El Cerebro verde (21 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Cerebro verde
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Joao sintió que toda su consciencia se concentraba en la terrible intensidad de lo que percibía. Vio directamente una abertura en la cabina allí donde no debía existir ninguna abertura, una negra cavidad llena de agua y una masa de sombra verde a lo largo del escarpado. Vio también una espiral formada por la corriente al hundirse el helicar. El hombro le dolía terriblemente.

Una turbonada de agua entró en tromba directamente enfrente de la abertura. Joao sintió que el helicar se deslizaba con un movimiento suave. Comenzó a hundirse a creciente velocidad y Joao se abrazó al panel de control. Finalmente, el helicar se estrelló.

La verdosa oscuridad y la cascada de agua inundó la cabina. Joao se dio cuenta de que la parte trasera se arrancaba, surgiendo a la luz del crepúsculo. Se agarró como pudo para llegar al asiento, arrastrando a Rhin con él, allí donde los brazos de Chen-Lhu todavía permanecían abrazados. El agua entraba a raudales por la parte rota de la cabina. Sintió que la sección de cola se estrellaba contra las rocas y que el helicar se precipitaba por otro remolino.

¡El sol resplandecía!

Joao se retorció, medio cegado por el brillo, y se quedó mirando fijamente al agujero en que los motores estuvieron alojados, volviendo la vista atrás y hacia arriba, a la garganta. El rugiente ruido de aquel lugar pareció estallarle como una bomba. Contempló aquellas olas locas, la violencia y el desastre en donde estaban hundidos. «¿Hemos pasado realmente por todo esto?». Sintió que el agua le llegaba a las rodillas, y se volvió, esperando ver otro loco descenso por los rápidos. Pero sólo había una enorme laguna, rodeada de un agua negruzca. Absorbía la turbulencia de la garganta, mostrando solamente unas burbujas brillantes y la convergencia de las diversas corrientes que se precipitaban desde lo alto de la cascada.

El helicar se zarandeaba bajo él. Joao luchó en el agua y se aferró al borde derecho de la cabina, mirando hacia abajo a lo que quedaba del alerón derecho, que daba la apariencia de flotar justo en la superficie del río.

La voz de Rhin se quebró por un momento, sonando en un sorprendente tono de normalidad.

—¿No sería mejor salir? Nos estamos hundiendo.

Joao miró hacia abajo para verla sentada en su propio asiento. Oyó a Chen-Lhu luchar para mantenerse de pie tras ella, tosiendo y vacilando.

Se oyó entonces un gorgoteo metálico y el alerón derecho desapareció bajo el agua.

Entonces se le ocurrió pensar a Joao, con un retorcido sentido de júbilo, que estaban vivos todavía…, pero que el helicar estaba muerto. Todo el júbilo desapareció en un momento.

—Les hemos dado una buena carrera por su dinero —dijo Chen-Lhu— pero pienso que éste es el fin del trayecto.

—¿De veras? —contestó Joao.

Sintió una terrible cólera hervir en su propia sangre, y tocó el bulto del bolsillo de la chaqueta, el revólver que le dejó su fiel amigo Vierho. Un movimiento reflejo, la loca vaciedad que todo ello suponía y el enfrentarse con aquella situación, aportó una ola de loca diversión a su mente.

«Imaginemos que intentase matar a esos bichos con este revólver», pensó.

—¿Joao? —dijo Rhin.

—Sí. —Le hizo un gesto afirmativo, se volvió, saltó hasta el borde de la cabina, se enderezó permaneciendo en equilibrio para estudiar el contorno. Una rociada de pequeñas gotas procedente de la garganta le azotó el rostro.

—Esto no podrá flotar por mucho tiempo —dijo Chen-Lhu.

Miró hacia atrás. Su mente se negaba a aceptar lo que les había sucedido.

—Yo podría nadar hasta allí —dijo Rhin.

