Authors: Katherine Neville
Cuando se enteró de que su hija natural estaba viva pero que hacía treinta años había ingresado en un orfanato, y que Hieronymus Behn no había hecho nada para encontrar a su hermanastra durante todo ese tiempo, Clio comprendió que el hombre que tenía ante ella, tan atractivo y apuesto como su padre, era también igual de cruel y egocéntrico. Clio le ofreció un acuerdo que requería un compromiso por ambas partes.
Puesto que Hieronymus no guardaba parentesco alguno con ella, no le debía nada, dijo. Pero si usaba sus conexiones en la Iglesia calvinista para descubrir el orfanato donde había sido enviada su hermana, la localizaba y la llevaba a Suiza para que su madre pudiera por fin verla, Clio dispondría una importante suma de dinero de su patrimonio para cada uno de los dos. Hieronymus aceptó encantado. Pero no imaginaba lo que luego acabó sucediendo.
Wolfgang y yo guardábamos un silencio tan tenso que casi se podía cortar con un cuchillo. Y Zoé prosiguió su relato.
—La largo tiempo perdida hermanastra que mi padre se dedicó a buscar, una hermanastra que por desgracia para ambos llegó a encontrar, era la mujer que pronto se convertiría en su esposa: Hermione.
Wolfgang miraba a Zoé con una expresión que no supe identificar. Entrecerró los ojos.
—Es decir que tus padres...
—Eran hermanastros —terminó Zoé—. Pero no he terminado todavía.
—Ya he oído bastante —solté con brusquedad.
Así que esa era la razón por la que todos habían mantenido siempre las relaciones familiares en secreto. Creí que me iba a dar un ataque. No podía respirar. Quería huir de la habitación. Pero Zoé no me iba a dejar.
—Los manuscritos han pasado a tus manos —comentó—. Pero no podrás protegerlos ni usarlos si no lo sabes todo.
Con el rabillo del ojo vi que Wolfgang levantaba la copa de vino y daba un buen trago. Había permanecido muy callado y evasivo todo ese rato. Me hubiera gustado saber cómo se lo tomaba. Al fin y al cabo, Zoé era también su abuela. Recé para que ésa fuera la última sorpresita que quedaba. ¿Qué podía ser peor?
—A través de sus contactos con la Iglesia calvinista —siguió Zoé—, Hieronymus localizó el orfanato y averiguó que, cuando contaba dieciséis años, su hermanastra Hermione había partido hacia Sudáfrica con otras chicas como esposas bóer por correo. La guerra había terminado, así que zarpó en barco hacia El Cabo para encontrarla.
Zoé me observó con atención y añadió:
—Christian Alexander acababa de morir debido a complicaciones de una herida de guerra. Hermione heredó su fortuna, incluidas grandes concesiones en minería y minerales, pero estaba también embarazada de un segundo hijo. Estaba fuera de sí por la pena y el miedo al futuro que le esperaba: una viuda sola con dos hijos en un país dividido por la guerra. Cuando el atractivo Hieronymus Behn llegó afirmando ser su primo...
«¡Un momento!», me gritó el cerebro mientras intentaba hacer encajar todos los datos. Había algo que no casaba. Y esta vez sabía lo que era.
—¿Dos hijos? —dije horrorizada—. ¿Era Christian Alexander padre de los dos hijos de Hermione: Lafcadio y Earnest? ¿Cómo es posible?
—Es la mentira que se esconde tras todo lo demás —afirmó Zoé—. Earnest descubrió el auténtico pasado de nuestra familia, aunque tardó muchos años en comprender la traición de que él y Lafcadio habían sido objeto al separarlos de niños y mentirles sobre quién era el padre de Earnest. En realidad eran hermanos de sangre, hijos de los mismos padres: Hermione y Christian Alexander. Earnest vino a Europa poco antes de la muerte de Pandora para pedirle explicaciones. Ella tenía que saberlo, dij o, ¿ por qué no se lo había contado?
