—¿Sabéis? —se apresuró a decir Sam—. Creo que
tengo
que volver a casa. Mi madre dijo algo sobre unos amigos que vendrían esta noche.
—Oh. Es una pena —sonrió Evra.
Sam se dio la vuelta, mirando hacia la jaula del hombre-lobo. Parecía triste por tener que irse, así que le llamé.
—¿Qué vas a hacer mañana? —le pregunté.
—Nada —dijo.
—¿Quieres venir por la tarde y pasarla con nosotros?
—¡Sí! —respondió Sam de inmediato, y luego hizo una pausa—. No tendré que ayudar a dar de comer y bañar al... —Tragó saliva sonoramente.
—No —dijo Evra, sonriendo todavía.
—Entonces, aquí estaré. ¡Os veo mañana, chicos!
—Hasta mañana, Sam —respondimos a la vez.
Nos dijo adiós con la mano, se dio la vuelta y se fue.
—Sam es guay, ¿verdad? —le dije a Evra.
—Es un buen chico —convino Evra—. Un poco sabihondo, y un cobardica, pero aparte de eso, es guay.
—¿Crees que encajaría aquí si se uniera al espectáculo? —pregunté.
Evra soltó un resoplido sarcástico.
—¡Como un ratón en una casa llena de gatos!
—¿A qué te refieres? —inquirí.
—Esta vida no es para cualquiera. Unas cuantas semanas lejos de su familia, limpiando retretes y cocinando para treinta o cuarenta personas... Acabaría corriendo por las colinas.
—Nosotros nos las arreglamos bien —dije.
—Nosotros somos diferentes —replicó Evra—. No somos como el resto de la gente. Estamos hechos para esto. Cada persona pertenece a un lugar, y éste es el nuestro. Estamos destinados a...
Se detuvo y frunció el ceño. Estaba mirando algo allá en la distancia, sobre mi cabeza. Me volví para ver qué le preocupaba. Durante unos segundos no pude distinguir nada, pero luego, a lo lejos, aproximándose entre la arboleda desde algún lugar hacia el este, vi la luz parpadeante de una antorcha encendida.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—No estoy seguro —dijo Evra.
Contemplamos durante unos minutos cómo se acercaba la antorcha. Vi figuras moviéndose entre las ramas de los árboles. No podía decir cuántas eran, pero había al menos seis o siete. Entonces, mientras avanzaban bajo los árboles, vi quiénes eran, y se me puso la carne de gallina en el cuello y los brazos.
Eran aquella gente pequeñita de las capuchas azules que Steve y yo habíamos visto la noche de la función, los que ayudaban a vender las golosinas y los juguetes al público y echaban una mano en las actuaciones. Me había olvidado de aquellos extraños ayudantes encapuchados. Ya habían pasado meses desde aquella noche, y tenía muchas otras cosas en las que pensar.
Salieron de los bosques en parejas, una tras otra. Conté doce en total, aunque había un decimotercer miembro, una persona algo más alta que caminaba detrás de los demás. Era quien que portaba la antorcha.
—¿De dónde vienen? —le pregunté a Evra en voz baja.
—No lo sé —respondió—. Abandonaron el espectáculo hace unas semanas. No tengo ni idea de a dónde fueron. Suelen ser muy reservados.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Son... —Se detuvo de repente antes de terminar de responder. Sus ojos se desorbitaron de miedo.
Era el hombre que iba en retaguardia, el decimotercero, el miembro más alto del grupo (visible ahora que estaba más cerca) quien había asustado a Evra.
La gente de las capuchas azules pasaron ante nosotros en silencio. Cuando la misteriosa decimotercera persona se acercó, advertí que vestía de modo distinto a los otros. No era muy alto; sólo parecía mayor en comparación con los encapuchados. Llevaba corto el blanco cabello, unas gruesas gafas, un traje de un amarillo chillón y unas botas altas de goma de color verde. Era gordito y caminaba de un modo extraño, como un pato.
