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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (42 page)

BOOK: El círculo mágico
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Esa era la historia básica, que no llenaba ningún vacío. Uno de esos vacíos, sin embargo, podía ser una conexión que a Laf se le había escapado. Según su testimonio, en ese paseo por el Prater Dacian parecía tener una amistad tan íntima con Afortunado como la misma Pandora. Más tarde, en el museo, fue su pregunta discreta pero oportuna acerca de «esos otros objetos que andas buscando» lo que sacó a relucir cuáles eran los elemntos que Hitler consideraba sagrados (fuentes, útiles y demás) y reveló cómo y dónde había llevado a cabo su búsqueda.

Pero si el primo de Pandora se encontraba realmente en el centro de la trama, como Sam había insinuado y yo misma empezaba a creer, ¿por qué motivo había recaído este papel protagonista sobre Dacian Bassarides?

El Café Central se había renovado por completo hacía poco. La parte de atrás seguía todavía en obras, como atestiguaba algo de polvo y el ruido intermitente de sierras. Pero desde mi última visita, habían desaparecido los viejos paneles oscuros, el papel de pared aterciopelado y los apliques poco luminosos, y el lugar se había convertido en un espacio abierto y lleno de luz.

A medida que cruzábamos la sala, la niebla del exterior se levantó; una luz pálida se filtró por los ventanales y se reflejó en la vitrina de metal y cristal, llena de deliciosos pastelitos vieneses. En las mesas de mármol diseminadas por el local, la gente ocupaba sillas rígidas y leía periódicos ensartados en unos palos de madera brillante, tan estirados como si los acabaran de lavar y planchar. La figura de yeso pintada, que representaba a un vienes de mediana edad, estaba sentada sola en su mesa habitual, cerca de la puerta, con una copa de café de yeso en la mesa.

Wolfgang y yo cruzamos hacia el comedor elevado de la parte trasera, donde las mesas con bancos laterales estaban dispuestas con un mantel blanco, impecable, cubiertos relucientes y un jarro con flores recién cortadas. El
maitre
nos acompañó a la nuestra, retiró la indicación de reservado y tomó nota del vino y del agua embotellada que queríamos. —Esperaba que ya estuviera aquí —dijo Wolfgang cuando llegaron las bebidas. El vino me relajó un poco, pero Wolfgang tenía la cabeza en otra parte. Miraba alrededor de la habitación, se apoyó en el respaldo y empezó a doblar la servilleta una y otra vez con movimientos impacientes.

—Lo siento —se disculpó—. Como hemos llegado tarde, es posible que ya esté aquí. Voy a intentar averiguarlo. Mientras tanto, ¿por qué no pides algún aperitivo para empezar? Le pediré al camarero que te atienda.

Sorbí algo más de vino mientras estudiaba el menú. No estoy segura de si pasó mucho tiempo pero, cuando me decidía a buscar yo misma al camarero, una sombra se proyectó sobre la mesa. Levanté la vista y vi una figura alta envuelta en un loden verde. El sombrero de ala ancha le ocultaba la cara bajo la luz que entraba por las ventanas a su espalda, de modo que no distinguí sus facciones. Llevaba una cartera de piel muy parecida a la mía colgada del hombro. Dejó la bolsa en la punta del banco que Wolfgang había dejado libre.

—¿Me permite? —preguntó en voz baja. Sin esperar a que asintiera con la cabeza, se desabrochó el abrigo y lo colgó en una percha cercana. Busqué nerviosa a Wolfgang para averiguar qué lo demoraba. La voz suave añadió—: Acabo de ver a nuestro amigo, Herr Hauser, en la cocina. Me tomé la libertad de pedirle que nos dejara solos.

Me volví para protestar, pero se había sentado en el banco de delante y se había quitado el sombrero. Por primera vez, lo vi con claridad y me quedé fascinada.

Nunca había visto un rostro igual. A pesar de estar erosionado como la piedra antigua, tenía el aspecto de una máscara eterna de belleza esculpida y poder enorme. Los cabellos largos hacia atrás, casi negros pero mezclados con mechones plateados, realzaban una mandíbula fuerte y unos pómulos altos, y después le caían en cuerdas trenzadas sobre los hombros.

Vestía un chaleco acolchado de cuero y una camisa con amplias mangas blancas, abierta en el cuello para mostrar una sarta de cuentas de varios colores con intrincados grabados. El chaleco tenía bordados aves y motivos animales en colores vivos y vibrantes: azafrán, carmín, ciruela, azur, escarlata y calabaza, colores de un bosque primario.

Sus ojos viejos, bajo las cejas espesas, eran de una profundidad y enormidad que sólo podían ser igualados por las gemas más exquisitas; lagunas de colores mezclados, púrpura oscuro y verde esmeralda y marfil, con una llama que ardía en su interior. De todas las descripciones de él que había oído, la que se ajustaba más era la de Wolfgang.

—Tu mirada me hace sentir algo cohibido —afirmó.

Antes de que pudiera contestar, alargó la mano y me quitó el menú, y de paso se encargó también de la copa de vino.

