El sol se escondía tras los picos distantes. Los murciélagos revoloteaban, chillando, y entrecruzándose. Ya avanzada la noche, se oyó el distante aullido de un jaguar, y luego el chapoteo de otras criaturas en el agua.
De nuevo, aquella tranquila quietud…
Una luna de color ámbar avanzó por el cielo nocturno. El helicar iba a la deriva como siguiendo el sendero iluminado por la luz lunar, como una gigantesca libélula depositada sobre las aguas. Una enorme mariposa pasó por el parabrisas, aleteando sus grandes alas transparentes, desapareciendo a los pocos instantes.
Joao sintió el calor y la energía de la inyección aplicada por Rhin en su pierna, subiéndole por todo el cuerpo y haciendo que el ATP, con el calcio y la acetilcolina, fuera suprimiendo las fracciones que el ACTH había expandido por todo su organismo. Le quedaba todavía una sensación de atontamiento, como si estuviera compuesto por varias personas a la vez. Observó las difusas colinas bañadas por la luz lunar. La luna le resultaba extraña, como si fuese algo que nunca hubiera visto antes, con su forma de tajada de melón demasiado brillante. Era como una falsa luna que le hiciera sentirse pequeño, como una mora perdida en la infinitud del universo.
Cerró los ojos con fuerza, repitiéndose: «No debo pensar así o me volveré loco. ¡Dios! ¿Qué me ocurre?». Sintió que un opresivo silencio saturaba el espacio de la cabina. Continuó percibiendo pequeños sonidos, la respiración controlada de Rhin, y a Chen-Lhu aclarándose la garganta.
«El bien y el mal son conceptos opuestos del hombre: sólo existe el honor». Joao creyó escuchar aquellas palabras como un eco lejano, acabando por reconocerlas. Eran las palabras de su padre…, su padre, ahora muerto y convertido en un simulacro para hechizarle, al permanecer junto al río.
«Los hombres anclan sus vidas en una estación entre el bien y el mal».
—Sabe, Rhin, éste es un río marxista —dijo entonces Chen-Lhu—. Todo en el universo fluye como este río. Todo cambia constantemente de una forma a otra. La dialéctica. Nada puede detener esto, nada debería detenerlo. No hay nada estático, nada es jamás dos veces la misma cosa.
—Oh, cállese —repuso Rhin.
—Ustedes, las mujeres occidentales, no comprenden la realidad dialéctica.
—Eso dígaselo a esos bichos.
—¡Qué rica es esta tierra! —continuó el chino—. ¡Qué riqueza tiene! ¿Tiene idea de a cuántos millones de mis compatriotas podría alimentar? En China hemos conseguido que una tierra así sostenga a millones de personas.
Rhin se incorporó, le miró fijamente y dijo:
—¿A qué viene eso?
—Estos estúpidos brasileños nunca han aprendido a cómo servirse de esta tierra. Pero mi pueblo…
—Sí, ya veo. Su pueblo viene aquí y les muestran cómo hacerlo, ¿verdad?
—Es una posibilidad —dijo Chen-Lhu. Después pensó para sí: «Digiere eso, Rhin Kelly. Cuando veas cuan grande es el premio, comprenderás lo justificado del precio».
—Y ¿qué me dice de los millones de brasileños amontonados en las ciudades y en las granjas del Plan de Restablecimiento mientras se ultima su Plan de Realineación?
—Se están acostumbrando.
—¡Pueden soportarlo porque tienen la esperanza de algo mejor!
—No, usted no lo comprende. Sepa que los Gobiernos pueden manipular a la gente para ganar algo que consideran necesario.
—Y ¿qué hay de la gran cruzada de los insectos? —preguntó ella.
Chen-Lhu se encogió de hombros.
—Hemos vivido con ellos durante miles de años… antes.
—¿Y las mutaciones, las nuevas especies?
—Sí, las creaciones de sus amigos los bandeirantes, esas que seguramente tendremos que destruir.
