Authors: Katherine Neville
Sam estaba ahí de pie, descalzo en medio del vapor arremolinado en ese estrecho reborde de la roca a unos pocos centímetros de Bambi, y sus cabellos largos y oscuros ondeaban y se mezclaban con los mechones dorados de ella. Cuando todavía la sujetaba por la cintura y sus ojos plateados sonrieron a los dorados de Bambi, experimenté una súbita punzada de dolor.
¿ Qué demonios me pasaba? No era el mejor momento para caer en las garras del horrendo dragón verde de los celos. Además, ¿quién era yo para sentirme así? Yo había estado a punto de destruirlos a todos al hacer caso omiso de los ruegos de cordura que recibí por todas partes y al lanzarme a mi pequeña odisea de lujuria sexual. Además, debía admitir que Sam nunca, jamás, ni una sola vez, ni de palabra ni de hecho, me había dicho que él y yo fuéramos nada más que hermanos de sangre. ¿Por qué entonces no podía permanecer lo bastante indiferente o incluso lo bastante preocupada por él como para mostrarle el mismo amor, franqueza, confianza y apoyo que él me había dispensado cuando se percató de lo que sentía por Wolfgang Hauser? Pero, Dios mío, es que no podía. Mientras los observaba era como si alguien me clavara un cuchillo en el corazón y hurgara con él en la herida. Pero no era el momento ni el lugar más adecuado para perder el control.
Todos estos pensamientos me cruzaron por la cabeza en los breves segundos (aunque a mí me parecieron horas) en que Sam y Bambi se quedaron como perdidos sin remedio en la mirada del otro. Luego, Sam hizo pasar a Bambi por la grieta de la roca y alargó los brazos hacia mí.
Cuando me bajó a la plataforma rocosa, me acercó los labios al oído.
—¿Quién es? —me gritó por encima del estruendo del agua.
—¡Mi hermana! —respondí siguiendo el mismo procedimiento.
Se echó hacia atrás para mirarme, sacudió la cabeza y rió, aunque no oí la carcajada. Luego me hizo entrar en la cueva y me siguió con rapidez.
La linterna de Sam nos guió a través del centelleante laberinto cortado por el goteo del agua en la roca sólida a lo largo de los eones. Nos adentramos más en la montaña hasta que llegamos a un lugar donde podíamos hablar sin que nos molestara el ruido distante del agua. Entonces presenté a Sam a Bambi.
__Muy bien, amigas mías. —La voz de Sam resonó contra las estalagmitas de la gruta de cristal—. Me gustaría tomarme un respiro para admirar toda la belleza que ha cruzado los páramos por mí, pero me temo que nos espera mucho trabajo.
—Bettina y yo tenemos muchas cosas que contarte, y Olivier también —comuniqué a Sam—. Podría ser peligroso llevarnos los manuscritos de Pandora, que deduzco están aquí, hasta que lo sepas todo. Además, ¿dónde ibas a encontrar un mejor escondite para guardarlos?
—No pienso ocultarlos más —replicó Sam—. A mi entender, ya llevan escondidos demasiado tiempo. La honestidad es la mejor política: ese lema es tuyo, listilla; tú me lo enseñaste.
Y tras sonreír a Bambi, Sam añadió:
—¿Sabías que el tótem de tu hermana es un león de montaña, un puma? Me gustaría saber cuál sería el tuyo.
Cuando Bambi le devolvió la sonrisa, los dedos me temblaron; quizá fuera la fría humedad de la gruta.
—Si no vas a esconderlos —pregunté a Sam con los labios insensibles—, ¿qué harás? Todo el mundo está buscando los condenados manuscritos de Pandora.
—Mi abuelo ha tenido una idea fantástica. ¿No os lo ha dicho? —comentó Sam—. Cree que ya va siendo hora de que la nación india haga algo para nuestras reservas, algo que además sería muy positivo para la Madre Tierra.
