El círculo mágico (80 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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—Te quiero —dijo con los labios apretados, haciendo caso omiso de mi pregunta mientras otra oleada de dolor lo sacudía. Cuando se hubo recuperado prosiguió—: No os iba a matar a ninguno de vosotros; no digas locuras. ¿Te parezco acaso un maníaco homicida? Sólo quería esas reliquias que son tan importantes. ¿Es que no lo comprendes, Ariel? Tú y yo habríamos utilizado esa información de la forma adecuada. ¡Podríamos haber logrado tantas cosas! Gracias a esos manuscritos, habríamos creado juntos un mundo mejor.

Se detuvo y luego añadió con cuidado:

—Sé lo que pensaste después de lo de París, después de que Zoé hablase contigo. Fue por mi pregunta sobre los gitanos, ¿verdad? Me di cuenta en el viaje de vuelta en avión y te tendría que haber dicho algo entonces. Sólo me sorprendió, eso fue todo. No habría supuesto ninguna diferencia, tienes que creerme. No me habría importado...

—¿Que no te habría importado? —exploté furiosa—. ¿De qué demonios me estás hablando? ¿Te refieres a que te habrías rebajado a seguir acostándote conmigo a pesar de que por mis venas corre sangre mancillada? Dios mío, ¿pero qué clase de persona eres? ¿No comprendes cómo me siento al saber que intentaste matar a Sam con esa bomba en San Francisco? Trataste de matarlo, Wolfgang. ¡Y sabías a ciencia cierta que Sam era tu propio hermano!

—¡No lo es! —casi aulló Wolfgang, con la cara pálida por un dolor que expresaba, con sólo mirarlo, todo lo que se había callado.

Olivier había echado un vistazo por la ventanilla, alarmado, y se dispuso a abrir la puerta del coche, pero le indiqué con un gesto que no lo hiciera. Temblaba de pies a cabeza con una emoción que era incapaz de definir con palabras. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Miré de nuevo a Wolfgang, inspiré profundamente y con toda la calma y claridad que conseguí reunir sin desmoronarme le dije:

—Sí, Wolfgang, es tu hermano. Después de eso me volví, salí del coche y cerré la puerta a mis espaldas.

Oso Oscuro, una de las personas más organizadas de la tierra, habría sido un directivo excelente en cualquier gran empresa si no hubiera estado tan ligado a tareas más importantes destinadas a conservar las raíces de su pueblo y a desentrañar los misterios de la vida. Mientras tanto, también consiguió organizar el proyecto de Sam y mío.

En opinión de Oso Oscuro era demasiado peligroso soltarnos, «darnos a conocer» como quien dice, hasta que Olivier y su gente hubieran capturado a unos cuantos malos más. Una vez más gracias a Oso Oscuro, contaban ahora con más argumentos en ese sentido. Los archivos privados de tío Earnest (la información desagradable que Zoé había averiguado sobre la familia Behn) aparecieron de forma anónima entre un cúmulo de viejas reclamaciones de propiedad de décadas atrás, en una caja de seguridad de la reserva de Lapwai.

Aunque Earnest hubiera purgado la existencia misma de Halle y de Wolfgang de su mente, como Oso Oscuro nos informó, ese nuevo tesoro incluía documentación acerca de la función de nuestra familia, incluido mi padre, como financieros largo tiempo ocultos que apoyaban su propio concepto de supremacía racial y que colocaban las armas de destrucción a gran escala al servicio de su desagradable visión del nuevo orden mundial.

La parte más agradable de la familia me reservaba unas cuantas sorpresas. Tal como Sam había sospechado y Dacian Bassarides corroboraba ahora, el legado de Pandora se había repartido entre los cuatro «niños Behn». Al parecer, tras nuestro encuentro en Viena, Dacian había llegado a algunas conclusiones por su cuenta. Se encargó de preparar una reconciliación pendiente entre Lafcadio y Zoé, lo que acabaría con todas esas décadas de amargura familiar que había estado fomentada por un hombre que llevaba largo tiempo muerto.

No fue necesario que Dacian convenciera a Laf ni a Zoé de que yo sería quien había de encajar todas las piezas como en su día hizo Pandora, para separarlas de nuevo, veinticinco años atrás, mediante los términos de su testamento. Tío Laf me remitió una caja del vino elaborado en las bodegas de Dacian con una nota de éste donde detallaba el patrimonio de Pandora, que durante todos esos años tanto interés había despertado. A partir de esa información y con una llamada pertinente a mi madre y varias charlas con Oso Oscuro, la imagen resultaba de lo más claro.

En primer lugar, estaba el manuscrito rúnico que mi madre me envió desde San Francisco y que Olivier recuperó de donde lo escondí en la Normativa del DDD, en el complejo nuclear. Me acordaba de que Laf me comentó que Pandora se había dedicado a copiar runas apartir de las piedras erigidas en toda Europa: esas runas constituían el legado que dejó a mi padre. Cuando Jersey descubrió la relación de Augustus con su hermana, elaboró una copia clandestina de ese manuscrito. Aunque mi padre poseía aún el original, más adelante Earnest aconsejó a Jersey que guardara su copia para dármela cuando hubiera crecido, del mismo modo que él conservaba su parte del legado de Pandora para Sam.

