Joao.

—¡Una red! —exclamó Rhin—. ¡Tienen una red atravesando el río!

El aparato se elevó como una serpiente que atacase a un enemigo cercano. Joao actuó por reflejos, haciendo que el aparato se elevase entre las suaves paredes negras de la roca. La red aparecía directamente frente a ellos cuando el helicar se elevó.

Joao maniobró el aparato para escapar de las brillantes paredes negras y rocosas.

—¡Pasamos, pasamos! —exclamó Rhin.

Joao intentó tragar saliva. Tenía la garganta reseca. Aún tenía agarrados fuertemente los controles. Vio, corriente abajo, una amplia laguna inundada, como abierta en una isla.

«Aguas de color marrón, terrenos inundados», pensó.

Miró atrás. Unas nubes casi negras servían de fondo a truenos y relámpagos. «Lluvias e inundaciones —pensó—. Debió de ocurrir durante la noche».

Joao se maldijo por no haber notado antes el cambio de coloración del agua.

—¿Qué va mal, Johnny? —preguntó Chen-Lhu.

—Nada que podamos impedir.

Todavía en el aire, Joao intentó dar un nuevo impulso a los motores. Éstos emitieron una serie de pequeños estampidos y luego quedaron en silencio. El combustible se había acabado.

El viento silbaba a su alrededor, y Joao intentó ganar la mayor distancia posible. El helicar comenzó a balancearse como un borracho haciendo eses, hasta que, finalmente, los flotadores tocaron la corriente con violento chasquido. Un remolino envolvió al helicar. El ala derecha comenzó a hundirse poco a poco.

Joao apuntó hacia la playa de arena oscura que divisó a su izquierda.

—Nos estamos hundiendo —exclamó Rhin angustiosamente, con la sorpresa y el horror impresos en su voz.

—No, está flotando —dijo Chen-Lhu—. El aparato ha chocado contra la red.

El flotador de la izquierda rozó la arena de la playa y el helicar se detuvo. Algo parecía hervir bajo el agua, a la derecha, y gran cantidad de burbujas afloraban a la superficie.

Rhin ocultó la cabeza entre las manos, temblando.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Chen-Lhu. Se sorprendió al comprobar la debilidad de su propia voz.

«Es el fin —pensó—. Nuestros amigos nos encontrarán aquí. Es el fin de todo».

—Hay que reparar el flotador —dijo Joao.

Rhin levantó la cabeza y observó a Martinho.

—¿Aquí? Vamos, Johnny —dijo desmayadamente Chen-Lhu.

—Sí, aquí —estalló Joao.

—¿Es posible arreglarlo? —preguntó Rhin.

—Si nos conceden suficiente tiempo, espero que sí.

Joao estudió el entorno. No vio ningún insecto. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se deslizó hacia la suave superficie del flotador izquierdo.

—En esa selva se podría esconder todo un ejército de enemigos —comentó Chen-Lhu.

Joao le miró. El chino permanecía en el interior de la cabina.

—¿Cómo va a arreglar ese flotador? —preguntó Chen-Lhu. Rhin apareció junto al chino, esperando la respuesta.

—Todavía no lo sé —repuso Joao.

El agua estaba agitada. Joao se deslizó dentro y la sintió cálida y densa. Se dirigió hacia la parte de los motores del helicar. Apreció un fuerte olor a combustible quemado. Una gran mancha grasienta se deslizaba corriente abajo. Joao pasó suavemente una mano a lo largo del filo del flotador derecho, explorando la superficie hundida.

En el borde de la parte trasera sus dedos encontraron una fisura producida en el metal, y trozos del parche con que Vierho lo había remendado. Joao exploró el agujero. Era desalentadoramente grande.

Se oyó el quejido del metal cuando Chen-Lhu descendió sobre el flotador izquierdo con un rifle rociador en la mano.

—¿Podremos arreglar la avería? —preguntó el chino. Joao se volvió hacia Chen-Lhu al comprobar el tono de voz con que le había hablado.

«¡Está asustado como un idiota!», pensó Joao.

—Tendremos que poner un parche a ese flotador.

—¿Y cuánto tiempo nos llevará? —preguntó Rhin desde la cabina.