Nos sonrió amablemente al pasar. Yo le devolví la sonrisa, pero Evra estaba paralizado, incapaz de mover ni un músculo en su boca.
Los de las capuchas azules y el hombre de la antorcha fueron hacia el campamento, sin darse la vuelta ni una sola vez, hasta detenerse en el gran claro. Entonces, los encapuchados comenzaron a montar una tienda (debían llevar todo el equipo bajo sus capas) mientras el hombre más alto se dirigía a la caravana de Mr. Tall.
Estudié a Evra. Temblaba de arriba abajo, y aunque su rostro nunca podría ponerse blanco (a causa de su color natural), nunca le había visto tan pálido.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Sacudió la cabeza en silencio, incapaz de responder.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan asustado? ¿Quién es ese hombre?
—Él... es...
Evra se aclaró la garganta y respiró profundamente. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja y temblorosa, llena del más puro terror.
—Es
Mr. Tiny
(N. de la T: Tiny significa “Pequeñito”, en referencia a la estatura del personaje)—dijo, y no conseguí sacarle nada más durante un buen rato.
El pánico de Evra fue desapareciendo a medida que avanzaba la tarde, pero tardó en recuperar la normalidad y estuvo especialmente nervioso durante toda la noche. Tuve que quitarle el cuchillo de las manos y pelar las patatas para la cena en su lugar; temí que llegara a cortarse un dedo.
Después de comer y de ayudar a lavar los platos, le pregunté a Evra por aquel misterioso Mr. Tiny. Nos encontrábamos en la tienda, y Evra jugueteaba con su serpiente.
No respondió enseguida, y por un momento pensé que no lo haría, pero al final lanzó un suspiro y comenzó a hablar.
—Mr. Tiny es el jefe de las Personitas —dijo.
—¿Esos tipos pequeñitos de las capas azules? —pregunté.
—Sip. Él los llama Personitas. Es su patrón. No viene mucho por aquí (han pasado dos años desde la última vez que le vi), pero cuando lo hace, me dan escalofríos. Es el hombre más espeluznante que he conocido.
—A mí me pareció buena persona —dije.
—Eso pensé yo la primera vez que le vi —admitió Evra—. Pero espera a hablar con él. Es difícil de explicar, pero cada vez que me mira, siento como si estuviera planeando matarme, despellejarme y comerme asado.
—¿Se come a la gente? —pregunté con incredulidad.
—No lo sé —dijo Evra—. Puede que sí, puede que no. Pero sientes que
quiere
comerte. Y no son tonterías mías; lo he comentado con otros miembros del Cirque y sienten lo mismo. A nadie le gusta. Ni siquiera Mr. Tall está tranquilo cuando Mr. Tiny anda cerca.
—Bueno, pero a las Personitas debe gustarles, ¿no? —inquirí—. Le siguen y le obedecen, ¿verdad?
—Quizá le tengan miedo —dijo Evra—. Tal vez les obliga a obedecerle. Puede que sean sus esclavos.
—¿Se lo has preguntado alguna vez?
—No hablan —respondió Evra—. No sé si es porque no pueden o porque no quieren, pero nadie en el circo les ha oído pronunciar ni una palabra jamás. Son muy útiles y hacen todo lo que se les pide, pero son tan silenciosos como muñecos ambulantes.
—¿Has llegado a ver sus caras? —pregunté.
—Una vez —dijo Evra—. Normalmente, no se quitan las capuchas, pero un día en que estaba ayudando a un par de ellos a mover una máquina muy pesada, se le cayó encima a uno y lo aplastó. No emitió ni un sonido, aunque debía estar sufriendo mucho. Se le ladeó la capucha y vi su rostro fugazmente.
"Era repulsivo —dijo Evra en voz baja, acariciando a la serpiente—. Estaba lleno de cicatrices y costuras muy juntas y arrugadas, como si le hubiesen estrujado las garras de un gigante. No tenía orejas ni nariz y una especie de mascarilla le cubría la boca. Tenía la piel gris y mortecina, y sus ojos eran como dos bolas casi en la frente. Tampoco tenía pelo.