Chen-Lhu se volvió y vio una lengua de tierra que surgía en aquella enorme charca, a un centenar de metros corriente abajo. Era como un frágil tentáculo de cañas y de desperdicios depositados sobre el agua, protegido por un alto muro de árboles. Una serie de marcas salpicaba el barro existente bajo las cañas.

«Las señales de los caimanes», pensó Chen-Lhu.

—Veo las señales de los caimanes —dijo Joao—. Será mejor continuar flotando tanto tiempo como sea posible.

Rhin sintió que el terror la invadía y le atenazaba la garganta. Murmuró:

—¿Flotará por mucho tiempo?

—Parece que ha quedado alguna bolsa de aire en alguna parte debajo del helicar, tal vez en el alerón —dijo Joao—. Hemos de mantenernos inmóviles.

—No hay signo de… ellos por aquí —dijo entonces Rhin.

—Ya aparecerán pronto —dijo entonces Chen-Lhu, quedándose sorprendido del tono casual de su propia voz.

Joao estudió cuidadosamente la pequeña península.

El helicar continuó alejándose a la deriva, para retornar después ayudado por un negro remolino, hasta quedar a pocos metros de la orilla embarrada.

«¿Dónde están esos condenados caimanes?», se preguntó.

—Bien, no nos acercaremos más —dijo Chen-Lhu.

Joao hizo un gesto de aprobación.

—Tú primero, Rhin. Quédate en el alerón tanto tiempo como puedas. Pronto estaremos contigo. —Puso su mano sobre el revólver del bolsillo, la ayudó a subir, y la joven se deslizó hacia el alerón, quedándose en el extremo, detenida por el barro de la orilla.

—¡Vamos! —dijo Chen-Lhu, que se había deslizado tras ella.

Saltaron hacia la orilla, quedando con los pies hundidos en el fango. Joao olió el combustible del helicar y vio las señales pintadas de los costados hundidas en el río. Saltó el último, siguiendo los rastros de Rhin y de Chen-Lhu. Entonces se quedó observando la selva.

—¿Sería posible razonar con ellos? —preguntó Chen-Lhu.

Joao levantó su rifle rociador y contestó:

—Creo que es éste el único argumento que tenemos.

Miró la carga del rifle y comprobó que estaba completa. Miró atrás y estudió lo que quedaba del helicar. Yacía casi sumergido, con el alerón anclado en el barro y la sucia corriente lamiendo y entrando por los agujeros de la cabina.

—¿Acaso cree usted que deberíamos sacar más armas del helicar? —preguntó Chen-Lhu—. ¿Con qué propósito? De aquí no saldremos.

«Sin duda tiene razón», pensó Joao. Se dio cuenta que las palabras del chino habían hecho que Rhin se pusiera a temblar. La rodeó afectuosamente con un brazo.

—Vaya, qué escena tan romántica —dijo Chen-Lhu dirigiéndose hacia ellos.

Rhin se calmó. El brazo de Joao a su alrededor, su silencio y su amoroso gesto, todo ello la trastornó.

Chen-Lhu tosió nerviosamente. Rhin le miró.

—Johnny —dijo el chino—. Deme el rifle rociador. Le cubriré mientras usted saca más armas del helicar.

—Acaba usted de decir que no tiene sentido hacerlo.

Rhin se apartó del abrazo de Joao, repentinamente aterrorizada por la mirada de Chen-Lhu.

—Deme el rifle —repitió enérgicamente Chen-Lhu.

«¿Y qué más da? —se dijo Joao. Observó al oriental—. ¡Buen Dios! ¿Qué le ocurrirá ahora?». Y se encontró dominado por la salvaje mirada del chino.

Chen-Lhu disparó el pie izquierdo hacia el brazo de Joao, enviando el rifle por los aires. Joao sintió el brazo entumecido por el golpe, pero se echó instintivamente hacia atrás en la postura de la capoeira, la versión brasileña del judo. Casi ciego por el dolor, dirigió otro puntapié a su enemigo.