—Si hay suerte, por la noche ya estará listo —contestó Martinho.

—No creo que nos concedan tanto tiempo —indicó Chen-Lhu.

—Les llevamos unos cuarenta kilómetros de ventaja —comentó Joao.

—Sí, pero ellos también pueden volar —dijo Chen-Lhu.

—Han vuelto a volar —fue la acusación del Cerebro.

—El vehículo está en el suelo y gravemente dañado —informaron los recién llegados—. Ya no flota sobre el agua. Los humanos parecen no haber sufrido daños. Nosotros ya hemos conducido hasta allí a los grupos de acción, pero los humanos están disparando sus venenos a cualquier cosa que se mueve. ¿Cuales son las instrucciones?

El Cerebro trabajó con calma, computando los factores precisos para llegar a una decisión. «Emociones…, emociones… Las emociones son la maldición de la lógica», pensó el Cerebro.

Datos…, datos…, datos. Estaba literalmente sobrecargado de datos. Pero siempre aparecía un factor imprevisible, incontrolable casi. Los nuevos acontecimientos habían modificado los antiguos hechos. El Cerebro conocía muchos factores relativos a los humanos, hechos observados, algunos obtenidos por inducción y deducción, y otros proporcionados por los microfilms procedentes de las bibliotecas situadas en la zona Roja y depositados allí para cuando llegase el tiempo del retorno.

Pero en aquellos datos existían muchos baches, lagunas, puntos oscuros.

El Cerebro se esforzó para manejarlos y observar con sus propios sensores lo que entonces podía reunirse solamente por los mensajeros volantes. Su vehemente deseo quedó nublado por una racha de señales difusas procedentes de los dormidos y casi atrofiados músculos de los centros de control. Los insectos encargados de su nutrición se dispersaron por la superficie del Cerebro, alimentando allí donde las demandas poco frecuentes se despertaban, suministrándole aditivos en hormonas en los puntos del bloqueo y frustración que por un momento amenazaban su estructura.

«Ateísmo», pensó el Cerebro, cuando volvió su serenidad química. «Hablaban de ateísmo y del cielo». Aquellas cuestiones confundían extraordinariamente al Cerebro. La conversación, según le informaron, surgió por una discusión entre los humanos, y pertenecía de algún modo a la pauta de emparejamiento seguida también por aquellos…, al menos, entre los humanos del vehículo.

Los insectos que danzaban en el techo de la caverna, volvieron a insistir en la pregunta anterior:

—¿Cuáles son las instrucciones?

Nuevamente, los insectos nutrientes se dieron prisa a alimentarle.

La calma volvió al Cerebro, y se preguntó sobre el hecho de que los pensamientos —meros pensamientos— pudieran aportar un tal sobresalto. Lo mismo parecía ocurrir con los humanos.

—Los humanos que hay en el vehículo tienen que ser capturados vivos —ordenó el Cerebro—. Que entren en acción todos los grupos disponibles. Localizad un lugar adecuado río abajo y que se instalen allí los grupos de acción.

El Cerebro terminó, pero sin dejar todavía a los mensajeros. Entonces, como actuando con un pensamiento surgido a última hora, expresó:

—Si todo falla, matadlos, pero sin destruir sus cabezas. Salvad y guardad sus cabezas.

Entonces, quedaron libres los mensajeros. Tenían ya sus instrucciones y salieron zumbando fuera de la caverna hacia la brillante luz del día exterior, volando por encima de las rugientes aguas.

Por el oeste, una nube pasó cubriendo el sol. El Cerebro registró el hecho, notando que el ruido del río era más fuerte aquel día.

«Las lluvias en las tierras altas». Este pensamiento despertó el interior de su memoria: hojas húmedas, riachuelos en el suelo de los bosques, el aire húmedo y frío, pies chapoteando en la arcilla gris…

Los pies de la imagen parecieron los suyos propios, y el Cerebro encontró aquello un hecho singular. Pero los insectos encargados de su nutrición tenían la serenidad química a la mano, y el Cerebro continuó considerando entonces todos los datos que poseía sobre el cardenal Newman. Pero en ningún lugar pudo descubrir la referencia de aquel cardenal Newman.