—Me he tomado otra libertad —prosiguió con esa voz suave y con un acento exótico—. Te he traído unos cuantos Cotes du Rhone de mis viñedos en Aviñón. Los tuve en la cocina un rato para que, ¿cómo se dice? respiraran. Antes de aceptar marcharse, nuestro amigo Wolfgang insistió en que no habías tomado nada en todo el día y que tendrías que acompañarlo con algo de comida. Espero que te guste el
Tafelspitz.

El camarero dejó con discreción la nueva botella en la mesa junto con copas limpias, vertió el vino en ellas y desapareció deprisa mientras Dacian continuaba.

—Puesto que eres mi única heredera, mi viñedo y sus vinos serán tuyos algún día, de modo que me alegra que los conozcas, y estoy encantado de conocerte. ¿Quizá debería presentarme? Soy tu abuelo, Dacian Bassarides. Y considero que una nieta tan encantadora es un regalo mejor que todos los vinos de Vaucluse.

«Me cago en dios —pensé mientras chocábamos las copas—. Sólo me faltaba ser heredera de otro legado. Si todas mis herencias resultan como la última, no estaré aquí para recibir nada.»

—Yo también estoy encantada de conocerte —dije a Dacian Bassarides, y no por simple cortesía—. Pero me gustaría aclarar que me he enterado de la relación que nos une hace tan sólo un momento, así que espero que comprendas que todavía no me he recuperado de la impresión. Mi abuela Pandora murió antes de que yo naciera. En mi familia casi no se habla de ella, por lo que sé tan poco de Pandora como de ti. Pero si de verdad eres mi abuelo, no entiendo por qué me lo han escondido todos estos años. ¿Lo saben los demás?

—Pues claro que te habrá causado impresión —concedió Dacian, con un movimiento de sus dedos, largos y gráciles.

«Dedos de violinista», recordé.

—Te lo explicaré todo —prosiguió—. Incluso algunas cosas que quizá preferirías no saber, aunque yo siempre he preferido la crudeza de los hechos a la más bella de las ficciones. Dime lo que ya sabes y te contaré el resto.

—Me temo que no sé casi nada —afirmé—. Todo lo que me han dicho de ese lado de la familia es que tú y Pandora erais primos; que ella estudiaba música en Viena y trabajó como dama de compañía o como tutora en la casa Behn, y que tú enseñaste a tocar el violín a tío Lafcadio. Dice que eras un maestro joven pero excepcional.

—Todo un cumplido. Aquí llega nuestra comida —dijo—. Mientras comemos, te lo contaré todo. No es tan misterioso como cabría suponer.

El camarero dispuso un despliegue de fuentes cubiertas. Descubrió mi
Tafelspitz,
ese tradicional plato austríaco compuesto de ternera hervida acompañada de salsa fría de manzana con rábano, patatas calientes avinagradas, espinacas con bechamel y ensalada fresca con alubias blancas. Tenía un aspecto fabuloso y olía de maravilla. Pero el plato de Dacian me resultaba desconocido. Le pregunté qué era.

—Es la mejor forma de conocer a la gente: ver lo que comen —comentó—. Por ejemplo, en esta sopera hay una sopa húngara fría de cerezas amargas. El plato por el que me has preguntado se llama

cevapcici,
una especie de
kebab
preparado con ternera, cordero, ajo, cebolla y
paprikesh
cortados; se prepara sobre brasas de vid, lo que le confiere el sabor de los viñedos. En Dalmacia afirman que lo inventaron los serbios, pero en realidad es anterior. Quienes idearon este plato fueron los dacios, mis tocayos, una antigua tribu que habitó en su día Macedonia, ahora parte de Yugoslavia. Se les conocía por el oriente hasta el mar Caspio, donde ellos mismos se denominaban
dad:
los lobos. A nosotros los lobos nos gusta mucho comer carne, y por este rasgo nos reconocerás.

Dicho esto, clavó el tenedor en uno de los trozos y lo envolvió con esos magníficos dientes blancos.

Mientras el primer mordisco de
Tafelspitz
se me deshacía en la boca, me di cuenta de que tenía un hambre de lobo. Dacian elegía cosas de los diversos platos y me las pasaba. Me apetecía todo lo que veía, pero tenía que volver al tema en cuestión.

—¿Entonces, eres de los Balcanes y no de Austria? —quise saber.

—Bueno, mi nombre procede de los dacios, pero mi gente es de ascendencia romaní. ¿Y quién sabe de dónde procedían originariamente los
rom?
—dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Romaní? —pregunté—. ¿Se llaman así por Roma? ¿O te refieres a Rumania?

—Romaní es el nombre de nuestra lengua, de raíces sánscritas, y también es como nos designamos a nosotros mismos algunas veces, aunque los demás nos han llamado de muchas formas a lo largo de los años: bohemios, cíngaros, flamencos, tártaros...

Como seguía perpleja, siguió explicándose:

—La mayoría nos designa con el nombre común de gitanos, porque en un principio se creía que nuestros orígenes se situaban en Egipto, aunque las teorías al respecto son muy variadas: la India, Persia, Asia central, Mongolia exterior, el Polo Sur, incluso lugares imaginarios que no existieron jamás. Había quien afirmaba que procedíamos del espacio sideral. ¡Y quienes opinaban que nos deberían devolver a él lo antes posible!