—Será mejor que nos lo cuentes —rogué a Zoé—. Desde el principio, incluida la conexión de Pandora.
Y así lo hizo. Cuando Hieronymus Behn llegó a Sudáfrica el verano de 1900, era un ministro calvinista de casi cuarenta años con un objetivo: encontrar a su hermanastra y conducirla hasta su madre largo tiempo perdida para obtener así la herencia que, a su entender, le debía su madrastra.
Encontró a esa hermosa hermana rubia, que acababa de enviudar a los treinta y dos años y era rica. Tenía intereses en minerales y un patrimonio que dirigir, un hijo de seis meses (tío Lafcadio) y otro en camino (tío Earnest). Hieronymus detectó un potencial enorme para él en esa situación. Con rapidez y sin piedad, decidió matar dos pájaros de un tiro.
Tras afirmar que era su primo y que la había estado buscando durante años, Hieronymus la convenció de que estaba loco por ella. Hermione, huérfana desde los dos años, no tenía forma de saber que el hombre que afirmaba ser su primo era de hecho su hermanastro. Se enamoró perdidamente de él, se casaron a las pocas semanas y él asumió el control de las propiedades de su primer marido.
Pero Hieronymus sabía que tendría que revelar la auténtica relación que los unía antes de llevar a Hermione a Europa, o de lo contrario no podría obtener nada de Clio. Existía un problema adicional: si Hermione revelaba a su madre su nuevo matrimonio, Hieronymus ya podía irse olvidando de la herencia. Además, cuando Hermione se enterara de cómo la había engañado, era posible que intentara anular el matrimonio alegando consanguinidad. Sin embargo, Hieronymus sabía que eso sería difícil si ambos tenían un hijo juntos.
Ante el temor de que no fueran capaces de engendrar un hijo, la única garantía que se le ocurrió a Hieronymus fue la de convencer a Hermione para que lo nombrara padre legítimo de Earnest en su certificado de nacimiento. Cuando años después Earnest averiguó, a partir de sus propias investigaciones, que era sólo un año menor que Lafcadio, y no dos como siempre habían creído, aquél empezó a sospechar y profundizó en la búsqueda.
Para mí también empezaban a encajar muchas cosas, gracias a esa desagradable revelación. Como por ejemplo, el hecho de que el pequeño Lafcadio fuera enviado a un lugar como Salzburgo, donde no conocía a nadie, en cuanto alcanzó la edad escolar. Si se hubiese quedado en Sudáfrica, tarde o temprano habría oído en boca de terceros detalles sobre las circunstancias de la muerte de su padre, el precipitado matrimonio entre su madre y su padrastro y el prematuro nacimiento de Earnest. También tenía sentido que, cuando Hermione quedó embarazada de Zoé, Hieronymus hiciera las maletas y trasladara a toda la familia a Viena, donde nadie sabía nada sobre sus orígenes y donde, según había contado Laf, mantuvo a su esposa como una prisionera en su propia casa.
Ese panorama dejaba claros los motivos por los que Lafcadio estaba tan alterado por mi encuentro con Zoé y, ni que decir tiene, porqué le resultaba tan desagradable esa mujer. En el fondo, ella representaba la única prueba de las relaciones carnales de Hermione con su hermano. Pero con cada aspecto que parecía aclararse, era como si otros se volvieran más oscuros.
—¿Dónde encaja Pandora en todo esto? —pregunté a Zoé.
—Había una persona —respondió—, que había conocido a Hieronymus y a Hermione antes, como hermanos, y que los volvió a ver más tarde como marido y mujer. Era la niña que Clío había adoptado y tomado a su cargo en Suiza para sustituir a la hija que había perdido. Cuando Hieronymus Behn llevó a Hermione a Suiza para la reunión prometida con su madre, Clio firmó los documentos que donaban una gran parte de su fideicomiso a su hija y su hijastro, sin saber los lazos carnales y legales que ambos habían contraído. Cuando se marcharon, descubrió que, al igual que su padre en el pasado, Hieronymus se había apropiado de algunos de los rollos antiguos que a su entender le pertenecían por designio divino. Unos rollos que para entonces pertenecían a la hija adoptiva de Clio. Aunque le llevó muchos años dar con ellos, esa hija al final los encontró. Por supuesto, se trataba de Pandora.
