El círculo mágico (48 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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Lo que había tomado por una pared alta para separar los pastos era en cambio la muralla almenada de un antiguo
Burg
austriaco, una construcción de piedra parecida a una fortaleza, y lo que confundí con un riachuelo era, de hecho, un foso a medio llenar, con los muros musgosos de granito que desaparecían bajo el agua. En la muralla se encajaban unas puertas altas de madera, que estaban abiertas y me permitían ver el interior ahora iluminado: un patio amplio, cubierto de hierba, un viejo roble que extendía sus ramas por encima del césped y, más adelante, la forma circular de piedra de un auténtico castillo medieval.

Wolfgang regresó al coche sin mediar palabra, puso la primera y condujo despacio por encima del puente levadizo y a través de la entrada abierta. Aparcó en la hierba, bajo el roble, justo al lado de un viejo pozo de piedra. Luego, apagó el motor y me miró casi con timidez.

—¿Tu casa? —dije, atónita.

—¿No se dice en inglés que para un hombre su casa es su castillo? —me preguntó—. Pues en mi caso, lo que heredé fue un bonito montón de pedruscos que casi mil años atrás formaban un castillo en este lugar, por encima de lo que un día sería la ciudad de Krems. He invertido diez años y la mayor parte de mis ratos libres y de mis ingresos para encontrar expertos que me ayudaran a restaurarlo. Aparte de ellos y de Bettina, que opina que estoy loco por hacer esto, eres la única persona que he traído. Dime, ¿te gusta?

—¡Es increíble! —exclamé.

Salí del coche para verlo mejor. Wolfgang se unió a mí mientras paseaba por el patio para estudiar todos los detalles. Era cierto que los castillos en ruinas coronaban casi todas las colinas de Alemania y Austria. Eran tan bonitos y tenían una vista tan espléndida que nunca había entendido por qué nadie se tomaba la molestia de restaurarlos. Ahora comprobaba los esfuerzos que debían de haberse puesto en éste. Era evidente que hasta las piedras de las murallas estaban talladas, colocadas y unidas con argamasa a mano.

Cuando Wolfgang abrió las puertas del castillo, me dejó entrar y encendió las luces, me quedé más atónita todavía.

Estábamos en una gran torre circular con el suelo de pizarra; el techo se levantaba a unos veinte metros por encima de nuestras cabezas, con un complejo tragaluz abovedado en la parte superior a modo de caleidoscopio, a cuyo través se divisaba el cielo nocturno. El interior estaba iluminado por diversas luces adosadas que centelleaban, como estrellas, desde hornacinas abiertas en los muros de piedra. Un andamio de metal se elevaba del suelo como una escultura abstracta hasta la parte superior de la torre, y en él se apoyaba un surtido de estructuras de múltiples formas, que recordaban casitas en un árbol y sobresalían de la pared de piedra exterior formando ángulos diversos. Cada «casita» estaba rodeada por una pared curvada de madera encerada a mano, con tonalidades graduales y cálidas. Y cada una disponía de una parte de pared de plexiglás: un ventanal del suelo al techo que daba al espacio central abierto y se curvaba en parte por el techo como si fuera una claraboya para dejar entrar la luz de arriba. Al principio no me di cuenta, pero estas habitaciones estaban conectadas por una escalera de caracol con peldaños de madera que recorría el perímetro circular de la pared exterior. El resultado quitaba el aliento.

—Me recuerda esas ciudades subterráneas que mencionó Dacian —afirmé—. Como una cueva mágica escondida en el interior de una montaña.

—Y sin embargo, de día, se llena por completo de luz —comentó Wolfgang—. En las aberturas de estilo medieval, troneras y aspilleras, he instalado cristales y añadido claraboyas, ya lo verás. Mañana, mientras desayunemos, el sol lo iluminará todo.

—¿Pasaremos aquí la noche? —Intenté reprimir la agitación que me provocaba la idea.

Estaba seguro de que estarías demasiado cansada para regresar a casa de tu tío Lafcadio como tenías previsto —me dijo—. Además, mi casa queda tan cerca de la abadía donde pensamos ir mañana por la mañana...

Me parece bien —afirmé—, si no te causa demasiadas molestias.

—Está todo preparado —me aseguró—. Tomaremos una cena ligera en un restaurante del viñedo, aquí debajo. Tiene vistas al río. Pero primero, me gustaría enseñarte el resto del castillo... si te apetece, claro.

—Estaré encantada —asentí—. No he visto nada igual en mi vida.

El suelo de pizarra de la torre medía unos quince metros de diámetro. En el centro, había una zona dispuesta como comedor, con una mesa baja de roble rodeada de sillas tapizadas. Un poco más lejos, frente a la entrada desde donde lo observaba todo, estaba la cocina, delimitada por metros de estanterías abiertas llenas de vasos, platos y especias. A lo largo de la pared de la cocina había mostradores de madera gruesa, interrumpidos sólo por una cocina tipo chimenea, con una salida de humos construida en la pared exterior, como era de esperar en un castillo. Las escaleras cercanas que ascendían por la pared de la torre conducían al primer nivel, la biblioteca.

