Authors: Katherine Neville
Con esas solemnes palabras, llegamos al Hofburg. Wolfgang compró las entradas y accedimos juntos a la
Schatzkammer.
Anduvimos por entre las salas de vitrinas enormes de cristal, repletas de joyas de la corona, de insignias imperiales, de trajes y relicarios: la milenaria corona octagonal, cuajada de piedras preciosas, del Sacro Imperio Romano, con la figura de
Rex
Salomón grabada en el lado, la corona y el orbe de los Habsburgo con el AEIOU
{A
ustriae
est imperare orbi universo:
Austria es soberana sobre el mundo entero) y otras modestas baratijas familiares. Por fin llegamos a la cámara final, con las espadas de estado y otras armas ceremoniales imperiales.
Ahí, sobre un trozo de terciopelo rojo, en una vitrina de reducidas dimensiones colocada contra la pared, había, junto con otros elementos que parecían contar con mayor valor e interés, un objeto pequeño en forma de daga, formado por dos piezas toscamente elaboradas con algún tipo de hierro y unidas entre sí por algo similar al catgut. El mango estaba diseñado para acoplarse en un asta, la sección central quedaba rodeada por una anilla estrecha de latón: la imagen exacta de la lanza que Laf había descrito de la visita que hizo cuando era niño, casi ochenta años atrás.
—No parece gran cosa, ¿verdad? —comentó Dacian, a mi lado, mientras contemplábamos la vitrina.
—Sin embargo —afirmó Wolfgang, a mi otro lado—, se cree que fue la famosa lanza de Longino. Se han escrito muchos libros sobre el tema. Cayo Casio Longino era el centurión romano que, según se dice, atravesó el costado de Cristo con esta misma arma. Dicen que bajo la anilla de latón se encuentra uno de los clavos de la crucifixión, que fue arrancado del cuerpo de Cristo. También se afirma que la espada de Carlomagno, en la vitrina de al lado, y que por lo visto perteneció a Atila, el rey de los hunos, es la misma que hace dos mil años san Pedro blandió en el huerto de Getsemaní.
—Eso son sandeces —dijo Dacian—. La espada es un sable medieval, no es ni mucho menos un arma hebrea o romana. Y la lanza que tenemos aquí delante no es más que una reproducción. También se han escrito muchos libros sobre el tema. Todo el mundo la codiciaba, hasta el propio Adolf Hitler, por los poderes misteriosos que poseía. Se sabe que Hitler se llevó la espada auténtica de Longino a Nuremberg, junto con otros tesoros similares que había reunido, y encargó que se hicieran reproduciones de todos ellos; esas copias son las que vemos ahora. Desde entonces, todo el que siente interés por el poder o la gloria busca los originales, incluidos los Windsor durante su largo exilio y el general americano George Patton, que estudió esta parte de la historia antigua y que puso el castillo de Nuremberg patas arriba para encontrarlos en cuanto llegó al final de la guerra. Pero los objetos auténticos habían desaparecido.
—No creerás esas historias de que Hitler seguía con vida tras la guerra y conservaba los objetos sagrados con él —comentó Wolfgang a Dacian.
—Como ves —me dijo Dacian con una sonrisa—, hay muchas historias en circulación. Algunas sostienen la supervivencia prolongada, más allá de la muerte, de casi todos aquellos que a lo largo de la historia se han relacionado con esos objetos, desde Hitler a Jesucristo. Dado que las religiones y los movimientos políticos, que me confieso incapaz de distinguir, se basan en gran parte en esos relatos, declino hacer ningún comentario. No encuentro ese tema importante ni interesante. Lo que sí resulta interesante, en cambio, es la razón que movió a gente como Hitler o Patton a querer los llamados objetos sagrados. Sólo una persona puede responder esa pregunta.
—¿Insinúas que sabes dónde están esos objetos sagrados? —preguntó Wolfgang. Ni que decir tiene que quería oír también la respuesta a esa pregunta, pero Dacian no picó.
—Como le conté antes a Ariel —explicó con calma—, es el proceso de la búsqueda, no el resultado, lo que de verdad es importante.
—Pero si los objetos sagrados no son el objetivo —soltó Wolfgang desconcertado—, ¿cuál es, entonces?
Dacian adoptó una expresión lúgubre y sacudió la cabeza.
—No cuál —repitió—. Ni qué, ni quién, ni cómo, ni dónde, ni cuándo, sino por qué: ésa es la pregunta. Sin embargo, puesto que los hechos parecen importaros tanto, os diré lo que sé. De hecho, ya lo he dispuesto así para cuando terminemos aquí.
Me puso un dedo bajo el mentón.
