Authors: Katherine Neville
—No, a él no le hacía falta engañarse a sí mismo, ¿no? —me lanzó Sam de vuelta—. ¿No se te olvida un detallito? Te acostaste con él y tú también le mentías.
Me quedé estupefacta, pero era cierto. Había tenido la relación más íntima posible con un hombre en quien en realidad no confiaba. Un hombre al que nunca me abrí del todo, por propia voluntad, para contarle la verdad completa de nada. Era un trago amargo, pero en el fondo siempre fui consciente de lo que era Wolfgang.
—Hace tiempo que te entregué parte de mi corazón y parte de mi alma, Ariel. Ya lo sabes —prosiguió Sam. Me sonrió con picardía—. Pero existen algunos compromisos antes de que te ceda parte de mi cuerpo —añadió.
—¿Tu... cuerpo? —mascullé—. Pero si creía que te gustaba Bambi.
La cabeza me daba vueltas.
—Ya lo sé —aseguró Sam con una sonrisa—. Cuando vi la expresión de tu cara mientras sujetaba a Bettina junto a la cascada, pensé por primera vez que quizás había alguna esperanza para nosotros, con o sin Wolfgang.
Me alborotó los cabellos y sin más, dijo:
—Te quiero, listilla. Supongo que siempre te he querido.
Lo admito, estaba atónita. Me quedé ahí de pie, como en una nube, sin saber qué hacer. ¿Estaba preparada para todo aquello?
De forma bastante extraña, Sam había empezado a retirar los sacos de dormir y las bolsas, para dejar vacío el espacio que ocupaba el centro del tipi, alrededor del pequeño hogar rodeado de piedras.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—De hecho sólo es un compromiso —explicó Sam, que seguía amontonando mantas a un lado.
Se levantó y sacudió la cabellera negra hacia atrás con impaciencia.
—No esperarás que siga amando a alguien que no sabe bailar, ¿verdad? —soltó.
Como me había dicho Dacian, el proceso era más importante que el resultado.
Durante ese último mes en que Sam y yo habíamos compartido una existencia fraternal, hasta que bailamos, no habría logrado comprender en absoluto los manuscritos que estábamos traduciendo; que todo eso del entramado del mundo, la trama y la urdimbre, el
yin
y el
yang,
los enlaces alquímicos y el ritual dionisíaco se reducía a una sola cuestión: la transformación. Los manuscritos trataban precisamente de eso.
Bailamos toda la noche. Sam tenía cintas de bailes y cantos indios que pusimos en un cásete portátil, pero danzamos al son de cualquier música (desde la cíngara de tío Laf hasta las rapsodias húngaras y las canciones celtas favoritas de Jersey que, según nos contó a Sam y a mí, se bailaban a un ritmo frenético en cualquier boda o velatorio irlandés), rápida y lenta, apasionante y mágica, poderosa y misteriosa. Danzamos descalzos alrededor del fuego, y después fuera, en el prado oscuro de la cima de la montaña, que olía a los primeros acianos de principios del verano. Algunas veces nos tocábamos, nos cogíamos de la mano o bailábamos juntos, pero a menudo bailamos solos, una experiencia distinta y fascinante.
A medida que danzaba sin parar, me pareció que por primera vez sentía de verdad mi cuerpo, no sólo más centrado y equilibrado en sí mismo, aunque eso también era cierto, sino también conectado por completo de algún modo misterioso con la tierra y el cielo. Noté que algunas partes de mí morían y se rompían en pedazos que se esparcían en el universo, donde se convertían en estrellas que brillaban en el espacio inmenso de la noche, ese espacio salpicado de galaxias que parecía interminable.
Danzamos durante la mañana, hasta que las brasas de nuestro hogar se extinguieron, y volvimos a bailar en el prado floreado para observar cómo los primeros rayos del alba teñían de rojo el cielo matinal. Y seguimos danzando...
No fue hasta transcurrido todo ese tiempo que algo extraño empezó a suceder, algo aterrador. Y cuando pasó, me detuve en seco. El aparato seguía emitiendo música y Sam daba vueltas. Al verme quieta, descalza entre las flores, se acercó.
—¿Por qué te has detenido?
—No lo sé —confesé—. No estoy mareada ni nada de eso, es que...
Pero no sabía cómo explicarlo.
—Baila conmigo, entonces —dijo Sam.
