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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (71 page)

BOOK: El círculo mágico
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Su santuario principal se encontraba frente a la costa de Cambria, en la isla de Mona, la vaca, mote de Brígida, una diosa luna de la fecundidad parecida a Deméter. Creían que la diosa los protegía y que los guerreros que morían en combate rejuvenecían en su caldero de renacimiento. El pasadizo subterráneo hacia el caldero se situaba bajo un lago que yacía cerca de la gruta sagrada de Mona.

Suetonio Paulino tuvo que emplear dos años de secretos y engaños para determinar cuál era el momento más propicio para golpear este bastión cerca de la costa sin posibilidades de defensa ni de retirada. Al final averiguó que cada año todos los sacerdotes druídicos de importancia se congregaban allí el primer día del mes romano de mayo. Era el día que los celtas denominaban
beltaine,
por los
taine
o fuegos que encendían la noche anterior para limpiar y purificar los bosques sagrados, como preparación para la visita anual de la Gran Madre que traía consigo el mes de la fertilidad. Se trataba del día más sagrado del año, cuando los druidas no trabajaban ni llevaban armas y, por lo tanto, Suetonio esperaba que sería cuando menos prevenidos estarían frente a un ataque. Disponía de una flotilla de barcos de poco calado, construidos para hacer llegar las tropas desde tierra a través del corto pero muchas veces violento estrecho. La víspera del primero de mayo, al anochecer, navegaron con sigilo sobre la espuma del mar, rodearon la costa por el extremo sur de la isla y desembarcaron lejos de tierra firme, en el oeste, en Holyhead.

En ese lugar, mientras los barcos se deslizaban silenciosos hacia la costa, ya se estaban celebrando las ceremonias del ritual de purificación, aunque todavía no había oscurecido. Unas figuras que llevaban antorchas encendidas se movían en las sombras, entre las arboledas que se extendían a lo largo de la playa. El sol empezaba a hundirse con lentitud en el mar rojizo cuando los soldados romanos colocaron su equipo en la arena y avanzaron entre el vaivén de las olas. Pero de repente se detuvieron ante el espectáculo al que se enfrentaban.

Un grupo de personas, todas vestidas de negro, llegó a la playa avanzando como un implacable muro humano. Los sacerdotes varones caminaban con los brazos levantados hacia el cielo y gritaban maldiciones y juramentos a pleno pulmón. Las mujeres, con los cabellos despeinados y enredados, revoloteaban entre ellos como insectos, con las antorchas en alto. Entonces, en una súbita oleada, las mujeres salieron corriendo, gritando como fieras, a través de la playa guijarrosa hacia los soldados romanos.

Los oficiales de Suetonio observaban impotentes cómo las tropas permanecían inmóviles en la orilla, intimidadas, paralizadas por esa banda de arpías aulladoras que parecían salidas del mismísimo Hades. Suetonio avanzó entre las líneas a medida que las mujeres enloquecidas corrían" hacia ellos; gritó órdenes y maldiciones a los soldados por encima del ruido ensordecedor de los druidas, hasta que por último los oficiales recobraron la calma y empezaron a seguir su ejemplo. «¡Acabad con ellas!», la orden fue recorriendo el escalafón de mando. Las mujeres, con sus alaridos y las antorchas encendidas, se les venían encima mientras los gritos ensordecedores de los sacerdotes druidas resonaban en sus oídos.

En el último instante posible, los soldados atacaron.

José de Arimatea estaba junto a Lovernios en el borde del acantilado. No podía evitar recordar esa otra puesta de sol en que desde lo alto de otro acantilado había observado con su amigo cómo el sol descendía y el mar se teñía de rojo, hacía veinticinco años, en otra costa de otro país, cuando todo había empezado. Cuando quizá se podía haber impedido. Pero ahora, con los oídos llenos de los gritos de la playa, se volvió horrorizado hacia Lovernios.

—¡Debemos intervenir! —gritó José, que cogió a su amigo del brazo—. ¡Tenemos que ayudarlos! ¡Tenemos que hacer algo para detenerlo! ¡Ni siquiera se defienden! Los romanos usan sus propias antorchas para atacarlos; ¡les han prendido fuego a los cabellos y las ropas! ¡Los están masacrando!

El druida permaneció inmóvil. Sólo se estremeció ligeramente cuando, por encima del terrible clamor y griterío, oyó el ruido de las hachas detrás de las rocas y comprendió por primera vez lo que los romanos traían entre manos: querían destruir el bosque sagrado.

Lovernios no miró a José. Tampoco echó un vistazo a la carnicería de la playa, que no sólo representaba la masacre de su pueblo, sino también la destrucción de todo aquello en lo que creía y que valoraba; el ocaso de su modo de vida, incluso de sus dioses. En lugar de eso, contempló el mar como si en ese crepúsculo occidental vislumbrara otro lugar, otro tiempo en el pasado remoto o en el futuro aún más remoto. Cuando por fin habló, a José le pareció que sus palabras sonaban lejanas y extrañas, como el eco en un pozo frío, húmedo y sin fondo.