—En cuanto Wolfgang me informó de lo que podías llevar a cuestas, reservé por teléfono un lugar, desde el restaurante. Sólo falta un minuto para nuestra cita, a las tres en punto, a unos cuantos pasos de aquí, en la Josefsplatz. Tenemos el lugar para nosotros solos durante una hora, hasta las cuatro, cuando cierran, y puede que nos lleve ese tiempo. Espero que nuestro amigo Wolfgang no se sienta decepcionado porque no se trate de los hechos tal cual; la historia contiene mucha información de más, así como algunos rumores y unas cuantas conjeturas de mi parte. Os lo contaré mientras los dos os deshacéis de esos peligrosos papeles.
¡Deshacernos de los papeles! Me atraganté y clavé con fuerza los dedos en el bolso. Wolfgang también estaba estupefacto.
—Sé razonable, bonita —dijo Dacian—. No te los puedes llevar a la Unión Soviética. En la aduana confiscan por sistema todo aquello que no identifican, hasta los resguardos de aparcamiento. Ni los puedes esparcir por las calles de Viena, ni confiárnoslos a Wolfgang ni a mí porque mañana los dos salimos también del país. Por lo tanto, te insto a que elijas la única solución que se me ocurre con tan poca antelación: ocultarlos en un lugar donde no es probable que nadie los encuentre pronto, entre los libros únicos de la Biblioteca Nacional de Austria.
La Nationalbibliotek, construida entre 1730 y 1740, es una de las bibliotecas más impresionantes del mundo, no sólo por su tamaño o su esplendor, sino a causa de su belleza sobrenatural, como de cuento de hadas, y por la naturaleza exótica de su colección de libros únicos, desde Avicena hasta Zeno, que la sitúa en segundo lugar de importancia por detrás sólo de la del Vaticano.
Apenas la había visitado de niña, pero aún recordaba con nitidez la arquitectura barroca con toques crema y el asombroso trampantojo pastel del techo de la elevada cúpula. Sin olvidar la sorpresa más fantástica del mundo para un niño: las estanterías eran puertas, con paneles llenos de libros a cada lado, que se abrían para revelar cámaras secretas alineadas con más libros, cada una de ellas con una mesa larga, sillas y grandes ventanales que daban al patio, y en las que los estudiosos se podían encerrar y trabajar en privado durante horas. Dacian había reservado una de estas salas.
—Es un buen plan —me aseguró Wolfgang cuando estuvimos los tres instalados en la habitación—. No se me habría ocurrido nada mejor en tan poco tiempo.
Cuando lo hube analizado, estuve de acuerdo en que, por arriesgado que fuera, Dacian había dado con una solución plausible para proteger los manuscritos. Aun en el caso de que todo el mundo descubriera que estaban ocultos ahí, un cálculo rápido hecho a partir del cartel que había ante mí me indicó que la colección de libros, folios, manuscritos, mapas, periódicos e incunables de la biblioteca ascendía a unos cuatro millones de ejemplares. Eso, y el hecho de que los almacenes donde los guardaban estaban cerrados al público, implicaba que recuperar las páginas diseminadas sería un proyecto de proporciones colosales para cualquiera que estuviese interesado.
Durante diez minutos rellenamos tarjetas con docenas de títulos y los entregamos a los bibliotecarios, a la espera de que nos trajeran los libros. Cuando estuvimos solos, inserté páginas del texto en los libros que cogía de las estanterías de esa habitación. Para mayor precaución, propuse que cuando hubiésemos terminado destruyéramos las tarjetas y no conserváramos ninguna lista.
—¿Pero cómo los volveremos a encontrar? —objetó Wolfgang—. Recuperar mil páginas a fuerza de ir probando entre tantos libros llevaría años y años a un montón de gente.
—Eso es lo que pretendo —corroboré.
No me parecía necesario mencionar de nuevo mi memoria fotográfica, pero era capaz de recordar una lista de hasta quinientos objetos, como el autor y el título de cada libro en el que insertáramos algunas páginas, hasta unos tres meses. Si no podía regresar antes, escribiría la lista, la volvería a memorizar y la destruiría.
Más urgente era la cuestión de Dacian. Como había mencionado en la
Schatzkammer,
debía regresar a París, de modo que esta sesión en la biblioteca iba a ser la última durante bastante tiempo y necesitaba averiguar muchas cosas antes de que se marchara. Tendría que andar y masticar chicle a la vez; dividir el cerebro para prestar atención a Dacian mientras memorizaba la lista de libros. Acerqué la silla a la suya, al lado de la ventana. Wolfgang se quedó en la puerta para recoger los libros a medida que llegaban. Me pasaba cada montón, sin dejar de cerciorarse de que no nos oía nadie. Al empezar a rellenar los volúmenes con páginas dobladas de manuscrito, asentí a Dacian para que prosiguiera.