Eso me llevaba al segundo conjunto, que Earnest heredó y que luego recibió Sam. Se trataba de las tablillas, las telas y los rollos curiosos y deteriorados que habíamos rescatado con tanto riesgo de la cueva de cristal; el conjunto que todos deseaban con tanta pasión, que se habían lanzado en su busca por el sendero tenebroso del asesinato y del crimen. No costaba adivinar el motivo particular de Wolfgang, dado lo que parecía su preocupación obsesiva: que su padre lo hubiera abandonado y hubiera dejado todo su patrimonio, incluso esas reliquias, a su hijo menor e indio americano: Sam.

Tal como Dacian Bassarides me había indicado en Viena, una cuarta parte del rompecabezas, incluso la mitad, apenas servía de nada sin el resto. Y por lo que Volga Dragonoff me contó durante nuestra charla en un gélido comedor soviético, incluso si se disponía de todas las piezas juntas en un montón, era preciso ser un iniciado en la forma adecuada de pensar, como afirmaba creer que yo era, para montar el rompecabezas.

Sólo había una persona que me podía haber proporcionado ese entrenamiento, aunque yo no lo supiera. Se trataba de Sam. Las dos personas que conservaban las otras piezas del rompecabezas, Lafcadio y Zoé, habían enviado copias de su parte de la herencia de Pandora, que habían confiado a Bambi para que me las entregara cuando vino a advertirme sobre Wolfgang. Ahora que obraban también en mi poder, me sentía preparada para iniciar el ataque.

Oso Oscuro había ideado un plan muy ingenioso para que Sam y yo no tuviéramos que albergarnos en cobertizos y refugios de montaña remotos mientras completábamos el proyecto, un plan que ya había puesto en marcha hacía semanas, en cuanto Sam volvió de Salt Lake con las pruebas que obtuvo sobre la familia. Tenía a punto todas las provisiones que íbamos a necesitar para pasarnos seis meses como mínimo «en el campo», lo que nos permitiría empezar y acabar el proyecto en relativo secreto.

Nos había preparado caballos de carga, un suministro suficiente de alimentos setos y remedios caseros a base de hierbas, un tipi y mucha ropa térmica e impermeable, así como dos ordenadores portátiles con sus correspondientes paquetes de baterías, equipados con el mejor software del mercado en muchos idiomas, tanto antiguos como modernos, para facilitarnos la traducción. Y un encantador terreno privado regado por un riachuelo de agua rápida y limpia, a un solo día de camino del lago Pend Oreille y del parque nacional de Kootenay, en esa región de Idaho que se adentra en el territorio de Columbia Británica y, por lo tanto, si fuera necesario, al alcance del son de los tambores de muchas tribus indias. La única población en cincuenta kilómetros era un lugar pequeño (de ochocientos habitantes) que llevaba el inverosímil nombre de Troya.

Mi salvador moreno de ojos verdes, Jason, nos acompañó en esta excursión, aunque algo a su pesar hasta que echó un vistazo a su riachuelo privado de aguas rápidas. Al final de cada semana, Oso Oscuro nos enviaba un mensajero anónimo en un caballo appaloosa moteado para que nos dejara unos cuantos alimentos de primera necesidad y recogiera los documentos que hubiésemos acabado de transcribir y traducir para transportarlos a paraderos desconocidos, o que sólo Oso Oscuro conocía.

—Si hubiese sabido antes este sistema indio de transporte clandestino —me comentó Sam—, me habría ahorrado muchas molestias y quebraderos de cabeza cuando heredé estas cosas.

Me había olvidado de lo que era vivir al aire libre en el campo, donde se recibe el agua potable, la comida y el aire de manos de la tierra, sin ningún intermediario que los diluya o contamine. Fue una experiencia estimulante desde el primer momento en que instalamos el tipi y nos metimos dentro. Aunque Sam y yo plantamos las pocas variedades de cultivo de temporada corta que crecerían en esta zona tan alejada, y que todos los días teníamos que pescar y recolectar para comer, nos pasábamos la mayor parte del tiempo traduciendo manuscritos. Y cuanto más traducíamos, más fascinante era.

Incluían una procesión de historias y misterios que parecían surgir de la voz profunda y silenciosa de un pasado desconocido y hasta el momento inédito. Ese pasado empezó a emerger de la niebla que lo ocultaba, generada por una máquina que, por lo que vi, historiadores y biógrafos habían mantenido en marcha durante milenios.

—Se me ha ocurrido una idea —dije a Sam una noche junto al fuego cuando llevábamos más o menos un mes trabajando—. En estos relatos pocas veces aparece ningún tipo de sociedad superior que invade y subyuga a una inferior, es más bien al contrario, si las comparas a ambas en términos de capacidades científicas o artísticas. La historia consiste básicamente en el registro de los extraordinarios despliegues de valor de los conquistadores. Pero esa «superioridad» suele basarse en haber conseguido derrotar y esclavizar a los otros.—Estás captando la idea —afirmó Sam—. Lástima que no seas india: habrías nacido con ella. El autor favorito de Hitler cuando era pequeño era un tipo llamado Karl May, que escribió historias de indios y vaqueros para los niños alemanes. ¿A que no adivinas quién ganaba siempre en esas historias?