Bambi y yo permanecimos calladas, de modo que Sam prosiguió:
—Oso Oscuro cree que ha llegado el momento de abrir la primera editorial india electrónica de Norteamérica.
Sam había sellado los manuscritos en unos tubos delgados, opacos y herméticos de plexiglás, que estaban amontonados al fondo de la cueva. Si no sabías lo que buscabas, con esa poca luz parecían tan sólo otro grupo de estalagmitas que se elevaban del suelo.
Esa mañana, en la montaña por encima de Sheep Meadow, Sam me había contado que había transcrito en papel corriente la colección de pergaminos, paneles delgados de madera y rollos de cobre de Pandora, heredada a través de su padre. También me informó de que había sellado los originales en «recipientes herméticos» y que los había escondido en un lugar donde creía que «nunca los encontrarían». La copia en papel corriente que Sam había preparado, la única copia según aseguró, era el conjunto de documentos que había recogido del banco de San Francisco cuando asesinaron a Theron Vane y que echó al correo con mi dirección. Esos eran los manuscritos que yo había paseado por medio mundo y que había introducido de forma tan concienzuda en los libros de la Biblioteca Nacional de Austria. Documentos que, por lo que dijo Wolfgang, obraban en manos del padre Virgilio y del Tanque.
La idea de Oso Oscuro, explicó Sam, era que recogiéramos todos los manuscritos originales sellados en recipientes que había en la gruta y que los volviéramos a transcribir y a traducir al inglés, esta vez junto con el manuscrito rúnico de origen desconocido que recibí de Jersey. Luego, publicaríamos las traducciones, una a una, en una red informática para la formación y aleccionamiento del público en general.
Después de la publicación, Oso Oscuro opinaba que lo mejor sería repartir las fuentes antiguas (las delicadas láminas de estaño y los rollos de pergamino) entre varios museos y bibliotecas indios de Norteamérica que dispusieran de los medios para conservarlos y manejarlos de forma adecuada.
A diferencia de los famosos
Manuscritos del mar Muerto,
de antigüedad parecida, que habían obrado en poder de unos cuantos acaparadores totalitaristas durante los últimos cuarenta años, el maravilloso tesoro de curiosidades de Clio y Pandora estaría a disposición de los eruditos de todos los campos para su estudio y análisis. Si nosotros mismos los traducíamos, nos aseguraríamos de que nada se perdía ni se desviaba. Y si averiguábamos algo peligroso, como por ejemplo, que había algún lugar de la Madre Tierra que podía manipularse pero que era sagrado o vulnerable, o ambas cosas, como esas insinuaciones de Wolfgang sobre los inventos de Tesla, divulgaríamos esa información para que se emprendieran acciones destinadas a proteger esos sitios.
Los tres formamos una cadena para sacar los tubos de plexiglás: a través de la rendija de la cueva Bambi se los daba a Sam, que los anudaba entre sí con cordel en tres grandes bultos mientras yo ascendía por la roca hasta lo alto del acantilado. Luego, Sam izó los bultos y yo los subí desde arriba con una cuerda más gruesa. Los dejé junto a la catarata hasta que los otros se unieron a mí.
Aunque cada tubo de plexiglás por separado era ligero como una pluma, al unirlos pesaban bastante; calculé que mi paquete y el de Bambi debían de acercarse a los diez kilos cada uno, y el de Sam parecía más pesado aún. Por otra parte, aunque los tubos estaban muy bien sellados, a Sam le daba miedo que, con lo delicados que eran muchos de los objetos, si entraba un poco de agua en alguno, o incluso si sudaba, se destruyera parte del valioso contenido.
Así que llevábamos los bultos a la espalda, por encima de la línea de agua, con los tubos en horizontal desde la cintura hasta más arriba de los hombros. Sam nos los fijó a la espalda con un nudo de briol como el que usan los montañeros, por si alguno de nosotros perdía pie y tenía que soltar deprisa el paquete. Esperábamos que la incomodidad de la carga quedaría compensada por el peso, que nos serviría para agarrarnos mejor al lecho del río contra la fuerza del agua.
