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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (77 page)

BOOK: El círculo mágico
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La auténtica ironía, para todas esas personas, era que sus contactos con Hieronymus Behn, Hillmann von Hauser y Adolf Hitler no sólo les habían permitido sobrevivir a la guerra, según contó Bambi, sino que en el caso de Pandora y de Zoé proteger o rescatar a cientos de personas con total impunidad. Entre ellas se incluía el marido de Pandora, Dacian Bassarides, que con la ayuda de Zoé había dirigido un ruta gitana para huir por el sur de Francia desde París.

—¿Sabe Woífgang algo de esta historia, o que Sam es su hermano? —pregunté a Bambi.

Permaneció en silencio un momento y me miró muy seria con sus ojos moteados de oro.

—No estoy segura —comentó por fin—. Pero sí sé que está muy influenciado por mi madre. Ése es el principal motivo por el que Lafcadio lo desprecia tanto, aunque no haya querido comentarlo. He obtenido algo de información de Lafcadio, quien debió de averiguarlo de Earnest hace muchos años, cuando éste se desplazó desde Idaho a Viena para hablar con Pandora. Por lo visto ella sabía toda la historia.¡Por supuesto!

Me acordé de las palabras de Wolfgang cuando contemplaba el Danubio mientras estábamos juntos bajo el techo de cristal de su castillo, antes de hacer el amor: «Mi padre me llevó a verla cuando no era más que un niño. Recuerdo que cantó
Das himmlische Leben.
Me miró con esos ojos. Tus mismos ojos.»

—Después de casarse con mi hija —dijo Oso Oscuro—, Earnest Behn volvió dos veces a Europa. Cuando Sam tenía tres años, Earnest fue a hablar con Pandora, la madre de su hermano Augustus, sobre un asunto familiar importante. El segundo viaje fue para asistir al entierro de Pandora, justo tras la muerte de Nube Clara, y se llevó a Sam con él. Pandora le había legado algo que tenía que recoger en persona, me dijo. Cuando regresó a Idaho, dejó la reserva para no volver.

Me quedaba aún una pregunta. Por fortuna me había acostumbrado tanto a las respuestas espeluznantes que ya apenas me afectaban.

—¿Por qué fuiste a vivir con tío Lafcadio después de que tu madre muriese? —pregunté a Bambi—. ¿Conocías ya bien a tío Laf?

—Mi madre no está muerta. Sigue viva, me temo, aunque no la he visto desde que me fui de casa hará diez años —sentenció Bambi, entornando los ojos—. Pero creía que lo habrías comprendido: todo este tiempo ha sido ella la que ha permanecido oculta entre las sombras, detrás de todo este asunto.

Si la madre de Bambi, Halle von Hauser, estaba «detrás de todo este asunto» como afirmaba Bambi, y si era de verdad tan terrible que su marido huyó y se casó con Nube Clara, y que hasta su hija Bambi se marchó de casa a los quince años para vivir con tío Laf, estaba claro lo que eso sugería sobre la relación de Wolfgang con el lado tenebroso de nuestra familia.

—¿Y dónde interviene Augustus? —pregunté a Olivier.

—Tu padre ocupa un lugar destacado en nuestra lista —fue su respuesta—. Por lo visto, su relación amorosa con la madre de Bambi terminó hace años y los dos han contraído nuevos matrimonios, pero parecen entenderse a la perfección. Hace diez años, tu padre ayudó a Halle von Hauser a adquirir una posición destacada en Washington, con lo que ahora puede ejercer gran influencia política, tanto aquí como en el extranjero. Lo cierto es que resulta algo delicado desentrañar con quién están relacionados esos dos. Gracias a su cargo en las juntas de varios museos y en uno de los periódicos más importantes, Halle es la persona con más influencia social de la capital y...

Me cago en dios.