—¡Rhin, el rifle! —gritó Chen-Lhu. Y volvió a lanzarse contra Joao.

La mente de Rhin quedó obnubilada momentáneamente. Sacudió la cabeza y miró hacia donde había caído el rifle, entre las cañas. El arma apuntaba hacia el cielo, con la culata hundida en el barro. Sacó el rifle y apuntó hacia los dos hombres, que luchaban adoptando posturas extrañas, como inmersos en una danza fantástica.

Chen-Lhu la vio, se echó atrás y se acurrucó.

Joao se puso en pie y se palpó el brazo herido.

—Vamos, Rhin —dijo Chen-Lhu—. Dispárale.

Con una sensación de horror hacia ella misma, Rhin comprobó que estaba apuntando sobre Joao. Éste echó mano del revólver que llevaba en la chaqueta pero se detuvo. Sintió un enorme vacío emparejado con un sentimiento de desesperación. «Dejemos que me mate si tiene que hacerlo», pensó.

Rhin apretó los dientes y apuntó a Chen-Lhu.

—¡Rhin! —gritó el chino mientras avanzaba hacia ella.

«¡Hijo de perra!», pensó Rhin. Y apretó el gatillo. Un potente chorro de veneno y butilo surgió de la boca del rifle y se estrelló contra Chen-Lhu, envolviéndole la cabeza. El chino intentó apartarse, pero el disparo ya le había derribado. Rodó luchando mientras la horrible mezcla se coagulaba rápidamente. Sus movimientos se hicieron cada vez más lentos.

Rhin permaneció con el rifle apuntando a Chen-Lhu hasta vaciar la carga. Después arrojó el arma.

Chen-Lhu hizo un último movimiento convulsivo. Su cuerpo quedó convertido en una masa pegajosa gris, negra y naranja, en medio de las cañas.

Rhin, temblorosa, intentó respirar profundamente aunque sin conseguirlo.

Joao se dirigió hacia ella con el revólver en la mano. La mano izquierda le colgaba inútil en el costado.

—Tu brazo —dijo ella.

—Está roto —repuso Joao—. Observa los árboles.

Mirando en la dirección señalada, Rhin percibió unos movimientos en las sombras. Una ráfaga de viento hizo mover las hojas de aquel lugar, y un indio apareció enfrente. Era como si hubiese volado hasta allí por efecto de brujería. Sus ojos de ébano resplandecían con aquel brillo facetado bajo la línea del flequillo. Manchas rojas le cruzaban el rostro, y unas plumas escarlata sobresalían de una banda que le ajustaba los músculos deltoides del brazo izquierdo. Vestía unos calzones remendados, y de la cintura le colgaba un saquito hecho con piel de mono.

La notable precisión del simulacro aterrorizó a Rhin. La joven recordó entonces la oleada gris que había engullido el campamento de la OEI. Se volvió hacia Joao.

—Joao…, Johnny, por favor, por favor, dispárame. No dejes que me cojan.

Joao deseó volverse y correr, pero los músculos se negaron a obedecerle.

—Si me amas, dispárame. Por favor —le rogó.

Joao no pudo eludir la súplica latente en la voz de Rhin. El revólver apuntó hacia ella, como si el arma tuviese voluntad propia.

—Te amo, Joao —murmuró, y cerró los ojos.

Joao se encontró cegado por las lágrimas. Vio el rostro de Rhin a través de una neblina. «Tengo que hacerlo —pensó—. Dios, ayúdame…, tengo que hacerlo». Compulsivamente, apretó el gatillo.

Tronó el revólver, y Joao notó la sacudida en la mano.

Rhin cayó hacia atrás, como derribada por un puño gigantesco y con el rostro oculto entre las cañas.

Joao giró y se quedó mirando fijamente al revólver que tenía en la mano. El movimiento de los árboles llamó su atención. Se enjugó las lágrimas y observó la fila de criaturas que surgía del bosque. Allí estaban los individuos parecidos a los indios que le raptaron a él y a su padre. Vio también la figura de Thomé, Y otro hombre, delgado y vestido con un traje negro. Su cabello era plateado y resplandeciente.