Pero justo antes de meterme en la corriente, dirigí la vista hacia Oso Oscuro, que nos esperaba al otro lado junto a Olivier. Este último parecía tenso y llevaba mi mochila puesta, con Jason en su interior. Entré con cuidado en el agua helada y avanzamos por el río en fila india: Sam iba al frente de la procesión para mantener la cuerda tirante, Bambi en el medio y yo detrás, en la retaguardia. Los tres nos sujetábamos con fuerza a la cuerda. Tenía que concentrarme al máximo para mantener las rodillas flexibles y el cuerpo equilibrado al mismo tiempo que plantaba los pies con firmeza en la roca resbaladiza e irregular que cubría el lecho del río. Ya me había adentrado bastante antes de darme cuenta de que algo iba muy mal. Sam se había detenido en seco en mitad de la corriente.
En la orilla, en el linde del bosque, había las dos personas que menos ganas tenía de ver en el mundo: mi jefe Pastor Owen Dart y Herr Doctor Wolfgang K. Hauser de Krems, Ósterreich. Wolfgang sujetaba a Olivier y le apuntaba a la garganta con una pistola. Oso Oscuro, a pocos metros de distancia, estaba atado a un árbol.
¿Cómo nos habrían encontrado, a cientos de kilómetros y en plena naturaleza? Entonces caí en la cuenta de que, cuando Oso Oscuro había entrado en la casa, habíamos dejado los coches sin vigilancia unos instantes. No se precisaba más tiempo para colocar un dispositivo de localización en los vehículos. Por lo visto, Wolfgang había aprendido la lección la última vez que me siguió.
Incluso a esa distancia distinguí sus ojos color turquesa, fijos en nosotros tres; primero descansaron un momento en Bambi y en mí, y después lanzaron chispas a Sam, como si no dieran crédito a lo que veían.
Quise llorar. Pero mi deseo más inmediato era seguir con vida, una perspectiva no muy probable en ese momento. De repente, me percaté de que el Tanque llevaba un cuchillo de caza en la mano. Con la otra sujetó con firmeza la cuerda que estaba atada al árbol situado a su lado y a la que todos nos agarrábamos como único medio de supervivencia en las aguas rápidas. Cuando comprendí que la iba a partir por la mitad, una punzada de miedo me recorrió la espalda. Pero vi que Wolfgang sacudía la cabeza y decía algo al Tanque, que apartaba la mano a la vez que asentía y nos miraba.
Bambi, Sam y yo seguíamos en mitad de la corriente, inmóviles como estatuas, y recé para que, contra todo pronóstico, Wolfgang hubiese cambiado de parecer; no sé, como si le hubieran practicado un trasplante total de personalidad en las pocas horas transcurridas desde que nos separamos. Al fin y al cabo, intenté razonar, si su objetivo era destruir todo rastro de esos documentos para que la copia preparada por Sam, que ahora obraba en manos de su equipo, fuera la única versión existente, no había motivo para que el Tanque no nos lanzara a la cascada como si fuéramos cebos para alimentar a los peces.
Pero claro está, había un motivo que no tardé en deducir. Si caíamos por la catarata ahora, los manuscritos de Pandora se vendrían con nosotros, ¡pero no se destruirían si flotaban! Docenas de mensajes en botellas modernas descenderían centenares de kilómetros por el río Salmón, se incorporarían al Snake y al Columbia y desembocarían en el mar. Si se esparcían de tal forma, ¿cómo iban a reunidos y destruirlos todos antes de que alguien los encontrara? Había que capturar o destruir los mensajes y sus botellas antes de acabar con los mensajeros.
En ese instante, Sam gesticuló por detrás de la espalda para que Bambi y yo nos acercáramos a él. ¡Cuando hubimos cerrado filas, Sam me miró por encima del hombro y me guiñó el ojo! ¿Qué demonios quería decirme con eso?