—No estoy segura de que los bandeirantes crearan esas… cosas —dijo ella—. Estoy segura de que Joao no tiene nada que ver con todo eso.
—Ah…, entonces, ¿quién lo hizo?
—Tal vez la misma gente que no quiere admitir que su propia gran cruzada fue un fracaso.
—Puedo decirle que eso no es cierto —contestó Chen-Lhu con voz airada.
Rhin observó que Joao dormía profundamente. ¿Era posible? ¡No!
Chen-Lhu pensó: «Dejemos que ella considere estas cosas. La duda es cuanto necesito y ella me servirá. Y Johnny Martinho…, qué magnífica cabeza de turco: entrenado en Norteamérica y esclavo de los imperialistas. Un hombre carente de vergüenza que hace el amor con una de las personas a mi servicio descaradamente frente a mí. ¡Sus compañeros creerán que tal individuo es capaz de cualquier cosa!».
Rhin inclinó la cabeza hasta descansarla sobre las piernas de Joao, como una niña que buscara el consuelo de una persona mayor. ¡Qué calor febril se desprendía de su cuerpo! Su mano, tropezó con un bulto metálico escondido en la chaqueta de Joao. Exploró el perfil de aquel objeto y lo reconoció. Era un revólver…, un arma manual.
Rhin volvió a sentarse. ¿Por qué ocultaba aquel arma?
Joao respiraba regularmente. Ella volvió a mirar corriente abajo…, pensando y dudando.
El helicar continuaba flotando por un sendero acuoso iluminado por la luz de la luna. Fríos resplandores como producidos por luciérnagas danzaban en la oscuridad del bosque, a ambos lados. Rhin sintió que le llegaba una sensación de podredumbre desde aquella oscuridad.
Joao, reflexionando sobre las palabras de Chen-Lhu, pensó: «¿Por qué vacilo? Podría volverme y matar a este bastardo…, o forzarle a decir la verdad sobre sí mismo. ¿Cuál es el papel de Rhin en todo esto?».
La introspección le produjo a Joao una sensación cercana al terror. Se sintió febril, aturdido, y sus latidos cardíacos le aprestaron a un estado de mayor consciencia.
«No avisará a nadie de la catástrofe ocurrida en China». «Tiene un plan…, algo en lo que quiere utilizarme…».
Joao despertó y se incorporó en su asiento.
—¿Cómo estás? —le preguntó Rhin, tocándole el brazo.
En la voz de Rhin se apreciaba una genuina preocupación, además de algo que Joao no pudo distinguir bien. ¿Arrepentimiento? ¿Vergüenza?
—Estoy…, tengo mucho calor —murmuró Martinho.
—Bebe agua —dijo ella, alargándole una cantimplora.
El agua le pareció fresca, aunque sabía con certeza que estaba caliente. Parte le cayó sobre el pecho, y se dio cuenta de lo débil que estaba, a pesar de la inyección energética que Rhin le había aplicado. El simple acto de beber y tragar requería un tremendo esfuerzo.
«Estoy enfermo —pensó—. Realmente enfermo…, muy enfermo…».
Observó las luces fugaces de la orilla.
—Travis —murmuró.
—¿Sí?
Chen-Lhu se preguntó cuánto tiempo habría estado despierto Joao.
—Las luces —dijo Joao—. Allí…, las luces.
—Ah, sí. Llevan ahí bastante tiempo. Nuestros amigos nos siguen el rastro.
—¿Qué anchura tiene el río aquí? —preguntó Rhin.
—Como un centenar de metros, más o menos —repuso Chen-Lhu.
—¿Cómo pueden vernos?
—¿Y cómo no, con esta luz de la luna?
—Oigo algo —dijo Rhin—. ¿Serán los rápidos?
Joao se incorporó inmediatamente. El esfuerzo requerido le aterró. «No podría manejar los controles estando así… —pensó—. Y dudo que Travis o Rhin pudieran hacerlo…».