—¿No será ese periódico el
Washington Post
por un casual? —le interrumpí—. ¿Y el marido actual de Halle, no se llamará Voorheer-LeBlanc? Ese nombre emana aires entre holandeses y belgas, de la misma región que el nuevo paraíso de Himmler.

Olivier sonrió.

—Se ve que te has documentado —dijo.

Había elegido un nombre de pila distinto, como Helena, por si alguien mencionaba un nombre tan fácil de recordar como Halle. Recordaba también el interés que mi padre y mi madrastra Grace habían mostrado esa noche durante la cena en San Francisco por averiguar lo que yo sabía de la herencia. Después, habían concedido una rueda de prensa para obtener más información del albacea testamentario, lo que les había proporcionado una tapadera excelente para que alguien me llamara y tratara de sonsacarme, quizá con más éxito, qué manuscritos se incluían en el patrimonio de Sam. Cuando la señora Voorheer-LeBlanc del
Washington Post
llamó más tarde, no dijo que fuera periodista, sólo comentó que quería comprar los manuscritos. A estas alturas, me quedaban pocas dudas de que fuera la madre de Wolfgang y Bambi: Halle von Hauser.

¿Sabía Jersey que su hermana estaba viva, o lo que ella y mi padre se traían entre manos desde que salieron de la cama? No me lo había comentado, pero Oso Oscuro me explicó por qué.

—Como es natural, tuve muchas sospechas respecto a la repentina y misteriosa muerte de la primera mujer y del hijo de Earnest —dijo—. Pero no tuve ninguna prueba de que estuvieran vivos hasta el reciente viaje de investigación de Sam a Utah. Sam cree que tu madre y Earnest pensaron que la mejor forma de proteger a sus hijos del pasado consistía en guardar silencio.

Estaba dispuesta a seguir con ese tema cuando Oso Oscuro redujo la velocidad del Land Rover hasta casi detenerlo y salió con cuidado de la carretera en dirección al bosque. El suelo, cubierto por una tupida capa de pmaza, desprendía una fragancia embriagadora a nuestro paso. Bambi, Olivier y yo nos sumimos en el silencio mientras contemplábamos cómo Oso Oscuro maniobraba con precaución el enorme vehículo a través de senderos angostos entre los árboles, tan justito como cuando se enhebra una aguja de bordar. Tras lo que pareció una eternidad, el terreno empezó a ascender gradualmente hasta que por fin nos encaminamos hacia la cima. Cuando el terreno abrupto se volvió demasiado escarpado, Oso Oscuro se detuvo en el borde de una estrecha grieta y paró el motor. Se volvió hacia mí.

—Te tengo que llevar hasta el río y mi nieto vendrá a reunirse con nosotros —me indicó—. Espera que te lleve sólo a ti, así que quizá los demás deberían quedarse aquí y esperar en el coche.

Miré a Olivier y a Bambi con una ceja levantada para saber qué opinaban.—Me gustaría acompañarte —comentó Bambi—. Y ayudar en todo lo que pueda. Me siento responsable de gran parte de lo que os ha pasado a ti y a tu primo. —De inmediato, rectificó y prosiguió—: Quiero decir, nuestro primo. Si te hubiera contado todo lo de mi hermano en cuanto me enteré de que lo habías conocido, puede que nada de esto hubiera pasado.

—Decidido, pues —anunció Olivier, que adornó su acento de Quebec con el hablar del Oeste americano—. Ningún vaquero que se precie dejaría trotar a dos potrillas solas por estas colinas, forastero.

Se quedó boquiabierto cuando Bambi extrajo del bolsillo de la chaqueta una pequeña Browning automática, con la que apuntó al techo con una profesionalidad que ya querría para sí Bonnie y hasta el mismísimo Clyde. Olivier siempre había proclamado que buscaba la
cowgirl
de sus sueños, pero ahora levantó las manos.

—¡Por todos los santos! —gritó—. Guarda eso antes de que alguien se haga daño. ¿De dónde lo has sacado?