—¿Así, Pandora y tú sois gitanos?

Admito que estaba confusa. Una hora antes, tenía una madre irlandesa y un padre que creía medio austríaco y medio holandés. Ahora, de golpe, era la descendiente ilegítima de un par de primos gitanos, que abandonaron a mi padre al nacer. Pero por aturdida que estuviese sobre mis antepasados, no tenía motivo para dudar de cómo se describía a sí mismo Dacian Bassarides: tenía el aspecto tan salvaje que todo el mundo había mencionado.

—Los detalles de nuestra familia no deben compartirse nunca con los payos, los otros, los de fuera —me previno Dacian, muy serio—. Por ese motivo he pedido a nuestro amigo Hauser que se marchara. Pero, en respuesta a tu pregunta: sí, éramos
rom.
Aunque Pandora creció y vivió en parte entre los payos, su corazón siguió perteneciendo siempre a nuestro pueblo. La conocía desde la infancia. Cantaba de forma tan maravillosa que ya tenía los rasgos de una gran diva. ¿Sabías que en sánscrito ese término define a un ángel, mientras que en persa significa demonio? Pandora era un poco las dos cosas.

»En cuanto al origen de los
rom,
nuestras sagas afirman que llegamos a la tierra hace eones, procedentes de un hogar que todavía puede encontrarse en el cielo de la noche: la constelación Orion, el cazador poderoso. O, de modo más exacto, de las tres estrellas que componen el cinturón en su centro (el omphalos, el ombligo o cordón umbilical de Orion) llamadas los Tres Reyes porque brillan como la estrella que guió a los Reyes Magos hasta Belén. En Egipto, Orion correspondía al dios Osiris, en la India a Varuna, en Grecia a Urano y en los países nórdicos al Huso del tiempo. En todas las culturas se le conoce como el mensajero, el guía principal para cualquier transición hacia una nueva era.

No iba a dejarme llevar por las ramas ahora que la trama se complicaba. Y la historia de Dacian estaba cubierta por algo más que polvo de estrellas. ¿Cómo podían ser él y Pandora gitanos, cuando por todos los relatos que había oído, los nazis concedían a este pueblo un lugar más bajo en su tótem de la evolución que a los católicos, los comunistas, los homosexuales o los judíos?

—Si tú y Pandora erais gitanos —dije—, ¿cómo pudo vivir ella como y donde lo hizo, y rodearse del tipo de personas con quien lo hizo, tanto antes como durante la Segunda Guerra Mundial?

Dacian me observaba con una extraña sonrisa.

—¿Y cómo vivió? Creía que no sabías casi nada de ella.

—No —acepté—. Lo que quise decir es: ¿cómo pudieron Pandora y Laf permanecer en ese lujoso piso de Viena durante toda la guerra (he estado ahí y sé cómo es) y llevar un estilo de vida tan opulento? ¿Cómo pudo relacionarse con nazis? Y no me refiero a hacerse pasar por una vienesa de clase alta en lugar de por una gitana, sino ¿cómo pudo permitirse quedarse en Viena cuando su propia gente era...?

Bajé la voz y concreté mi pregunta:

—¿ Cómo pudo quedarse aquí como la cantante de ópera favorita de Hitler?

Dacian contempló las copas de vino como si acabara de descubrir que estaban vacías; las llenó él mismo. Como sabía lo meticulosos que son los camareros vieneses en este sentido, supuse que les había ordenado que no se acercaran.

—¿Es eso lo que te han contado? —preguntó, como si hablara consigo mismo—. Qué interesante. Me gustaría saber dónde lo has oído, porque esta historia tiene que ser el resultado de la colaboración de unas cuantas mentes creativas.

Me miró y añadió:

—Muy creativas. De lo más apropiado para una descendiente, como tú, de un linaje originario de la constelación de Orion.

—¿Me estás diciendo que nada de eso es verdad?

—Te estoy diciendo que cada media verdad es también media mentira —manifestó, con cierta reserva—. No confundas nunca las creencias de las personas con la realidad. La única verdad que vale la pena explorar es la que nos acerca más al centro.

—¿Al centro de qué? —pregunté.

—Del círculo de la misma verdad —respondió Dacian.

—¿Me ayudarás a desprenderme de esas medias verdades y creencias que he reunido, y echarás algo de luz sobre mi propia realidad?

—Sí, aunque resulta difícil responder bien a las preguntas si no se formulan adecuadamente.

De forma inesperada, puso sus manos sobre las mías, que reposaban a cada lado de mi plato. Noté que la electricidad me traspasaba la piel y los huesos y me infundía calor. Pero antes de que pudiera hablar, llamó al camarero y le dijo en alemán algo que no comprendí.

—Le he pedido que nos traiga un postre —comentó—. Uno muy bueno, con montones de chocolate. Lleva el nombre de un famoso violinista gitano del siglo pasado, Rigó Jancsi, que rompió el corazón de todas las nobles de Viena, y no sólo por cómo tocaba Paganini.

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