Joao oyó claramente cómo se intensificaba un silbido cercano.
—¿Qué es eso? —preguntó Chen-Lhu.
Joao suspiró y volvió a sentarse.
—Bajíos…, es algo que hay en el río. Allí, hacia la izquierda.
El ruido creció, era como un rítmico quejido del agua resonando contra un tronco embarrancado.
—¿Qué ocurrirá si chocamos contra eso? —preguntó Rhin.
—Será el fin del viaje —repuso Joao lacónicamente.
Un remolino hizo girar al helicar, zarandeándolo lentamente, con un movimiento de péndulo. Los flotadores fueron sorteando las pequeñas ondulaciones de las aguas, y el movimiento pendular cesó.
—Esta noche haré la primera guardia —dijo Rhin a Chen-Lhu—. Váyase a dormir.
—Vigile y nada más.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó la joven.
—Sencillamente, que no se duerma.
—¡Váyase al infierno!
—No olvide que yo no creo en el infierno.
Joao se despertó por el sonido de la lluvia. La oscuridad se transformó en el gris mañanero de la aurora, La luz fue aumentando hasta que le fue posible distinguir los verdes intensos de la selva, a su izquierda. La otra orilla era un gris distante. Llovía con una monótona violencia, tamborileando ferozmente sobre su cabeza en la cubierta transparente del helicar, y produciendo en el río incontables pequeños cráteres con sus enormes gotas en la lisa superficie.
Joao se incorporó, comprobando que se sentía mucho mejor. Vigorizado y con la cabeza despejada.
—¿Cuánto hace que está lloviendo así? —preguntó a Rhin.
—Desde la medianoche.
Chen-Lhu se aclaró la garganta y se adelantó hacia Joao.
—No he visto ningún signo de nuestros amigos desde hace horas. ¿Podría ser que no les gustara la lluvia?
Joao miró entonces hacia la izquierda, donde las nubes se cernían sobre los árboles.
—Si alguien viniera a buscarnos, seguro que no podría vernos.
Rhin se humedeció los labios. Se sintió como desprovista de toda emoción, dándose cuenta de hasta que punto esperaba ser rescatada.
—¿Cuánto tiempo suele durar esta lluvia?
—Cuatro o cinco meses —repuso Joao. Y añadió—: Voy a salir.
—¿Te sientes lo bastante fuerte? Estabas muy débil… —le sugirió Rhin.
—Me encuentro perfectamente.
Se dirigió hacia la escotilla y descendió hasta el pontón. La lluvia le producía un agradable efecto tonificante en el rostro.
Dentro de la cabina, Chen-Lhu aprovechó la ocasión para hablar con Rhin.
—¿Por qué no le acompaña tomándole de la mano?
—Es usted un bastardo —repuso la joven.
—¿Está enamorada de él?
—¿Qué quiere de mí? —repuso ella, mirándole con rabia.
—Su cooperación.
—¿En qué?
—¿De qué modo le gustaría poseer una mina de esmeraldas para usted sola? ¿O tal vez de diamantes?
—¿A cambio de qué?
—Lo sabrá en su momento, Rhin. Mientras tanto, haga un cebo fácil con ese bandeirante suyo…
Rhin le dirigió una mirada terrible y le volvió la espalda con un estallido de cólera sorda.
«Podría matarla ahora y empujar a ese Joao fuera del flotador —pensó Chen-Lhu—. Pero este aparato es difícil de manejar…, y yo no estoy experimentado en estas cuestiones…».
Joao subió a la cabina y se dejó caer en su asiento.
Conforme avanzó la mañana, la lluvia disminuyó en intensidad.
Joao se adormeció y pensó en el cambio experimentado por Rhin. Dentro de la casual aventura amorosa que les había ligado en aquel fantástico viaje, era poco lo que Joao podría añadir, excepto que ella había tocado una fibra desconocida que los placeres de la carne nunca le habían despertado antes.