El resto del relato era fácil de deducir a partir de lo que ya sabía de Laf, Dacian y los demás: cómo Hieronymus no reconoció a la niña que había visto breves momentos, convertida en una hermosa mujer; cómo Pandora se infiltró en la casa Behn, en Viena, con la ayuda del compañero de universidad de Hitler, Gustl, y trabó amistad con su hermana adoptiva, la encarcelada Hermione, y cómo Pandora hizo chantaje a Hieronymus y consiguió que Lafcadio regresara a casa para ver a Hermione en su lecho de muerte. Pero quedaba una cuestión sin explicar. Según el relato de Dacian, Hieronymus obligó a Pandora a casarse con él y luego la echó a la calle cuando ella le robó algo muy preciado. ¿Y no se había ido Zoé también con Pandora y los gitanos? Además, si la historia de Laf era cierta, ambas chicas habían hecho buenas migas con Adolf Hitler desde el primer momento.
—¿Qué tiene que ver Hitler con esta historia? —quise saber—. Por lo que nos has contado, resulta obvio que lo que se llevó Pandora eran los manuscritos de Clio. Pero si hasta vuestro amigo Afortunado los quería, ¿por qué fue de excursión con vosotros, como el día del tiovivo en el Prater que Laf me contó? ¿Por qué os llevó al Hofburg a ver la espada y la lanza? ¿Por qué era tan amigo de Pandora y Dacian, si sabía de su ascendencia romaní?
—Cuando Afortunado conoció a Pandora y a Dacian en Salzburgo —dijo Zoé—, sabía que buscaban a Hieronymus Behn, el mismo hombre que, doce años atrás, había armado un gran revuelo con las revelaciones acerca de la posible historia y procedencia de la fuente deJuan Bautista. El propio Afortunado, que entonces sólo contaba once años, había acudido con su clase del colegio a ver el famoso objeto. Soñaba con poseerlo, al igual que los otros objetos sagrados. Cuando vivió en Viena, había averiguado muchas cosas sobre la familia Behn. Aunque no se ha llegado a demostrar, estoy segura de que mi padre fue una de las primeras personas en prestar apoyo a Afortunado, sin duda una de las principales. Y como dices, es evidente que Afortunado conocía muchas cosas sobre los orígenes de Pandora. Dacian se vio obligado a huir al sur de Francia donde, gracias a mis poco usuales contactos, conseguí ayudarlo durante la guerra. Y mientras Afortunado intentaba no llamar mucho la atención al respecto, no permitió que nadie tocara a Pandora en toda la guerra, aunque sabía que ella y Dacian eran romanís, porque creía que era la única que poseía la clave para ese poder que él andaba buscando.
—Cuando dices romaní, ¿a qué te refieres exactamente? —interrumpió Wolfgang en un tono extraño. Se había mantenido muy callado durante esta parte final de la historia.
—Gitanos —dijo Zoé. Y se dirigió a mí para explicarme—: La niña que Clio adoptó, Pandora, era la sobrina de Aszi Atzingansi, un hombre de distinguida sangre romaní que la había ayudado a recuperar muchos textos antiguos, incluidos los oráculos de Cumas. Aunque no existen pruebas fehacientes, Pandora creyó siempre que Aszi fue el gran amor de Clio. Como le conté a Wolfgang el año pasado cuando acudió a mí en un
Heuriger
de Viena, son las almas más antiguas las que conservan y mantienen viva la sabiduría ancestral. Pandora era una de esas almas antiguas, como la mayoría de romanís. Dacian estaba muy interesado en que te conociera porque cree que tú eres otra de ellas.