Era la primera nota amarga que le había oído a Sam respecto a esa parte de su cultura que yo, como americana no indígena, quizá nunca alcanzaría a comprender del todo.

—Le salvaste la vida a Wolfgang —indiqué—. Por lo que nos contó Bambi, ahora sabes que te odiaba, que había puesto esa bomba que casi te mató. Si lo hubieras sabido entonces, ¿te habrías esforzado tanto en rescatarlo?

—¿Te refieres a si soy tan altruista como para perdonar a alguien que disfrutaría erradicando a la gente como yo? ¿Algo así como: «no es mal tipo, es mi hermano»? —dijo Sam.

Después, sonrió, se levantó de la silla donde estaba reclinado junto al fuego y me puso de pie frente a él.

—Ya lo sabía entonces —afirmó.

—¿Sabías que Wolfgang había intentado matarte? —pregunté, sorprendida.

—Me imagino que me creerás muy noble de carácter en este momento, ¿no? —prosiguió—. Pues déjame que te diga que no me parece que una persona tan malvada como él deba librarse con sólo una pierna rota y una asfixia rápida e indolora en el río. Opino que habría que arrastrar su bonito nombre ario por el fango y que se tendría que pasar el resto de una larga vida en la cárcel.

Supongo que cuando por fin destapabas la amargura de Sam, te encontrabas con que el tarro estaba bastante lleno. Sam descansaba sus manos en mis hombros. Estábamos de pie en el centro del tipi, uno frente al otro junto al fuego, y me observaba con una expresión extraña.

Cerré los ojos y recordé otro fuego en un castillo y la llama insaciable que había despertado en mí el tacto y el olor de ese hombre al que acabábamos de evaluar y desestimar de forma tan irrevocable. Un hombre tan lleno de odio que había intentado asesinar a su propio hermano, el mismo hermano que le acabaría salvando la vida a pesar de saberlo todo. Por mucho que Wolfgang afirmara su amor por mí, me preguntaba si era cierto. Me preguntaba si yo lo había querido nunca.

Cuando abrí los ojos, Sam me estudiaba con atención, como si buscara alguna respuesta oculta a una pregunta tácita. Me acordé de sus palabras esa mañana en la cima de la montaña: «¿Tienes idea de lo peligrosa que puede resultarnos esta "amistad" tuya tan inoportuna?»¿Ya lo sabía entonces? Pues ahora ya lo había descubierto por mi cuenta, ¿no?

—Intenté advertirte —dijo Sam—. No sospechaba nada de forma consciente hasta que fui a Salt Lake. Pero cuando empecé a atar cabos sueltos a partir de los documentos familiares y a comprender la situación, cuando me di cuenta de que la persona con la que habías iniciado una relación, Wolfgang Hauser, podía tratarse del mismo hombre que había asesinado a Theron Vane, no supe qué hacer. Era consciente de lo peligroso que podía resultar para mí: era a mí a quien perseguía. Pero no podía creer que llegara a hacerte daño. Te envié esa nota para que te andaras con cuidado. Además, ya no eres una niña. Quería que hicieras lo mejor para ti.

—Caray, pues qué magnánimo por tu parte —le espeté bastante furiosa y contrariada—. ¿Creíste que sería «mejor para mí» dejar que siguiera haciendo el amor y enamorándome de un hombre que podía destruirnos a ambos?

Sam se estremeció como si le hubiera lanzado un golpe real y me di cuenta de lo mucho que habría intentado cerrar los ojos a lo que sucedió en realidad entre Wolfgang y yo. Por último inspiró profundamente y habló muy tranquilo.

—Si quisieras atiborrarte de alcohol o de alguna droga peligrosa, tampoco te lo impediría, Ariel. Eres responsable de tus propias decisiones y acciones. Pero eso no era amor y tú lo sabes: el amor no es algo que quieres hacer con alguien.

—No estoy segura de saber lo que es el amor —afirmé, y era cierto.

Recordé el comentario de Oso Oscuro acerca de que el padre de Sam, Earnest, se creía incapaz de experimentar tal sentimiento. Así que quizá para los nez percé yo también estuviera como muerta.

—Me parece que yo lo sé. ¿Quieres que te lo explique? —me preguntó Sam, que seguía observándome.

Me sentía muy vacía pero asentí para que prosiguiera.

—Para mí, el amor es cuando sabes que la persona que quieres forma parte de ti y que llevas dentro de ti una parte de esa persona —dijo Sam—. No puedes usar, manipular o engañar a alguien a quien quieres de verdad, porque te estarías usando, manipulando o engañando a ti mismo. ¿Tiene eso sentido?

—¿Es decir, que si Wolfgang me mintió, de hecho se estaba mintiendo a sí mismo? —solté con toda la ironía del mundo.

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