El parche consistió en hojas amarradas con cuerdas de las tiendas y enredaderas del exterior, junto a coagulantes rociados procedentes de una bomba que Joao había hecho explotar en el interior del flotador. El helicar ascendió de nivel en la orilla junto a la playa, y Joao continuó, con el agua a la cintura, comprobando el trabajo realizado.

Todavía disponían tal vez de una hora de luz.

Joao se apartó del flotador, hacia la playa. Se quedó mirando estúpidamente hacia el depósito del helicar, imaginando cómo pudo haber realizado tal trabajo.

«Ah, sí…, Vierho».

El helicar continuó derivando hacia fuera, arrastrado por la corriente. Estaba ya a casi dos metros de Joao cuando éste comprendió que tendría que abordarlo. Se lanzó hacia el flotador derecho, se colgó al extremo trasero y se elevó dejándose caer sobre él.

Una mano le tomó por el cuello a través de la escotilla abierta. Con la ayuda de aquella mano hizo un supremo esfuerzo y se puso de rodillas, arrastrándose literalmente hasta el interior de la cabina. Una vez dentro, comprobó que había sido la mano de Rhin.

A bordo, ya habían cerrado y sellado la cubierta transparente.

Joao sintió algo que le pinchaba en la pierna derecha. Observó que Rhin estaba arrodillada junto a él aplicándole una transfusión de energía.

Chen-Lhu se agachó y puso una mano bajo el brazo de Joao.

—Vamos, Johnny. A su asiento, ¿eh?

—Sí. —Joao se levantó con dificultad y se dejó caer en su asiento. Su cabeza parecía descansar sobre un colchón de goma—. ¿Estamos en la corriente? —preguntó con dificultad.

—Parece que sí —repuso el chino.

Joao sufría de atroces dolores por todo el cuerpo. Sintió que la transfusión que Rhin le aplicó en la pierna actuaba como un ejército distante que luchase contra su extremada debilidad. Tenía la piel cubierta de sudor, y la boca seca y ardiente.

Joao miró a su alrededor. Rhin había retornado a su asiento. Chen-Lhu estaba arrodillado junto a la gran caja de repuestos mirando atentamente a la orilla izquierda.

Joao miró hacia un claro existente por la ventanilla derecha y vio a través de los árboles una serie de picos montañosos de un extraño color y un sol gris verdoso por encima de los picos.

—Cierra los ojos y relájate —le dijo Rhin.

Joao echó la cabeza hacia atrás y vio que Rhin se inclinaba sobre él para darle un masaje en la frente.

—El muchacho tiene la piel ardiendo —dijo Rhin al chino.

Joao cerró los ojos. Las manos de Rhin estaban frescas y de ellas emanaba paz… La negrura de una fatiga total se cernió sobre él. Sintió que en la pierna derecha le aplicaban otra carga de energía.

—Intenta dormir —le dijo dulcemente Rhin.

—Rhin, ¿cómo se siente usted? —le preguntó Chen-Lhu.

—Me he puesto una carga de energía —repuso ella—. Pienso que es el resultado de la ACTH; proporciona un alivio inmediato.

El sonido de las palabras era como un rumor lejano y extraño para Joao, pero su significado aparecía claro y distinto en su mente, sintiéndose fascinado por los matices de las voces que escuchaba. Las palabras de Chen-Lhu estaban cargadas de reticencia, las de Rhin le aportaban consuelo, le alejaban el temor y le llenaban de un genuino interés por su persona.

Rhin terminó de acariciarle la frente y se echó hacia atrás en su asiento. El crepúsculo derramaba su coloreado esplendor dorado entre ellos, y conforme observaba las nubes, éstas se convirtieron en oleadas rojas como la sangre. Se sintió alarmada y miró enfrente.

La corriente arrastraba al helicar alrededor de una curva en forma de hoz. A lo largo de la orilla oriental el agua fluía teñida de color malva y plata, metálica y luminosa.

Una enorme bandada de lo que parecían ser palomas silvestres volaba sobre la orilla derecha. Rhin disfrutó de aquella relativa calma.

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