El círculo mágico (66 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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De acuerdo, estaba sorprendida por esta revelación sobre el padre Virgilio, que parecía un erudito medievalista encantador, si bien algo torpe. Pero antes de seguir con el tema, procuré concentrar la atención el tiempo suficiente para oír el resto de la respuesta a mi pregunta.

—La función de Pastor Dart es aún más compleja —contó Wolfgang—. Se precisa algo más de información previa. Al llegar a Idaho, me preocupó averiguar que tu compañero de trabajo Olivier Maxfield era también tu casero, de modo que gozaba de una situación privilegiada para pincharte el teléfono y espiarte prácticamente veinticuatro horas al día. ¿Cómo podía asegurarme de que no fuera agente de nadie? Por ese motivo, en cuanto regresaste del funeral, pedí a Pastor Dart que enviara a Maxfield a interceptarte en la oficina de correos, donde yo mismo me dirigí en coche. De tu comportamiento se desprendía que Maxfield, que había llegado antes que tú, había hechoalgo para levantar tus sospechas. Cuando recogiste el paquete, vi que te alejabas de Maxfield y salías a toda velocidad de la ciudad. Por eso te seguí hasta Jackson Hole.

»Sabía que tu madre te había enviado un manuscrito rúnico, pero por tu actitud de miedo y sospecha desde que nos encontramos en la montaña, resultaba evidente que a tu entender el documento que obraba en tu poder era la herencia de tu primo. Tuve la oportunidad de verificar que se trataba de las runas de tu madre más tarde esa misma noche, mientras dormías. Deduje que ése era el único documento que habías recibido hasta entonces, lo que significaba que no tenías aún la herencia de tu primo y que la seguías esperando. Eso era muy peligroso si mis sospechas de que Maxfield intentaba conseguir los documentos eran ciertas.

» Aunque nuestro viaje a Rusia estaba planeado, Pastor Dart y yo decidimos adelantar la fecha de salida para alejarte de la vigilancia constante de Maxfield. Dart iba a quedarse en Idaho para interceptar el segundo paquete cuando llegara y asegurarse así de que no caía en malas manos. Pero tras todos esos planes preparados con tanto cuidado, llegaste tarde al vuelo de enlace hacia Salt Lake. Me quedé estupefacto cuando te vi. Por el aspecto de tu bolso (tres veces más pesado que el día anterior) y también porque mencionaste que habías hecho "un recado" entre la oficina y el aeropuerto, estaba seguro de que habías ido de nuevo a la oficina de correos y que, esa vez, habías recogido los documentos.

»¿Qué podía hacer sino llamar desde el aeropuerto de Salt Lake mientras tú estabas en los servicios, para que Pastor Dart sacara un billete de inmediato en el siguiente avión con dirección a Viena? Le di instrucciones para que nos viéramos en mi casa, en Krems, donde supuse que estaríamos a salvo de oídos indiscretos. Esperaba encontrar un modo de conseguir que dejaras los manuscritos en Austria, en lugar de correr el riesgo de llevarlos a Rusia, donde sin duda los habrían confiscado. Contacté con Dacian Bassarides y le pedí que viajara desde Francia y que se reuniera con nosotros en el restaurante de Viena. Le insinué que habías recibido la herencia y que necesitabas que te aconsejaran qué debías hacer con ella. En el restaurante, no había previsto que querría que me marchara y os dejara a solas. Pero por lo menos Virgilio permanecía atento para que Dacian no se te llevara y evitara que os reunierais conmigo en la esquina donde habíamos quedado...

Wolfgang se detuvo por primera vez y sacudió la cabeza, para añadir después:

—No sabes lo desesperado que he estado estas dos últimas semanas tratando de defenderte de ti misma.«¿De mí misma?», casi grité.