Evra se estremeció al recordarlo. Yo mismo sentí un escalofrío al pensar en su descripción.
—¿Qué le ocurrió? —pregunté—. ¿Se murió?
—No lo sé —dijo Evra—. Dos de sus hermanos (siempre pienso en ellos como hermanos, aunque probablemente no lo sean) vinieron y se lo llevaron.
—¿No volviste a verle?
—Son todos iguales —dijo Evra—. Unos más pequeños, otros más altos, pero en realidad no hay modo de distinguirlos. Créeme... Lo he intentado.
Todo aquello era cada vez más extraño. Me sentía realmente intrigado con Mr. Tiny y sus Personitas. Siempre me habían gustado los misterios. Quizá podría resolver éste. Tal vez, con mis poderes vampíricos, encontraría la forma de comunicarme con las criaturas encapuchadas.
—¿De dónde vienen las Personitas? —pregunté.
—Nadie lo sabe —respondió Evra—. Por lo general, suele haber cuatro o seis en el Cirque. A veces vienen más por su cuenta, y otras veces Mr. Tiny trae otros nuevos. Es raro que no hubiera ninguno aquí cuando llegaste.
—¿Crees que tenga algo que ver con que Mr. Crepsley y yo hayamos venido? —inquirí.
—Lo dudo —repuso Evra—. Es probable que sea sólo una coincidencia. O el destino. —Se detuvo de golpe—. Y ahora que lo pienso... el nombre de Mr. Tiny es Desmond.
—¿Y qué?
—Le pide a la gente que le llame Des.
—¿Y qué? —pregunté de nuevo.
—Júntalo con su apellido —me dijo Evra.
Así lo hice. Mr. Des Tiny. Mr. Des-Tiny. Mr...
—
Mr. Destiny
(N. de la T: Destiny significa “destino”) —susurré, y Evra asintió muy serio.
Me estaba muriendo de la curiosidad, y le pregunté muchas más cosas a Evra, pero no tenía muchas respuestas. No sabía casi nada de Mr. Tiny, y apenas poco más de las Personitas. Comían carne, tenían un olor muy raro, se movían muy despacio casi todo el tiempo, parecía que no sentían dolor o no podían demostrarlo, y no tenían el menor sentido del humor.
—¿Cómo sabes eso? —pregunté.
—Bradley Stretch —respondió Evra sombríamente—. Solía formar parte del espectáculo. Tenía los huesos elásticos y podía estirar brazos y piernas.
"No era muy simpático. Siempre nos estaba gastando bromas pesadas, y se reía de una forma muy desagradable. No solo te hacía parecer idiota: conseguía que te sintieras así.
"Una vez actuamos en un palacio árabe. Era una función privada para un jeque. Le entusiasmaron todos los números, pero le gustó especialmente el de Bradley. Los dos estuvieron hablando, y Bradley le dijo al jeque que no podía llevar joyas, porque, a causa de la constante reconfiguración de su cuerpo, se le caían o se rompían.
"El jeque se fue corriendo y volvió con un pequeño brazalete de oro. Se lo dio a Bradley y le dijo que se lo pusiera en la muñeca. Bradley lo hizo. Entonces el jeque le dijo que intentara desprenderse de él.
"Así que Bradley hizo crecer y decrecer su brazo, lo hizo más corto y luego más largo, pero no consiguió que el brazalete se soltara. El jefe le dijo que era mágico, y que solamente se podía quitar si quien lo llevaba así quería hacerlo. Era realmente valioso, sin precio, pero se lo regaló a Bradley.