—Un momento —volvió a interrumpir Wolfgang, esta vez con mayor firmeza—. ¿ No me estarás diciendo que Pandora y Dacian Bassarides, los padres de Augustus Behn, los abuelos de Ariel, eran gitanos?
Zoé lo observó con una sonrisita extraña y arqueó una ceja.
¿Pero no había sido Wolfgang quien me había presentado a Dacian? Entonces recordé con cierta inquietud que Dacian no había mencionado nuestros orígenes gitanos en presencia de Wolfgang y que, de hecho, me había advertido que yo tampoco se lo comentara. Si miraba hacia atrás, con lo ingenuo que había sido Dacian en otros temas, como la espada y la lanza, e incluso en lo referente a dónde escondíamos los manuscritos de Pandora, el hecho de que pidiera a Wolfgang que nos dejara solos durante la parte de nuestra conversación referente a los asuntos familiares me pareció de repente un detalle revelador. Y todavía más cuando Zoé añadió de forma enigmática:
—Tu madre estaría orgullosa de esa pregunta. Wolfgang estaba tan exhausto como yo después de las semanas que nos habíamos pasado recorriendo Europa y la Unión Soviética, por no decir nada del exceso de datos que habíamos reunido. Se durmió después de cenar, en el primer tramo de nuestro viaje de casi veinticuatro horas de regreso a Idaho.
Aunque tenía muchos temas que comentar, sabía que me convenía disponer de un poco de tiempo para pensar y tratar de averiguar en qué situación me encontraba. Así que pedí un café solo a la azafata y me concentré para repasar todo lo que había averiguado.
Un mes atrás, la teoría de Zoé me habría parecido una locura: eso de que Afortunado se hubiera usado a sí mismo, a su sobrina, su perro, sus amigos y los hijos de éstos, del mismo modo que había «usado» antes a millones de gitanos, judíos y miembros de otras razas, en algún tipo de sacrificio pagano en masa; una «acción» chamanística para dar comienzo a la nueva era. Pero lo cierto es que Hitler estaba rodeado de mucha gente que, como él mismo, creían en tonterías. El hogar mágico al estilo de la Atlántida de los arios en el Polo Norte, la destrucción final del mundo mediante el fuego y el hielo, el poder de los objetos sagrados y la sangre «purificada» para obrar milagros terrestres. Sin olvidar, como Wolfgang había señalado, la creencia en un arma de destrucción a gran escala que era conocida y redescubierta una y otra vez desde tiempos remotos.
Para quienes querían dar marcha atrás al reloj y regresar a una edad dorada que creían había existido en tiempos paganos, un peligro sobre el que Dacian Bassarides me había advertido, el sacrificio humano muy bien podía formar parte del sistema. De modo que, por desagradable que me resultara la idea, vista en el contexto del sistema de creencias nazis, no era nada descabellada.
Pero a pesar del proceso de elección y separación, que tal vez fuera útil, me encontraba siempre con una pared de piedra cuando volvía al frustrante tema de las relaciones reales de mi familia con Adolf Hitler y su camarilla. No tenía ni idea de por dónde empezar. Entonces, me vino a la cabeza esa composición de William Blake:
Te doy el cabo de una cuerda dorada,
haz con ella un ovillo:
Te conducirá a las puertas del cielo,
construidas en el muro de Jerusalén.
Si pudiera encontrar el principio de mi cuerda dorada, es decir, dónde y cómo había empezado para mí la historia, sería sin duda un comienzo.
Sabía, de hecho, dónde había caído por primera vez en este laberinto: fue la noche que regresé del entierro de Sam en mitad de la tormenta de nieve, cuando estuve a punto de hundirme en la nieve. Entonces contesté el teléfono y mi padre, Augustus, me informó de que la «herencia» tal vez incluía algo de gran valor que no esperaba: los manuscritos de Pandora.