—Cuando Esus murió, contabas con la fortaleza de tu sabiduría —recordó a José—. Sabías lo que tenías que hacer y lo llevaste a cabo. Intentaste comprender el significado de su vida y de su muerte, y en estos casi treinta años nunca has cejado en tu empeño. Sin embargo, la sabiduría verdadera no sólo radica en saber lo que se puede o no se puede hacer, sino en saber lo que hay que hacer. Y también en saber cuál es, ¿cómo lo dijiste entonces, hace tanto tiempo?, el
kairos:
el instante crítico.

—Por favor, Lovernios, estamos en el instante crítico. ¡Dios mío! —exclamó José. Pero resultaba obvio, incluso en su apremio, que la situación no tenía solución posible. Cayó de rodillas allí mismo, en el acantilado, se cubrió la cara con las manos y rezó mientras el crujir de los árboles talados se mezclaba con los gritos aterradores. Oía ambos sonidos de la muerte juntos, empujados como espectros por las aguas silenciosas. Pasado un momento, José notó que Lovernios le apoyaba una mano reconfortante en la cabeza mientras le decía con una voz tranquila, como si hubiera encontrado una esperanza oculta que sólo él fuera capaz de percibir:

—Los dioses exigen dos cosas —afirmó—. Debemos partir enseguida, esta noche, y sacrificar todos los objetos poderosos que poseemos; lanzarlos a las aguas sagradas del Llyn Cerrig Bach, el lago de las piedrecitas.

—¿Y después qué? —susurró José.

—Si eso no surte efecto —concluyó Lovernios con solemnidad—, puede darse el caso de que tengamos que enviar al mensajero...

El mensajero del sur llegó al lado opuesto de la isla tras el amanecer, cuando Suetonio Paulino observaba caer el último árbol. Era un árbol antiguo, el más viejo de los miles que poblaban el bosque que la legión había tardado toda la noche en talar.

Ese árbol medía unos veinte metros de circunferencia: los ingenieros de la guarnición habían calculado que tenía el tamaño de una galera con todos los remos. Una vez en el suelo, tenía la altura de uno de esos edificios de tres plantas que habían construido en la costa africana cuando era gobernador de Mauritania.

«¿Cuántos años puede llegar a tener un árbol? —se preguntó Suetonio—. ¿Alcanzarían sus anillos, si tuviera tiempo de contarlos, el número de vidas que han segado los soldados esta noche? ¿Marca la muerte de este árbol, lo mismo que sucedió con otros árboles santos, la muerte de los druidas, como ellos parecen creer?»

Alejó esos pensamientos para concentrarse en cuestiones más prácticas y dispuso a sus hombres para que recogieran los cadáveres vestidos de negro de los druidas y prepararan hogueras para incinerarlos. Después, recordó la instrucción principal del emperador Nerón y envió un grupo de soldados a explorar la isla. Nerón había escrito que tenía motivos para creer, por lo que sabía de su fallecido padrastro (y tío abuelo) Claudio, que los druidas poseían tesoros muy valiosos en bastiones como éste de Mona. Nerón deseaba que lo informaran enseguida de cualquier hallazgo.

Una vez puesto en marcha ese importante asunto, Suetonio Paulino se acordó del mensajero y pidió que lo condujeran ante él. El soldado tenía un aspecto deplorable debido al cansancio del largo viaje. Además, según habían informado a Suetonio, la apariencia mojada y desaliñada del hombre se debía a que hacía sólo un rato había tenido que lanzarse al agua junto con su caballo para cruzar el corto estrecho que separaba la isla. Se llevaron el caballo, todavía ensillado a pesar de su inmersión en el canal, mientras conducían al mensajero junto al gobernador.

—Tómate el tiempo que quieras; recupera el aliento —lo tranquilizó Suetonio—. Por muy importante que sean las noticias que traes, no te mueras antes de comunicármelas.

—Camulodunum —masculló el mensajero.

Suetonio se dio cuenta del mal aspecto que tenía el hombre: sus labios entreabiertos estaban manchados de sangre y tierra, tenía la mirada perdida y los cabellos cortos despeinados como los cadáveres de esos druidas que cubrían el suelo a su alrededor.

Suetonio chasqueó los dedos para que le trajeran un odre de agua y se lo ofreció al mensajero. Cuando éste hubo bebido y limpiado el polvo que le resecaba la garganta, el gobernador asintió para que prosiguiera. Pero el soldado seguía como ido. Aunque todos sus hombres eran soldados experimentados, pensó que quizá la visión de esos cadáveres de hombres y mujeres que casi los rodeaban le habría hecho perder la razón unos instantes.

—Tranquilízate —ordenó Suetonio con firmeza—. Has recorrido más de trescientos kilómetros a un ritmo sin duda vertiginoso. Tienes algo urgente que contarme sobre Camulodunum.

—Están todos muertos —soltó con voz ronca el mensajero—. Millares, decenas de millares, todos muertos. Y la ciudad, el templo claudio, quemados por completo.