El mundo en que vivían entonces era algo que quedaba fuera de la noción del amor romántico. Sólo quedaban, como cosas firmes, la familia y el honor, donde aquellas cosas contaban realmente, y todo lo demás implicaba el hacer lo correcto en cada instante.
Joao no veía por ninguna parte la forma de abordar el problema que se le presentaba. Joao solo veía que estaba siendo manejado y empujado, y que su debilidad física contribuía a su aturdimiento…, y la situación aparecía desprovista de toda esperanza.
«Estoy enfermo —pensó—. El mundo entero está enfermo… Y en más de un aspecto…».
Un fuerte zumbido le sacó de su sopor. Miró hacia arriba, ¡completamente despierto!.
—¿Qué sucede? —preguntó Rhin.
—Quieta un momento, por favor —le dijo él, haciéndole una señal con la mano. Entonces agudizó el oído. Chen-Lhu se aproximó desde atrás.
—¿Es un helicar?
—¡Sí, por Dios Santo! —exclamó Joao—. Y vuela bajo. Echó entonces un vistazo a través de la cubierta transparente y comenzó a descorrerla. Chen-Lhu le detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Johnny, mire hacia allá —le dijo el chino señalando hacia la izquierda.
Joao se volvió.
Desde la orilla, se dirigía hacia ellos lo que parecía ser una singular nube, amplia y densa, moviéndose con un determinado propósito. La nube se resolvió en una inmensa masa de insectos blancos, grises y dorados, estrechamente unidos, revoloteando y zumbando. Se situó a unos cincuenta metros sobre el helicar. Las aguas se oscurecieron con su sombra.
Aquella sombra recubrió toda la zona a su alrededor, impidiendo que nadie pudiera verles desde el cielo.
Al darse cuenta de lo que significaba aquella maniobra, Joao miró fijamente a Chen-Lhu. El rostro del chino se volvió gris por la sorpresa.
—Eso es deliberado… —musitó Rhin, temblorosa.
—¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser? —repitió Chen-Lhu, desconcertado.
En aquel momento, Chen-Lhu comprobó la forma en que Joao le había estudiado de cerca, descubriendo sus íntimas emociones. Una cólera interna pareció invadir al chino. «¡No debo mostrar temor ante estos salvajes!». Haciendo un esfuerzo, se retrepó en su asiento y adoptó un aire indiferente.
—Entrenar a los insectos —dijo entonces Chen-Lhu—. Es casi imposible…, pero evidentemente alguien lo ha hecho. Lo estamos comprobando.
—Por favor, Dios… —murmuró Rhin—. Por favor, Señor…
—Ah, vamos, mujer, déjese de tonterías —dijo Chen-Lhu. Al hablar así se dio cuenta que tratar de aquel modo a la joven era una equivocación, apresurándose a corregir sus palabras—: Tiene que mantener la calma, Rhin. El ponerse histérica no conduce a nada.
El ruido del reactor sonó más cerca.
—¿Estás seguro de que es un helicar? —preguntó Rhin, ansiosamente—. Tal vez…
—Es un helicar bandeirante —afirmó Joao—. Vuelan con pares alternados para ahorrar combustible. ¿Lo oyes? Sí, es un truco de los bandeirantes.
—¿Vienen a por nosotros?
—¿Quién sabe? De todas formas, están sobre las nubes.
—Y también por encima de nuestros amigos —dijo Chen-Lhu.
Los motores a reacción del helicar en vuelo envió el eco desde las colinas. Joao volvió la cabeza para seguir rastreando el sonido. Se hacía más débil río arriba, mezclado con el tumulto producido por la corriente y los obstáculos mezclados en ella.
—¿No volverán en nuestra búsqueda? —preguntó la joven.
—No buscaban a nadie —aclaró Joao—. Sencillamente se dirigen de un lugar a otro.