El Cerebro verde (20 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Cerebro verde
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Fue como si aquel pensamiento le arrojase a un rincón para encararse a sí mismo con la imagen reflejada de un espejo. Era todo sustancia y reflexión. La repentina claridad de aquel despertar hizo que pasaran por su mente recuerdos sorprendentes, hasta que todo su pasado desfiló en una secuencia ininterrumpida. Era la realidad y la ilusión, mezcladas en un todo.

Pasó aquella sensación, dejándole en un estado febril, temblando interiormente y con una sensación angustiosa de haber perdido algo muy importante.

—Oscar Wilde fue un asno pretencioso —dijo entonces Rhin—. Cualquier número de vidas es tan valioso como cualquier número de muertes. La valentía tiene poco que ver en esto.

«Incluso Rhin me está defendiendo», pensó Chen-Lhu.

Pero tal pensamiento le puso furioso.

—Ustedes, estúpidos temerosos de Dios —restalló—. Todos ustedes profiriendo: «¡Tú tienes el ser, Dios!» ¡No podría existir ningún dios sin el hombre! ¡Ningún dios tendría el conocimiento de su existencia si no fuera por el hombre! ¡Si de veras existiera ese dios, este universo sería su error!

Chen-Lhu quedó en silencio, sorprendido de sí mismo al comprobar que estaba jadeando, como si hubiera realizado un gran esfuerzo.

Una tremenda racha de pesada lluvia martilleó sobre la cubierta transparente del helicar, como si se tratase de alguna respuesta celestial, para quedar, poco después, reducida a un suave tintineo.

—Bien, hemos oído al ateo —dijo Rhin.

Joao miró en la oscuridad a donde procedía la voz de Rhin, repentinamente irritado contra ella, sintiendo vergüenza de sus palabras. La cosa debería haber quedado olvidada y sin comentarios. Joao tuvo la sensación de que las palabras de Rhin sirvieron sólo para impulsar a Chen-Lhu a refugiarse en un rincón.

Tal pensamiento le hizo recordar una escena de los días en que estudió en Norteamérica, durante unas vacaciones con un compañero de estudios en la zona oriental de Oregon. Estuvo cazando codornices a lo largo de una valla que separaba dos propiedades, donde dos de sus anfitriones soltaron los perros, que salieron corriendo tras la hembra de un coyote. El animal vio al cazador y se refugió precisamente en la esquina de una valla, quedando allí atrapada.

En aquel rincón, el coyote hembra, símbolo de la cobardía, se revolvió como una fiera, mordiendo a los dos perros, que huyeron sangrando y con el rabo entre las patas. Joao, sorprendido, observaba la escena y permitió que el coyote escapara.

Recordando el episodio, Joao tuvo la sensación de que el hecho tenía un exacto parecido con el problema de Chen-Lhu. «Alguien o algo ha atrapado a ese hombre en un rincón».

—Ahora me voy a dormir —dijo Chen-Lhu—. Despiértenme a la medianoche. Y, por favor…, no se distraigan.

«¡Vaya al infierno!», pensó Rhin. No intentó disimular el ruido que produjo al caer en brazos de Joao.

—Hay que situar parte de nuestras fuerzas bajo los rápidos —ordenó el Cerebro—, en caso de que los humanos escapen de la red.

A continuación el Cerebro añadió el símbolo de amenaza-temor de la supervivencia de la supercolmena, produciendo así el mayor grado de irritación y de alerta entre los mensajeros y los grupos de acción.

—Dad a los pequeños destructores cuidadosas instrucciones —continuó ordenando el Cerebro—. En el caso de que el vehículo traspase la red y pase los rápidos, los tres humanos deben morir.

Los mensajeros alados de color de oro danzaron sobre el techo en prueba de confirmación, y salieron zumbando fuera de la caverna, a la luz grisácea que pronto se convertiría en la oscuridad de la noche.

«Esos tres humanos han sido interesantes, incluso informativos —pensó el Cerebro—, pero ha llegado el final. Disponemos de otros humanos, y la emoción no figura entre las necesidades lógicas».

Pero aquellos pensamientos sólo sirvieron para hacer surgir un numero mayor de las nuevas emociones recién aprendidas por el Cerebro, haciendo que los insectos nutrientes acudieran afanosos para suplir las demandas.

El Cerebro olvidó a los tres humanos del río y consideró la situación de los simulacros que estaban más allá de las barreras.

La radio no aportaba informes de que los simulacros hubiesen sido descubiertos, pero esto no significaba nada realmente. Tales informes podrían muy bien haber sido suprimidos. A menos que ellos pudieran ser localizados por sus semejantes y advertidos, los simulacros saldrían a escena. El peligro era grande y quedaba muy poco tiempo.

La agitación del Cerebro hizo que sus asistentes adoptaran una rapidez de atención que raramente ponían en práctica. Le administraron narcóticos. El Cerebro quedó sumido en un estado letárgico, donde sus sueños le transformaron en una criatura parecida a los humanos, viéndose con un rifle en las manos. En tal estado, los insectos nutrientes no podían hacer nada para llegar hasta él y asistirle. La inquietud y la preocupación continuó.