Miles de gongs sonaban en mi cerebro. Me esforcé en razonar. Veamos si lo había entendido: ese individuo acababa de confesar que desde que nos conocimos había estado adornando la verdad con bordados hasta que su versión pareció un tapiz de los Gobelinos; que me había hecho vigilar toda una tarde por un sacerdote sospechoso de traficar con armas y de tener contactos con la mafia, y que había conseguido que mi propio abuelo me convenciera de abandonar mi herencia en una biblioteca pública. ¿Me había dejado algo?

Pues la verdad es que sí: había un pequeño detalle más.

—¿Por qué tú, Pastor Dart y todos los demás queréis esos manuscritos, Wolfgang? —pregunté—. Sé que son valiosos pero, ¿qué es tan importante para que el Tanque viaje a través de medio mundo para verte unos minutos por la noche en ese viñedo? ¿De qué teníais que hablar que sólo podíais comentar ahí y entonces?

Wolfgang me miró como si la respuesta fuera tan obvia que la pregunta resultara ridicula. Por segunda vez, pidió la cuenta al camarero.

—Respecto al contenido, sólo sé parte, no todo, y aun eso es difícil de explicar —dijo—. Pero en lo que se refiere a Pastor Dart, tenía que decirle dónde estaban escondidos los manuscritos en cuanto yo lo supiera, y por descontado, antes de que nos marcháramos hacia Rusia. ¿Cómo si no iba Dart a recuperarlos de la Biblioteca Nacional de Austria antes que nadie?

La palabra que me vino a la cabeza fue el famoso
oy
de Olivier. Por lo visto, Virgilio nos había seguido desde el Café Central y cuando Wolfgang entregó esas tarjetas por la puerta de nuestra sala en la Biblioteca Nacional de Austria, copió uno a uno todos los títulos. Para eso, no conseguí encontrar ninguna palabra.

Mientras regresábamos por la callejuela, bastante cerca del río como para oler el aire húmedo de la noche, tenía ganas de llorar.

Wolfgang me había cogido la mano como si no hubiera pasado nada y me la estrujaba.

—Vamos a pasear junto al río un rato, ¿te parece? —sugirió.

Al final de la calle vi las luces brillantes de la íle de la Cité, que parecía encontrarse bajo el agua.

«¿Qué demonios? —pensé desesperada—. Siempre puedo lanzarme al agua, o incluso echarlo a él también, sí no empieza a darme pronto respuestas como Dios manda.»

No era ni mucho menos la idea que tenía de un fin de semana con Wolfgang en París. En ese momento sentía deseos de matarlo. Al no seguir el consejo de Laf acerca de «resistirte a los hombres hasta quesepas exactamente en qué tipo de situación te has metido», había destruido todo aquello por lo que Sam había arriesgado la vida.

Bueno, ahora ya sabía en qué tipo de situación me había metido, aunque no tenía ni idea de qué tenía que hacer. Tenía ganas de gritar como una loca. ¡Seguía sin saber nada de esos dichosos manuscritos! Con sólo pensar lo que me habían costado se me revolvían las tripas. Pero la noche no se había acabado, y me prometí que obtendría algunas repuestas directas antes de que se terminara.

Caminamos por el muelle hasta donde se veía, al otro lado del agua, la fachada iluminada de Nótre Dame, que sobresalía por detrás de su famosa pared de hiedra parcialmente sumergida en el río.

—Dices que si te miento te sientes desdichada. Pero si te cuento la verdad, también lo eres. Te quiero, ¿qué puedo decir o hacer para que estés contenta? —dijo Wolfgang, mientras me volvía la cara hacia él.

—Wolfgang, me acabas de explicar que tú, un mafioso y mi jefe Pastor Dart me habéis manipulado y traicionado, que has traicionado todo aquello por lo que luchó Sam, lo que puede que le costara la vida, ¿y esperas que esté contenta? —solté—. Estaría contenta si por una vez me dijeras la verdad por adelantado para variar, en lugar de obligarme a que te sonsaque o de tenerme en la ignorancia «por mi propio bien». Quiero que me digas ahora lo que sabes de los manuscritos de Pandora, qué relación guardan con Rusia, Asia central y las investigaciones nucleares, como sin duda la hay, y qué función desempeñáis tú y los demás en todo lo anterior.