—Mi abuelo Hillmann era entrenador del grupo avanzado en el
Ballermann Gewehrschiessen,
el club de tiradores, en el centro de Alemania. En casa, todos tuvimos que aprender a disparar —informó a Olivier—. Obtuve el título con mención especial para la Walther, la Luger, el Mauser y todos los modelos de Browning, y tengo licencia para llevar ésta para mi protección personal.

Correcto. Nunca se sabe cuándo alguien va a intentar agredir a una violoncelista rubia de veinticinco años. Sobre todo, en una familia como la nuestra.

—Deja que la lleve —pedí a Olivier—. Puede resultarnos útil.

Seguimos a pie a Oso Oscuro por el desfiladero largo y rocoso. Hacia la cima, la marcha adquirió dificultad ya que se soltaban trozos grandes de la rocalla y salían rodando bajo nuestros pies. La verdad es que no me apetecía enfrentarme a otro alud. No era posible superar esquiando diez mil toneladas de rocas que se desmoronan.

Llegamos a lo alto del acantilado, situado a unos sesenta metros por encima de un valle con muchos árboles, cortado por la cinta ancha y cristalina de un río, y algo que reconocí de inmediato y que me indicó con exactitud dónde estábamos: el lugar favorito de Sam al norte de Idaho, las cataratas Mesa.

En este punto, el río era ancho y las cascadas caían en una sola capa refulgente, tan dorada bajo el sol como los cabellos de Bambi. Sólo el vapor arremolinado que se elevaba sin cesar de la base indicaba el volumen de agua que en esa zona fragmentaba las rocas del lecho en guijarros. Hacía años, en la adolescencia, estuve en ese lugar con Sam. Era la última salida antes de empezar la universidad y quería enseñármelo.

—Es mi escondite secreto, listilla —me informó—. Lo encontré una vez que fui a pescar solo, cuando era bastante pequeño. Nadie ha estado ahí desde hace mucho tiempo, quizá miles de años.

Unidos de la mano, vadeamos las aguas poco profundas de la parte superior de la catarata y ascendimos por la cara de la roca al otro lado del acantilado. Encontramos una estrecha grieta en la roca, casi invisible hasta que se llegaba a ella, y tan cerca de la caída del agua que tenía los lados cubiertos de musgo debido a las constantes salpicaduras. Sam se deslizó de lado por la rendija y me tiró de la mano tras él.

Estábamos en el interior de una gran cueva, detrás del agua ensordecedora que caía como una cortina delante mismo de nosotros. Nos adentramos en la gruta unos cuantos metros hasta que la oscuridad nos engulló. Sam sacó una linterna y la encendió.

Era del todo increíble. Las paredes y el techo de la cueva eran un país mágico de cristales de los más variados colores. Por todas partes se formaban arco iris, refractados en el vapor que se arremolinaba alrededor de nosotros y de los millares de prismas.

—Si alguna vez quiero esconderme, u ocultarte a ti o cualquier cosa que considere preciada —me dijo Sam en medio del silencio que se formaba tras el vacío del ruido atronador de las aguas—, no se me ocurriría ningún sitio mejor que aquí.

Y ahora, en lo alto del acantilado que daba a la catarata en compañía de Oso Oscuro, Olivier y Bambi, supe con toda certeza por qué nos habían traído a aquel lugar. Supe con exactitud lo que se escondía en esa cueva.

Tardamos media hora en llegar al río desde el acantilado, abriéndonos paso por el terreno rocoso a través del bosque y de la espesa maleza. Cuando por fin llegamos a un punto nivelado del terraplén por encima de la catarata, me volví hacia los demás y expliqué intentando hacerme oír a pesar del ruido del agua:

—Ahora tendremos que vadear un trozo. Vamos al otro lado de la cascada. No hay otro lugar en kilómetros donde el agua sea tan poco profunda que permita avanzar sin peligro.