El río estaba recubierto con un manto de niebla. Joao se sintió condolido y a disgusto, con los pensamientos confusos por una febril sensación parecida a la niebla que cubría el río. El cielo tenía una blancura de platino.

Enfrente surgió la mole de una isla envuelta por el velo fantasmal de la niebla. La corriente arrastraba al helicar hacia la derecha, alejándose de los montones de troncos, matorrales y desechos que vibraban con la fuerza de las aguas.

—¿Cuándo cesará la lluvia? —interrumpió la voz de Rhin.

Chen-Lhu respondió desde atrás.

—Al amanecer. —Tosió varias veces y añadió—: Seguimos sin señales de nuestros amigos.

Rhin miró a Joao y se dio cuenta de lo agotado que estaba, con los ojos cerrados, ofrecía el aspecto de un cadáver. Tenía las órbitas circundadas por unos círculos negros.

«Mi último amante —pensó—. La muerte».

Este pensamiento la sumió en una completa confusión, y se preguntó por qué no encontraba calor ni ternura en el hombre que durante aquella noche la había enloquecido de pasión.

Se hallaba sumida en una
tristia post coitum
[6]
que la atenazaba, pareciéndole Joao sólo un puro accidente que le había procurado unos momentos de placer exultante.

No existía amor en aquel pensamiento.

Ni odio.

El acoplamiento de aquella noche sólo había sido una mutua experiencia. La mañana lo había reducido a algo desprovisto de sabor.

La niebla era menos densa. Vislumbró una roca de lava, tal vez a dos kilómetros de distancia. Resultaba difícil calcularlo, pero sobresalía sobre la selva como un buque fantasma.

—¿Qué altura marca el altímetro? —preguntó Chen-Lhu.

Joao escrutó el panel de control.

—Seiscientos ocho metros.

—¿Qué distancia llevamos recorrida?

—Calculo que unos ciento cincuenta kilómetros.

De repente, el helicar sufrió una fuerte sacudida. Los flotadores habían chocado contra algo. Joao temió que el flotador parcheado se hubiera descompuesto.

—¿Bajíos? —preguntó Chen-Lhu.

Una violenta sacudida levantó el helicar por el lado izquierdo, haciéndole cabecear como una criatura viviente.

—El flotador… —murmuró Rhin.

—Parece que aún se sostiene —dijo Joao.

Un enorme escarabajo verde se lanzó como una flecha, aterrizó sobre el parabrisas, movió sus antenas con dirección a ellos y partió.

—Les interesa todo cuanto nos ocurra —dijo Chen-Lhu.

Joao observó la sabana que aparecía a la izquierda. La hierba terminaba en una selva de color verde aceitoso y en una especie de muralla vegetal que surgía a unos doscientos metros.

Mientras observaba, surgió una figura de la selva, haciendo señas y gestos hasta que se perdió de vista.

—¿Qué fue eso? —preguntó Rhin, con cierto tono de histeria en su voz.

La distancia era demasiado grande para tener certeza de lo visto, pero a Joao le había parecido que aquella figura era la de Vierho.

—¿Vierho? —murmuró.

—Tenía la misma apariencia —dijo Chen-Lhu—. ¿No supondrá que…?

—¡Yo no supongo nada!

«Ah —pensó Chen-Lhu—. El bandeirante empieza a derrumbarse».

—He oído algo —dijo Rhin—. Parece el sonido de los rápidos.

Joao escuchó atentamente. Un ronco rumor de las aguas lejanas llegó hasta sus oídos.

—Probablemente sólo será el viento en los árboles —contestó.

Pero estaba seguro de que no se trataba del viento.

—Son los rápidos —dijo Chen-Lhu—. ¿Ven aquel escarpado que tenemos enfrente?

Sobre el helicar surgía la negra faz del escarpado, creciendo por momentos.

—El helicar…, podría volar ahora, ¿verdad? —preguntó Chen-Lhu.

—No lo creo —contestó Joao. Experimentó la sensación de pesadilla de estar soñando hasta aquel punto.

Un denso silencio pareció invadir la cabina.

El rugido de los rápidos era cada vez más intenso, pero todavía no se apreciaba la espuma blanca de las aguas.

Una bandada de tucanes dorados se levantó de un puñado de palmeras, en un recodo de la corriente. Llenaron el aire imitando los aullidos de un perro. El escarpado surgió gigantesco sobre las palmeras.

—Quizá nos quede combustible para unos cinco o seis minutos —dijo Joao—. Deberíamos sortear aquel recodo utilizando los motores.

—De acuerdo —dijo Chen-Lhu—. Y se ajustó su cinturón de seguridad. Rhin hizo lo propio.

Joao sintió el frío contacto de las hebillas de su cinturón de seguridad, lo colocó en su lugar y estudió el panel de control. Le temblaron las manos al recordar la enorme atención requerida para manejar los controles. Sabía que se hallaba al límite de sus energías y de su razón.