—No has entendido nada de lo que te acabo de decir —comentó Wolfgang, contrariado—. En primer lugar, no he dicho que Virgilio fuera un mañoso, sino que procedía de una familia de traficantes de armas, lo que es distinto. Mencioné que tu tío podía haber oído hablar de contactos con la mafia: la gente como Virgilio tiene que mantener muchas veces esas relaciones para protegerse. También en mi campo, si tratáramos a todos los traficantes de armas como enemigos, toda la actividad se produciría bajo mano y perderíamos el posible control sobre el contrabando, nos cerraríamos todas las puertas.

«Cuando hablas de traición —añadió—, prescindes de una cuestión. Existe un grupo que, por lo que sé, había investigado a Samuel Behn durante muchos años, desde la muerte de su padre Earnest. Lo habían contratado a veces para ganarse su confianza. Pero al final, creo que fueron ellos quienes lo mataron.

»Esa gente afirmaba que trabajaba para el Gobierno de Estados Unidos pero de hecho se trataba de una multinacional, controlada por un hombre con un largo expediente; un hombre llamado Theron Vane. Durante el tiempo que pasé fuera esa semana antes de ir a Sun Valley a buscarte, averigüé unos cuantos datos sobre ese hombre. El primero, que estaba en San Francisco la semana en que murió tu primo Sam. Trabajaban juntos en una misión. La segunda, que Vane se escondió de inmediato tras la muerte de Sam y no ha vuelto a aparecer. La tercera, y tienes que creerme, es que Olivíer Maxfield ha sido desde que lo conoces un esbirro de Theron Vane. Maxfield fue a Idaho, consiguió ese trabajo, y entabló amistad contigo por una sola razón: porque eras la única forma que se les ocurrió de cruzar las defensas de tu primo Sam.

Me quedé de piedra. Sam me había contado que había trabajado con Theron Vane durante diez años. Ese hombre lo debió de contratar al acabar la universidad, igual que el Tanque había hecho conmigo. Sabía también que Theron Vane estaba con Sam cuando «murió» porque, según Sam, lo habían matado en su lugar. Y en ese mensaje enigmático que Olívier había dado a Laf, admitía que trabajaba para Theron Vane.

Visto con calma, era extraño que el curriculum de Olivier se ajustara tan bien al mío desde el primer día, hacía cinco años, en que nos habían asignado la dirección conjunta del mismo proyecto. Sin olvidar cómo me había conquistado para que le alquilara el piso del sótano por un precio muy barato, las comidas originales, el ofrecimiento de cuidar a mi gato y eso del extraño sueño en que yo como la Virgen María vencía al profeta mormón Moroni jugando a la máquina del millón.

Todo lo que había afirmado Wolfgang, tomado desde una perspectiva algo distinta, encajaba a la perfección. Theron Vane podía haber engañado a Sam sobre el estamento para quien trabajaba. Alguien podía haber querido terminar con Theron Vane y no con Sam. Y Wolfgang y el Tanque podían haber intentado ofrecer mayor protección a los documentos de la que Sam y yo habíamos sido capaces con nuestros torpes intentos.

Estaba hecha un lío: tenía aún millones de preguntas sin respuesta. Pero Wolfgang me estrechó entre sus brazos, ahí, junto al río, y me besó con cariño los cabellos. Luego, me separó un poco y me observó con una expresión seria.

—Te contestaré a todo lo que me has preguntado, es decir, si sé la respuesta —anunció—. Pero son más de las dos de la madrugada y, aunque no hemos quedado con Zoé hasta las once, confieso que me gustaría pasar por lo menos parte de la noche compensándote por toda la tristeza que te he causado.

Sonrió de forma irónica y añadió:

—¡Por no decir nada de lo que me ha costado a mí pasar todas las noches a solas en esos barracones rusos!