Se agachó para apagar la música, me estrechó entre sus brazos en el prado y nos movimos despacio en un círculo, casi flotando. Sam me abrazaba con suavidad, sólo lo suficiente para darme apoyo. Su rostro curtido, con la nariz recta, la barbilla hendida y las pestañas que proyectaban su sombra a unos pómulos fuertes, me recordaron entonces los de un poderoso espíritu protector. Acercó los labios a mis cabellos.
—He aprendido algo de los manuscritos de Pandora —me comentó—. En una primera versión de un texto alquímico medieval («El círculo mágico de Salomón el Mago» de Goethe) se afirma que los ángeles no hacen el amor como los seres humanos. No tienen cuerpo.
—¿Cómo lo hacen? —le pregunté.
—De una forma mucho mejor —respondió—. Se mezclan entre sí y durante un breve instante se convierten en un solo ser. Pero por supuesto, los ángeles no poseen substancia. Están formados por rayos de luna y polvo interestelar.—¿Te parece que somos ángeles? —sugerí, mientras me recostaba en sus brazos con una sonrisa. Sam me besó.
—Opino que deberíamos mezclar nuestro polvo interestelar, ángel —anunció.
Me llevó de la mano hacia la hierba para que me echara sobre él entre las flores silvestres.
—Quiero que hagas lo que te apetezca, o nada en absoluto —me sonrió—. Estoy a tu total disposición. Mi cuerpo es tu instrumento.
—¿Puedo tocar con él El amor brujo?—le pedí entre risas.
—Puede tocar cualquier selección que el virtuoso desee —me aseguró—. ¿Qué va a ser?
—De golpe, es como si estuviera por encima de la línea de árboles —afirmé muy seria.
—Ya estuvimos ahí y sobrevivimos —apuntó Sam en voz baja, mientras me tomaba los dedos y rozaba con ellos sus labios—. Entramos en la luz juntos una vez, Ariel. Justo después de que nuestros tótems nos encontraran, ¿recuerdas?
Asentí despacio. Sí, me acordaba.
Cuando el puma y los dos osos hubieron desaparecido de la cima de la montaña, Sam y yo permanecimos sentados largo rato, puede que horas, uno al lado del otro, sin movernos, con las puntas de los dedos en contacto. Cuando la oscuridad cedió paso al alba, tuve la molesta sensación de que algo cambiaba en mi cuerpo, algo que se movía deprisa como unas manos inquietas. De repente, empecé a alejarme de la tierra y a flotar muy alto en el aire. Me sentía completamente separada del cuerpo y aun así seguía teniendo forma y contorno, como una lágrima llena de helio y suspendida en el cielo.
Me asaltó un momento de pánico, por si me caía o porque quizás estaba muerta y me iba para siempre de la tierra. Pero entonces comprobé que no estaba sola ahí arriba. Había alguien a mi lado: Sam. Era casi como si me hablara desde el interior de mi mente, a pesar de que si miraba hacia abajo, veía nuestros dos cuerpos sentados uno al lado del otro en la tierra.
—No mires abajo, Ariel —me susurró Sam en mi mente—. Mira hacia delante. Entremos juntos en la luz...
Era extraño, pero después nunca hablamos de ello, ni siquiera una vez. Y lo que era más extraño aún, jamás me pareció que se tratara sólo de un sueño. En cualquier caso me parecía mucho más vivido que la realidad, del mismo modo que nuestro mundo tridimensional y a todo color es mucho más consistente que una fotografía en dos dimensiones y en blanco y negro sobre un pedazo de papel. Esa experiencia poseía unas dimensiones muchísimo mayores y más profundas. Pero si tuviera que explicarlo con palabras, no sabría por dónde empezar. De niños, Sam y yo habíamos entrado juntos en la luz. Ahora íbamos a hacerlo de nuevo. Era consciente de que esta vez iba a ser muy distinta a la anterior. Los dos nos íbamos a transformar en un solo ser en esa mañana de primavera entre las flores silvestres.
Y esta vez, ya no tenía miedo.
Mientras estaba en brazos de Sam horas más tarde, en lugar de absorbida, me sentía revitalizada, como si hubieran inyectado en mis venas una sustancia ligera, burbujeante y efervescente.
—¿Cómo describirías eso? —le pregunté mientras entrelazaba sus dedos con los míos—. ¿Qué nos ha pasado?
—Si necesitas asignarle una palabra, yo diría que el término técnico es «orgasmo mutuo» —dijo Sam—. Un orgasmo mutuo muy largo. Más o menos un orgasmo mutuo ininterrumpido, largo, continuado y sin fin.
Le puse la mano en la cara.