—Ningún lugar está exento de peligro para mí —confesó Olivier, que me miraba con sus enormes ojos oscuros—. Siento tener que anunciarlo tan tarde, pero no sé nadar.

—Pues es demasiado arriesgado —le confirmé—. Aunque el agua nos llegará sólo hasta las rodillas, cerca de la catarata la corriente esmuy fuerte y rápida. Será mejor que te quedes aquí mientras cruzamos y encontramos a Sam.

Oso Oscuro, que ya no estaba para estos trotes, accedió a esperar en la orilla con Olivier. Mientras Bambi y yo nos quitábamos los zapatos y nos remangábamos los pantalones para caminar por el río, dejé la mochila en el suelo al lado de Olivier. Para mi sorpresa, vi asomar la cabeza negra de Jason. ¡Me había olvidado de él por completo! Fijó los ojos en las aguas que discurrían silenciosas delante de mí e irguió las orejas con entusiasmo ante una piscina de tal tamaño.

—Ni se te ocurra —le ordené con firmeza. Volví a meterlo en la mochila y se la pasé a Olivier mientras comentaba:

—Sólo nos faltaría eso, que saltara el gato por la borda. Tendrás que encargarte de él —indiqué a Olivier y señalé a Jason con el dedo para añadir—: Y se acabaron los arenques ahumados del casero aquí presente si te portas mal mientras no estoy.

A medida que Bambi y yo nos íbamos adentrando en las aguas cogidas de la mano, sentí el primer ramalazo de pánico. El agua estaba mucho más fría y la corriente era mucho más fuerte de lo que recordaba de la vez anterior. De pronto comprendí por qué. Sam me había llevado a finales del verano, la época más calurosa del año, y tan seca que señalaba el inicio de la época de los incendios forestales.

Pero ahora acababa de producirse el deshielo de la primavera, cuando los ríos se encuentran en su momento más caudaloso. El agua nos golpeaba con tanta fuerza que tenía que deslizar los pies por el suelo guijarroso. Si levantaba uno, por poco que fuera, la corriente se me podría llevar con facilidad. Y peor aún, de la fuerza de las aguas, que sólo me llegaban aún a media pantorrilla, se desprendía que si nos acababan cubriendo hasta más arriba de las rodillas, no podríamos avanzar.

Iba a gritar a Bambi por encima del ruido del agua que sería mejor que diéramos marcha atrás hacia la orilla cuando vi que algo se movía a más de quince metros de distancia, en la otra orilla del río. Miré en esa dirección y en la ribera opuesta vi la silueta alta y esbelta de Sam, recortada contra la luz brillante del sol. Tenía la mano levantada para indicarnos que nos detuviéramos donde estábamos, se quitó los mocasines y se metió en el río. Cuando llegó lo bastante cerca de nosotras, vi que llevaba atada a la cintura una cuerda, cuyo extremo sin duda había fijado en la orilla. Nos alcanzó, me agarró por los hombros y me gritó para que lo oyera:

—¡Gracias a Dios! Fijaré este extremo al otro lado y os ayudaré a cruzar.

Una vez que Oso Oscuro hubo atado la cuerda a un árbol, Sam, Bambi y yo empezamos a abrirnos paso siguiendo la cuerda hasta laotra orilla. Aunque el agua no nos había cubierto hasta más de medio muslo, cuando por fin llegamos yo estaba exhausta debido a la tensión y al esfuerzo que había supuesto sujetarme a la cuerda y mantener el equilibrio. Y a Bambi le pasaba otro tanto.

Sam se subió a una pendiente rocosa y nos ayudó por turno. Después, sin mediar palabra (estábamos tan cerca de la cascada que sólo nos oiríamos si nos desgañitábamos), Sam empezó a bajar por la cara rocosa de la catarata hacia un pequeño saliente y alargó las manos hacia Bambi. La tomó por la cintura desde abajo mientras yo intentaba ayudarla desde arriba en su precario descenso. Y entonces, sin previo aviso, sucedió algo terrible.

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