Avanzamos por el muelle, donde las luces iluminaban desde abajolas hojas nuevas que cubrían los castaños y les conferían el aspecto de velos vaporosos de orugas. El aire estaba cargado con la humedad de la primavera. Notaba que me ahogaba y sabía que tenía que soltarlo.

—¿Por qué no empiezas por Rusia? —sugerí.

—Antes que nada —empezó Wolfgang, mientras me volvía a coger la mano—, quizá te resultara extraño que durante toda nuestra estancia en la Unión Soviética, a pesar de nuestros extensos comentarios sobre la seguridad y la limpieza de los residuos nucleares, no se mencionara en ningún momento el «accidente» de Kyshtym.

En el desastre de Kyshtym de 1957, un vertedero de residuos nucleares había alcanzado la masa crítica, como un reactor sin barras de control, y expulsó residuos en una área de seiscientos kilómetros cuadrados, más o menos, lo que ocuparía Manhattan, Jersey City, Brooklyn, Yonkers, Bronx y Queens, con una población de unas ciento cincuenta mil personas.

Los soviéticos habían encubierto este «error» durante casi veinte años, a pesar de que tuvieron que evacuar a la población de la región, cambiar el curso de un río para rodearla y cerrar todas las carreteras. El asunto no salió a la luz hasta que un científico soviético expatriado en la década de los setenta hizo sonar el silbato. Pero con el nuevo ambiente actual de
glasnost
en cooperación nuclear, cabía preguntarse por qué, cuando querían empezar de cero en todo lo demás, Kyshtym ni siquiera asomó en nuestra semana de diálogos intensivos. De repente comprendí que Wolfgang estaba hablando de un asunto importante.

—¿Crees que el «accidente» de Kyshtym no fue tal accidente? —pregunté.

Wolfgang se detuvo y me sonrió en la casi surrealista luz de la noche de la primavera parisiense.

—Excelente —dijo mientras asentía con la cabeza—. Pero es posible que ni siquiera aquellos que pusieron al descubierto el percance sospecharan la terrible realidad. Kyshtym se encuentra en los Urales, cerca de Yekaterinburg y de Cheliabinsk, dos lugares que en la actualidad siguen dedicados activamente al diseño y montaje de cabezas nucleares, y donde tú y yo, por supuesto, no fuimos invitados por motivos de seguridad. ¿Pero qué pasaría si Kyshtym no hubiera sido un vertedero de residuos de esos dos emplazamientos? ¿Qué sucedería si no se hubiera llegado a la masa crítica por accidente como todo el mundo cree? ¿Y si en cambio el incidente fuera el resultado de un experimento controlado que había concluido de forma muy distinta a la planeada?

—No es posible que te imagines que ni en los días de mayor represión los soviéticos habrían realizado una prueba nuclear en una zona poblada —objeté—. ¡Habrían estado locos de remate!—No me refiero a una prueba de armas nucleares —sentenció Wolfgang de forma enigmática, con la mirada fija al otro lado del río. Alargó un brazo hacia las negras aguas del Sena—. Hace más de cien años, el joven Nikola Tesla solía venir a nadar a este lugar del río. Había venido a París desde Croacia en 1882 para trabajar para la Continental Edison; luego partió hacia Nueva York para trabajar para el mismo Edison, con quien pronto tuvo un enfrentamiento atroz.

»Sin duda sabrás que Tesla poseía la patente original de muchos inventos, cuyo mérito y beneficios más adelante se adjudicaron otros —añadió Wolfgang, mientras caminábamos—. Fue el primero en concebir, diseñar y muchas veces construir inventos como la radio sin hilos, la turbina sin palas, el amplificador telefónico, el cable transatlántico, el mando a distancia y las técnicas de energía solar, por mencionar sólo algunos. Hay quien sostiene que también inventó artefactos "antigravedad" que poseían las propiedades superconductoras conocidas actualmente, así como un muy controvertido "rayo de la muerte" que podía barrer aviones del cielo mediante ondas sonoras. Y se afirma que en sus famosos experimentos secretos de Colorado Springs, en 1899, era capaz de cambiar las pautas climáticas.

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