—Intentaré contestar las preguntas de los dos —empezó—. Los trece objetos sagrados en los que Wolfgang está interesado y el significado de los papeles de Pandora, en poder de Ariel. Ambas respuestas se centran en una parte remota del mundo actualmente poco visitada y en aquella época poco comprendida. Aunque en su día esa región contaba con la mayor cultura, ahora su pasado yace enterrado bajo el polvo de los siglos. Las grandes potencias se la han disputado sin cesar y sus líneas de demarcación siguen siendo motivo de conflicto. Pero como algunos han aprendido a la fuerza, se trata de una tierra tan salvaje y misteriosa que su gente, como la pantera, no puede ser domada.
Se volvió para mirarme con esos ojos color verde oscuro.
—Me refiero a un lugar, que según tengo entendido, ambos investigaréis durante vuestra estancia en Rusia. De modo que nuestro encuentro de hoy es afortunado. Soy uno de los pocos que puede narrar su historia y, lo que es más importante, el significado más profundo que se esconde tras esa historia, porque yo mismo nací ahí hace casi un siglo.
—¿Naciste en Asia central? —pregunté sorprendida.
—Sí. Y el sánscrito fue la primera lengua de esa región, una clave importante. Déjame que te muestre una imagen más clara de mi patria.
Dacian extrajo de su cartera un pedazo de cuero enrollado y atado con correa de gamuza. Lo soltó y me lo tendió. Parecía tan frágil que dudaba en tocarlo, así que Dacian lo extendió en la mesa. Wolfgang se acercó para observarlo.
Era un mapa antiguo, dibujado y pintado a mano con mucho cuidado pero sin ninguna línea fronteriza. El mapa que había estudiado esa mañana representaba más o menos el mismo territorio, por lo que me orientaba topográficamente por el terreno incluso sin los nombres: los mares interiores eran el Aral y el Caspio, los principales cursos fluviales, el Oxus y el Indo, mientras que las cadenas montañosas eran el Hindú Kus, el Pamir y el Himalaya. Las únicas líneas señaladas, de puntos, tal vez indicaban rutas principales de viaje. Pero también había unos cuantos círculos que indicaban características geográficas: unas pocas reconocibles, como el monte Everest. Sin embargo, resultaba difícil adivinar el resto sin esas demarcaciones artificiales que establecen las fronteras nacionales a las que estamos tan acostumbrados. En previsión de ello, Dacian desplegó una capa de tejido translúcido con las fronteras actuales y la colocó sobre el mapa para que las regiones separadas cobraran vida.
—A lo largo de los siglos, han vivido en esta zona tantos pueblos que uno pierde la consciencia de lo que es importante —explicó—. Estos círculos del mapa son los lugares de significado legendario, o incluso mágico, que trascienden los cambios políticos. Como aquí, por ejemplo.
Señaló un punto donde una protuberancia con forma de apéndice de Afganistán se extendía entre dos regiones montañosas de la república soviética de Tadzhikistán y Pakistán, en un brazo largo y abierto que llegaba a tocar la parte más occidental de China.
—No es ninguna casualidad que la primera de las sacudidas importantes que anuncia la entrada en el nuevo eón se produzca en este rincón concreto del mundo —afirmó Dacian—. Ha servido desde tiempos remotos, más que ningún otro lugar de la tierra, de crisol cultural donde se mezcla este, oeste, norte y sur, por lo que aporta el microcosmos perfecto para esta nueva era que tenemos casi encima.
—Pero si esta era va a ser una ola que derrumbe muros y mezcle culturas —comentó Wolfgang—, no entiendo qué tiene que ver con esta parte del mundo, sobre todo con Afganistán, donde es poco probable que la guerra sangrienta pero insignificante de Rusia afecte a ninguna otra cultura salvo ésa.
—No tan insignificante. Se ha llegado a un punto de inflexión —manifestó—Dacian—. ¿Crees que es una coincidencia que el pasado febrero los soviéticos se retiraran tras diez años de desafortunada invasión? La retirada se produjo en el preciso momento en que la salida del sol, durante el equinoccio de primavera, como he mencionado antes se acercaba a una décima parte de grado de la entrada en la constelación de Acuario, exactamente once años y once meses antes del inicio oficial del nuevo eón, el año 2001.
__Estoy de acuerdo con Wolfgang —comenté a Dacian, mientras metía otra hoja—. Que las tropas regresen a casa después de una guerra no ganada no tiene pinta de desencadenar un nuevo ciclo de dos milenios que vaya a conmocionar al mundo. Para los rusos, es más bien una vuelta a la normalidad.