El hombre se echó a llorar.

Suetonio primero se sorprendió y luego se enfureció. Echó la mano hacia atrás para abofetear con fuerza la cara del mensajero.

—¡Eres soldado! —le recordó—. En nombre de Júpiter, serénate. ¿Qué ha sucedido en Camulodunum? ¿Ha habido un terremoto? ¿Un incendio?

—Un alzamiento de los nativos, señor —respondió el mensajero mientras intentaba tomar aire—. Los icenios y los trinobantos, puede que también algunas tribus de Corn Wall, no estamos seguros aún...

—¿Y dónde estaba la novena legión Hispana mientras tanto? —quiso saber Suetonio con voz glacial—. ¿Acaso estaba el comandante zurciéndose la toga mientras tribus de nativos descalzos quemaban las ciudades que debería estar defendiendo?

—No son provincianos descalzos, señor, sino ejércitos bien armados, puede que doscientos mil soldados o más —le informó el mensajero—. El comandante Petilio Cerealis me envió aquí, tan rápido como pudiera cruzar el país. La mitad de la novena legión ha sido destruida: dos mil quinientos de los hombres con los que yo estaba y que acudieron a la ciudad para intentar rescatarla. El procurador romano Deciano ha huido al continente con sus oficiales y Petilio se ha atrincherado en su propia fortaleza a la espera de los refuerzos que le ruega le envíe.

—Tonterías. ¿ Cómo va a destrozar un puñado de bretones primitivos e incultos media guarnición romana y ahuyentar al administrador colonial en jefe? —replicó Suetonio, que no intentó ocultar en absoluto su desprecio por una gente a la que detestaba. Después escupió al suelo y añadió—: Ni siquiera son buenos esclavos... ¡cómo van a ser buenos soldados!

—Pero disponen de muchas armas, caballos y carros —indicó el soldado—. Las mujeres luchan junto a los hombres y son mucho más sanguinarias. Las atrocidades que presencié en Camulodunum, señor, rayan en lo indecible. Se encarnizaron con viejos y jóvenes, civiles y soldados, madres e hijos por igual, sin distinciones, siempre que se trate de romanos o de nuestros colaboradores. He visto cadáveres de mujeres romanas con los bebés que mamaban pegados aún al pecho. Y cómo crucificaban a los hombres por las calles, que los dioses me perdonen por decirlo, pero les cortaban partes del cuerpo y se las cosían a los labios mientras seguían respirando...

El mensajero se detuvo, con los ojos nublados por una mirada de terror que el arduo viaje no había conseguido mitigar.

—¿Y qué comandante ejemplar se supone que los ha dirigido en esta expedición? —preguntó Suetonio con repugnancia tras un suspiro.

—Su líder era Budicca, la reina de los icenios, señor —dijo el mensajero.

—¿Esos salvajes han seguido a una mujer al combate? —exclamó Suetonio, que se mostró sorprendido por primera vez.

—Por favor, señor —añadió el mensajero—, el comandante Petilio le ruega que se dé prisa. Por lo que he visto con mis propios ojos, la rebelión dista mucho de haber terminado; aumenta a medida que se vierte sangre. Camulodunum ha caído. Ahora se dirigen a Londinium.

Londinium, Britania: principios
de la primavera
del año
61 d.C.

COMMIXTIO

Se ha producido y se producirán muchos tipos de destrucción en masa de seres humanos, los mayores por medio del fuego y el agua; otros, menores, por medio de millares de otros infortunios.

PLATÓN,

Timeo

Londinium no había sido la mayor ciudad de Britania, ni la más antigua ni la más importante, como muy bien sabía José de Arimatea. Pero había sido una de las más bonitas, situada en el seno plácido y ancho del gran río. Ahora, mientras recorría por última vez su orilla, Londinium ya no existía: lo que antes era una colonia bulliciosa había quedado reducido a un montón de cenizas rojas.

José observó a los romanos, al otro lado del río, que conducían a sus grupos encadenados de trabajadores nativos por entre los escombros. Y comprendió todo lo que se había perdido con la destrucción de esa ciudad, y el tiempo que pagarían los bretones ese acto de venganza, por muy justificada que fuera.

Los romanos, al percatarse de que la ciudad era indefendible, la abandonaron hasta poder reunir una fuerza mayor. Ahora, con tres ciudades romanas destruidas, incluida Verulamium, habían aplastado la insurreción. Habían puesto a los rebeldes, que carecían de todo recurso para luchar contra las armadas y preparadas legiones romanas, contra sus propios carros y los habían masacrado; asesinado de forma metódica junto con sus caballos y animales de carga.

Budicca y sus hijas estaban muertas. Se habían envenenado ellas mismas al preferir el perdón de Dios antes que el futuro en manos de los romanos. Y puesto que para continuar con la venganza y la guerra los rebeldes habían abandonado sus hogares la primavera anterior en lugar de sembrar los campos, la tierra permanecía baldía y la hambruna había causado estragos durante todo el invierno.

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