—Por otra parte —continuó, sonriendo mientras me besaba el hombro desnudo—, podrías simplificar mucho las cosas y llamarlo amor. ¿Te sorprende?
—Nunca había sentido nada igual —admití.
—Supongo que debería sentirme aliviado —comentó Sam—. Pero para serte sincero, yo tampoco.
Se sentó y me miró ahí echada entre la hierba. Después me recorrió la piel con un dedo desde la barbilla al centro del cuerpo hasta que vibré y se agachó para besarme en los labios como si, despacio, nos vertiéramos mutuamente polvo interestelar. Era una sensación increíble.
—Me parece que estamos afinados —sentenció Sam—. Se acabaron los ensayos. ¿Qué te parece una actuación en directo?
Sam y yo seguíamos en las montañas seis meses después, a principios de noviembre. Oso Oscuro nos envió raquetas para la nieve, esquís de fondo y algunas pieles de oso por si se producía la esperada primera gran nevada.
Casi habíamos terminado la traducción de los manuscritos. Los de Earnest, Lafcadio y Zoé, y también las runas que Jersey robó a Augustus. Tal como Wolfgang y los demás creían, indicaban lugares del planeta donde se formaba un entramado que, según los antiguos, no sólo poseía enormes poderes, sino que se había usado en ceremonias y rituales, documentados con todo detalle, durante un período que abarcaba como mínimo cinco mil años. El secreto más guardado de lasprimeras religiones de los misterios, como era el caso de los órficos, los pitagóricos o los primeros egipcios, consistía en que si se activaba este entramado, se produciría un enlace alquímico que transformaría la Tierra y liberaría una energía que nos conectaría con el cosmos en una especie de «enlace».
—¿Sabes qué es el «centro de simetría»? —me preguntó Sam un día. Cuando sacudí la cabeza, me lo explicó—: En algunos modelos matemáticos, como en los de la teoría de catástrofes, puedes seleccionar el centro absoluto de una figura. Por ejemplo, hay un modelo para un incendio. Si el fuego se origina en el borde de un campo, sea cual sea la forma de ese campo, es posible prever dónde se extinguirá (en el centro exacto), si dibujas una línea recta en el borde de todo el contorno que marca su periferia y a partir de ella trazas otra línea con un ángulo de noventa grados. El punto donde confluyen la mayoría de rayas constituye el centro absoluto, es decir, el centro de simetría: una especie de sendero de menor resistencia. Se pueden analizar muchos modelos de campo de esa forma. Campos de luz, cerebrales, terrestres, y quizá cosmológicos. Te lo enseñaré.
Dibujó la forma en la pantalla de su ordenador:
—¿Crees que esos puntos que estamos buscando en la Tierra no están simplemente conectados por líneas rectas o estrellas de seis puntas? —supuse—. ¿Crees que son importantes porque actúan como centros de simetría?
—Una especie de vórtice o de vorágine —asintió Sam—. Algo que absorbe energía hacia sí y amplifica su poder porque se trata del centro real de la forma.
Parte del proyecto era inherente a las páginas que teníamos ante nosotros. Por ejemplo, como dedujimos de repente un día, esos esquemas patentados que Nikola Tesla había preparado para su torre alto voltaje construida en Colorado Springs, la torre que según afirmaba habría de canalizar la energía por el entramado mundial, guardaban un enorme parecido con un famoso dibujo de la primera retorta química, la crisopeya de Cleopatra, el texto alquímico más antiguo que existe. Y ambos se parecían a una
T,
la cruz de
tan,
el símbolo de poder de los primeros egipcios, así como a la runa Tyr mencionada por Zoé, que invocaba la columna mágica de Zeus. Y, de manera extraña, a la misma Irminsul destruida por Carlomagno y reconstruida mil años después en el bosque de Teutoburgo por Adolf Hitler.
Sam y yo sabíamos que nos faltaba mucho trabajo todavía. Algunos documentos apuntaban a otros que no obraban en nuestro poder. Dedujimos dónde habían ocultado muchos de ellos hacía milenios, en una grieta del monte Ida, en la costa de Turquía, el monte Pamir, en Asia central, y una gruta donde Eurípides escribió sus obras, en el centro de Grecia, pero aunque se habían descubierto algunos documentos antiguos en esas regiones, no teníamos ninguna garantía de que los que buscábamos estuvieran ahí ahora. Decidimos que cuando termináramos la tarea que nos ocupaba trataríamos de encontrar algunos, tal como habían hecho Pandora y Clio.