"Volviendo con las Personitas —continuó Evra—, a Bradley le encantaba tomarles el pelo. Siempre encontraba nuevas formas de incordiarles. Les ponía trampas para dejarlos colgados en el aire por los pies, les prendía fuego a sus capaz, vertía detergente líquido en las cuerdas cuando las estaban usando para que se les resbalaran de las manos, o les ponía pegamento. Echaba chinchetas en su comida, o les tiraba la tienda, o los encerraba en una caravana.
—¿Por qué era tan malo? —pregunté.
—Creo que porque ellos nunca reaccionaban —dijo Evra—. Le encantaba molestar a todo el mundo, pero las Personitas nunca lloraban, ni gritaban, ni pataleaban, como si no reparasen en sus bromas. Al menos, eso es lo que todo el mundo
creía
...
Evra hizo un extraño ruido, mitad risa, mitad gemido.
—Una mañana nos levantamos y Bradley había desaparecido. No le encontramos por ninguna parte. Le buscamos, pero como no volvía, nos marchamos. No estábamos preocupados; los artistas vienen y se van del Cirque cuando les place. No era la primera vez que alguien que alguien se iba a hurtadillas en mitad de la noche.
"No pensé más en ello hasta aproximadamente una semana después. Mr. Tiny había venido a vernos el día antes y se llevó con él a todas las Personitas, excepto a dos. Mr. Tall me dijo que los ayudara con sus tareas. Les limpié la tienda y enrollé sus hamacas (todos ellos duermen en hamacas). De ahí saqué yo la mía, ¿te lo había dicho?
No lo había hecho, pero como no quería distraerle, no dije nada.
—Después —prosiguió—, lavé su cazuela. Era una olla grande y negra puesta sobre una hoguera en medio de la tienda. El lugar debía llenarse de humo cada vez que cocinaban, porque la cazuela estaba cubierta de mugre.
"La saqué fuera y tiré las sobras de su última comida (restos de carne y huesos) sobre la hierba. La fregué a fondo, y la volví a llevar dentro. Luego decidí recoger los trozos de carne del suelo y dárselos al hombre-lobo. ‘Todo se aprovecha’, como suele decir Mr. Tall.
"Y mientras estaba recogiendo la carne y los huesos, vi algo que brillaba...
Evra se dio la vuelta y revolvió en el interior de una bolsa que había en el suelo. Cuando se volvió, sostenía un pequeño brazalete de oro. Me dejó contemplarlo a gusto, y luego lo deslizó por su mano izquierda. Sacudió el brazo tanto como pudo, pero el brazalete no se le escurrió.
Dejó de mover el brazo, se quitó el brazalete con la mano derecha y me lo tendió. Lo examine sin ponérmelo.
—¿Es el brazalete que el jeque le dio a Bradley Stretch? —imaginé.
—El mismo —dijo Evra.
Se lo devolví.
—No sé si fue porque les había hecho algo realmente malo —dijo Evra, jugueteando con el brazalete—, o si simplemente se hartaron de tantas burlas. Sólo sé que, desde entonces, les cedo cortésmente el paso a esas pequeñas y silenciosas personillas de las capas azules.
—¿Qué hiciste con los restos de... quiero decir, con los pedazos de carne? —pregunté—. ¿Los enterraste?
—¡Diablos, no! —contestó Evra—. Se los di al hombre-lobo, como pretendía. —Y en respuesta a mi horrorizada mirada, añadió—: ‘Todo se aprovecha’, ¿recuerdas?
Me quedé mirándolo un instante y luego me eché a reír. Evra me secundó. Y en un minuto, los dos estuvimos revolcándonos por el suelo como histéricos.
—No deberíamos reírnos —dije, intentando recuperar el aliento—. Pobre Bradley Stretch, deberíamos estar llorando...
—Me río demasiado para llorar —jadeó Evra.
—Me pregunto a qué sabría...
—No lo sé —repuso Evra—. Pero apuesto a que estaba muy gomoso.
Eso nos hizo reír aún más. Las lágrimas nos corrían por las mejillas. Reírse de algo así era terrible, pero no podíamos evitarlo.