A unos treinta pasos, Wolfgang vadeaba hacia nosotros con los zapatos y los calcetines puestos, sin haberse molestado siquiera en remangarse los pantalones. Sujetaba a Olivier delante de él a modo de escudo mientras le apuntaba a la cabeza con la pistola. El Tanque los seguía muy de cerca, con una pistola en una mano y el cuchillo en la otra. Tenía que reconocerlo: Wolfgang debía de estar al corriente de la destreza de su hermana pequeña en el manejo de las armas y no quería correr ningún riesgo. Me sentía desolada por Olivier, y no sólo porque me caía muy bien. Si nosotros tres intentábamos atacar a los otros, a los que superábamos en número, era posible que le costara la vida ya que no sabía nadar.
A pesar de que era difícil mantener la moral en esas circunstancias, me concentré en lo que podría significar el guiño de Sam. Era evidente que se guardaba alguna carta en la manga. Conocía a Sam y sabía que, cuando decidiera actuar, tendríamos que pensar deprisa e intervenir con rapidez. Pero cuando finalmente sucedió, fue algo que jamás se me habría ocurrido.
Wolfgang y el Tanque avanzaban con cuidado a lo largo de la cuerda, que les quedaba corriente abajo, como a nosotros, para usarlacomo barrera, lo que resultó ser su gran error. Para observar cómo progresaban me tenía que inclinar hacia la izquierda puesto que Bambi, situada detrás de Sam, se ladeaba hacia la derecha para ver.
Cuando llegaron a mitad del río, Wolfgang, que seguía cogiendo a Olivier por el cuello, se apartó de la cuerda para que el Tanque pudiera adelantarlo y alcanzar a Sam. Cuando Wolfgang, con Olivier pálido y con aspecto enfermizo a punta de pistola, lo dejó pasar, Dart avanzó despacio hacia los cilindros que cargaba Sam, sin soltar la pistola ni el cuchillo.
Entonces, como si nada, casi como si ayudara al Tanque, Sam cogió la cuerda que fijaba el paquete de tubos a su espalda y antes de que nadie adivinara lo que iba a hacer, tiró del nudo de briol y soltó la cuerda. El botín de tubos de plexiglás huecos empezó a desplazarse con rapidez corriente abajo, en dirección a la catarata.
Si mal no recuerdo, fue entonces cuando se montó.
Pastor Dart dejó caer el cuchillo al agua y se abalanzó por encima de la cuerda que nos llegaba a la cintura para agarrar el iceberg que se alejaba flotando. Pero en ese instante, Sam hundió la cuerda en el agua y el Tanque, que la esperaba más alta, perdió el equilibrio y cayó de bruces en las veloces aguas. Sam soltó entonces de golpe la cuerda y ésta enganchó al Tanque, que quedó colgando como un montón de ropa mojada.
Mientras el Tanque luchaba por librarse de la cuerda, Wolfgang lanzó a Olivier a un lado para poder disparar bien a la masa que partía veloz antes de que desapareciera. Pero al hacerlo, un ovillo negro y enfadado, que llevaba demasiado tiempo retenido en la mochila de Olivier, le explotó a Wolfgang en la cara. No tenía ni idea de que Jason tuviera tantas uñas, ni que pudiera esgrimirlas con una precisión tan rápida y certera. Cuando Wolfgang se llevó los brazos a la cara para protegerse, Jason se encaramó a ellos e incluso a su cabeza y desapareció tras él. La pistola de Wolfgang voló por el aire gracias a una rauda Browning y a una Bambi de muchos recursos. Wolfgang exclamó algunas maldiciones sobre el estruendo de la cascada, pero eso no lo detuvo. Se sujetó la mano ensangrentada y saltó por encima de la cuerda para perseguir al grupo de tubos que desaparecía, pero Sam salió disparado contra su costado y ambos cayeron juntos. Eché un vistazo rápido a nuestro alrededor para intentar distinguir a Olivier, pero se había desvanecido con la misma velocidad que mi gato.