«¡Incluso mi padre! —pensó Joao—. ¡Han copiado incluso a mi padre!».

Levantó el revólver y se apuntó al corazón. No sintió cólera ninguna, sólo una infinita tristeza al oprimir el gatillo.

Las sombras de la muerte le envolvieron.

10

Era empujado, como por un sueño de lágrimas y de disparos, un sueño de violentas protestas, de desafíos y de rechazos.

Al despertar, Joao percibió una luz amarilla y naranja. Vio una figura inclinada sobre él que le decía:

—¡Examina mi mano, si no lo crees!

«No puede ser mi padre —pensó Joao—. Estoy muerto…, y él también está muerto. Lo han copiado…, es puro mimetismo y nada más».

Una extraña sensación de atontamiento le invadió.

«¿Cómo he llegado aquí?», se preguntó. Su mente rebuscó en el tiempo y en los recuerdos hasta verse a sí mismo matando a Rhin con el revólver de Vierho y luego disparando contra su propia persona.

Algo se movió tras la figura que imitaba a su padre. En aquella dirección, Joao contempló un rostro de unos dos metros de altura. Era un rostro tristemente extraño y funesto en aquella luz irreal. Tenía los ojos brillantes…, unos enormes ojos con pupilas dentro de otras pupilas. El rostro se volvió y Joao comprobó que no tenía más de dos centímetros de espesor. Nuevamente, el rostro se volvió. Aquellos ojos extraños enfocaron hacia los pies de Joao.

Éste hizo un esfuerzo para mirar. Acto seguido fue presa de un violento temblor: donde tenían que estar sus pies había visto un capullo de espuma verde. Levantó la mano izquierda, recordando que la tenía rota, pero el brazo se levantó sin dolor, comprobando que la piel compartía las tonalidades verdes de aquel capullo repelente…

—¡Examina mi mano! —exigió la figura del anciano junto a él—. ¡Te lo ordeno!

—No está despierto del todo.

Era una voz cavernosa, resonante, que hacía temblar el aire a su alrededor, pareciéndole que aquella voz provenía de algún sitio bajo el rostro gigantesco.

«¿Qué pesadilla es ésta? —se preguntó Joao—. ¿Estoy en el infierno?».

Y con un movimiento repentino y violento, Joao alargó la mano para estrechar la que se le ofrecía. Tenía una sensación cálida…, humana. Las lágrimas fluyeron de los ojos de Joao. Sacudió la cabeza para aclararse la visión, y recordó…, en alguna parte…, el haber hecho aquella misma cosa. Pero existían más cuestiones presionantes que recuerdos. La mano parecía real…, y sus lágrimas también.

—¿Cómo puede ser esto? —murmuró.

—Joao, hijo mío —dijo la voz de su padre. Joao observó detenidamente aquel rostro familiar. Era su padre, sin duda alguna, hasta el rasgo más insignificante.

—Pero…, tu corazón…

—Mi bomba —dijo el anciano—. Mira. Retiró la mano, y se giró para mostrar el sitio de su espalda en que fue abierto el traje negro que vestía. Los bordes del hueco parecían mantenerse por medio de alguna sustancia gomosa. Una superficie amarilla y aceitosa pulsaba entre aquellos bordes de tejido.

Joao observó las finas líneas de escamas y sus múltiples formas. Retrocedió sobrecogido.

Así, pues, se trataba de una copia; otro de sus trucos.

El anciano se volvió de nuevo frente a Joao, y éste no pudo soslayar la mirada y el brillo juvenil de aquellos ojos. Observó que no estaban facetados.

—La vieja bomba falló y ellos me instalaron una nueva —dijo su padre—. Bombea mi sangre y me hace vivir. Ello me proporcionará unos años más. ¿Qué piensas que dirían nuestros médicos al respecto?

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