La corriente se hizo más rápida hacia la izquierda, donde el río giraba. Allí el agua saltaba a chorros. Joao respiró profundamente, presionó la llave de contacto y contó.

La luz intermitente comenzó a parpadear.

Joao maniobró el control hacia delante. Los motores tronaron, y siguieron funcionando después con un ruido mantenido. El helicar ganó velocidad, aunque parecía más pesado. Se percibía un sonido sibilante proveniente del flotador derecho.

«No se levantará nunca», pensó Joao. Se sintió febril y conectado sólo a sus propios sentidos.

El helicar continuó su marcha renqueante por la curva del río, y se estancó allí, frente a la muralla de lava. El río discurría por el pasadizo abierto entre las rocas como por un hachazo gigante. Las negras alturas de las paredes rocosas comprimían el agua en su base.

—Jesús… —murmuró Joao.

Rhin se aferró a su brazo.

—¡Retrocede! ¡Tienes que retroceder!

—No podemos —repuso Joao—. Sólo queda este camino.

Su mano vaciló todavía sobre el acelerador. Podía presionar hacia delante aquella palanca y arriesgarse a una explosión. No había otra alternativa. Entonces vio precipitarse las olas por el enorme canal, sobresaliendo sobre rocas escondidas y proyectando hacia arriba una suave nube lechosa y ambarina.

Con un movimiento convulsivo Joao apretó la palanca hacia delante. El rugido de los reactores tronó, superando el sonido de las aguas.

Joao murmuró una plegaria, como dirigiéndose al helicar: «Por favor…, salta…, salta…, por favor».

De repente, el helicar se levantó, comenzando a volar e incrementando su velocidad. En aquel instante Joao apreció un desplazamiento a ambas orillas, Algo se había levantado, cubriendo en un movimiento serpenteante la entrada a la garganta de las cataratas.

—¡Otra red! —gritó Rhin, enloquecida.

Joao observó la red con cierto desapego, como hallándose en estado letárgico. Comprobó la existencia de aquellas redes cuadradas y, a través de ellas, el agua de aquella corriente gorgotear para lanzarse hacia el abismo en que terminaban los rápidos, formando una enorme charca negra.

El helicar chocó con las redes y las apartó, desgarrándolas. Joao resultó impulsado hacia delante cuando el morro del helicar se inclinó. Sintió que el respaldo de su asiento se le clavaba en las costillas. Se produjo un trueno al desgarrarse aquella condenada barrera formada por millones de insectos, y siguió luego un repentino alivio.

Los motores se pararon, oyéndose el silbido de la máquina al no poder absorber el combustible. El rugido del agua llenó la cabina.

El aparato se deslizó hacia la derecha, aproximándose al primer contrafuerte de obsidiana por encima del torrente. El chasquido de una pieza metálica competía con el rugido de la cascada.

Rhin gritó algo que se perdió en el sonido de la corriente.

El helicar cabeceó hacia afuera desde donde estaba la muralla de roca negra, giró sobre sí y continuó a través del sendero existente en medio de aquella explosiva y alocada corriente. El metal del aparato gemía al ser sometido a tan tremenda presión. Un enorme remolino succionó los flotadores, proyectándolos hacia uno y otro lado en un verdadero delirio de encontrados y opuestos movimientos.

El helicar se estrelló contra la roca, y Joao se encontró desligado de su cinturón de seguridad, y en el suelo, rodando con Rhin. Pudo agarrar la base del volante con la mano derecha.

Un ruido enloquecedor procedente del alerón hecho trizas se añadió a aquel estrépito.

«No lo conseguiremos. Nadie sobrevivirá a este desastre», pensó Joao.

Sintió que Rhin le enlazaba con ambos brazos alrededor de la cintura, presa del terror y suplicando:

—Por favor, haz que se detenga esto, detén este aparato, por lo que más quieras.

Joao observó cómo se levantaba el morro del helicar, y luego volvía a caer. Los dedos le dolían allí donde tenía agarrado el volante. Otro brusco movimiento del helicar hizo que volviera la cabeza para ver a Chen-Lhu con los brazos apretados alrededor del asiento.

Chen-Lhu parecía hallarse en contacto directo frente a aquel desastre, con sus nervios magnificados casi más allá de toda resistencia. Daba la impresión de enfrentarse con aquella situación alucinante, dispuesto a llegar hasta el fin. Se había convertido en un elemento receptor que sólo veía, escuchaba y sentía, sin ninguna otra función.

Rhin presionó su rostro contra Joao. Todo lo que existía para ella era el cálido olor del cuerpo de Joao y aquella loca sucesión de movimientos. Sentía cómo el helicar subía y subía, para bajar después, retorciéndose y dando vueltas. Arriba, abajo, arriba, abajo. Era una especie de loco juego sexual. A continuación y en un momento determinado, otro movimiento la conmocionó, conforme el helicar se precipitaba hacia abajo por uno de los rápidos.

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