Aunque algo mayor que las habitaciones superiores, la biblioteca se abría en forma de semicírculo, que descansaba asimismo sobre un andamiaje y se sujetaba en la pared de la torre para mantener la estabilidad. Gran parte del muro de piedra estaba ocupado por una gran chimenea ya preparada con leña. Wolfgang se arrodilló ante el hogar, abrió la salida de humos y con un palito largo encendió el fuego.

Delante de la chimenea se encontraba un sofá de piel, con muchos cojines y una mesita de café en forma de bumerán donde reposaban libros apilados. Alfombras turcas de colores pálidos cubrían el suelo. De hecho, no había librerías, pero el escritorio Biedermeier estaba lleno de papeles y útiles de escritura, y los libros se amontonaban en mesas, sillas, hasta en el suelo, por toda la habitación.

Después del siguiente tramo curvado de escaleras, en el segundo nivel estaba la habitación que Wolfgang me había destinado, con una cama grande y confortable, un armario, un sofá y un baño anexo. Las dos habitaciones superiores servían para dormir, a la vez que como despacho y sala, y por la abundancia de papeles y materiales de investigación, el ordenador y demás equipo que vi en una de ellas, era obvio que Wolfgang la usaba como oficina. Todas las habitaciones disponían de varias aspilleras altas provistas de ventanas con vistas al patio de césped.

El piso superior, bajo el tragaluz, era la
suite
de Wolfgang, que contaba como mi habitación con un gran baño privado. Pero por lo demás, era excepcional. Estaba suspendida a unos quince metros del suelo y tenía la forma de un anillo rodeado por la pared exterior del castillo, con una abertura central de unos tres metros y medio protegida por una barandilla de madera encerada a mano. Por la noche, como era el caso, la luz de las lámparas destellantes adosadas a los muros de la torre, que se reflejaba desde abajo, así como la que llegaba a través de las paredes de cristal, procedente de las habitaciones inferiores, parecía flotar a nuestros pies como si estuviéramos por encima de las nubes.

Recorrimos el espacio circular para que pudiera verlo bien. Una plataforma elevada formaba la cama en un lado, mientras que una zona para sentarse, con armarios y espacio para vestirse, ocupaba el otro. Entre ambos, un enorme telescopio metálico apuntaba hacia el cielo.

El muro de piedra de la torre sobresalía hacia el exterior a la altura de la cintura, y contenía intercaladas troneras, esas aberturas características de los torreones de las fortificaciones medievales, desde donde los sitiados podían lanzar piedras pesadas a los asaltantes. Wolfgang había equipado esas aberturas con cristales que se abrían hacia el interior y que podían cerrarse como persianas.

La
suite
tenía un techo mucho más alto que el resto de habitaciones, puesto que estaba situada bajo las fuertes vigas angulares que se entrecruzaban por la bóveda de claraboyas biseladas.

Como Wolfgang había indicado, de día el impresionante techo de tragaluces aportaría luz adicional a toda la torre. Ahora, la sorprendente disposición estelar del cielo nocturno recordaba un bol gigante de luz a cuyo través brillaba todo el universo plagado de estrellas. Era algo extraordinario.

—A veces, cuando estoy en la cama por la noche, intento imaginar lo que debió de sentir Ulises, perdido y vagando todos esos años, con el silencio del espacio profundo y la indiferencia fría e inmóvil de las estrellas como únicos compañeros —dijo Wolfgang.

—Pero en una habitación así —comenté—, me imagino que si estás muy callado puedes llegar a oír cantar las constelaciones: la música de la bóveda celeste.

—Prefiero las voces humanas —objetó Wolfgang.

Me tomó la mano y me condujo por la habitación. Abrió una de las ventanas de la pared externa para dejar entrar el aire fresco, frío, del río. Apagó las luces de fuera, que seguían iluminando las murallas y el patio exterior, y pudimos contemplar el paisaje. Estábamos uno al lado del otro mirando las luces centelleantes que se disponían por las colinas ondulantes y, más allá, el doble zigzag luminoso que dibujaba el contorno serpenteante del Danubio. En el río, la reflexión circular de la luna se dividía en cintas de plata que iluminaban la superficie de las aguas profundas y oscuras. En ese lugar mágico, por primera vez desde hacía semanas, empecé a sentirme en paz.

Wolfgang se volvió hacia mí en silencio y me puso las manos en los hombros. Contra el brillo de la noche, sus ojos reflejaban la luz como los cristales traslúcidos de la aguamarina. Se estaba generando una oleada de sentimientos entre nosotros; oía cómo su murmullo se iba convirtiendo en rugido. Wolfgang habló por fin.

—A menudo, se me hace difícil mirarte —comentó—. Te pareces tanto a ella que resulta abrumador.

¿Me parecía a ella? ¿Qué significaba eso?

Seguía descansando las manos suavemente sobre mis hombros y observaba el río, como en sueños.

—Mi padre me llevó a verla cuando no era más que un niño —prosiguió—. Recuerdo que cantó
Das himmlische Leben,
de Mahler. Después, cuando mi padre me llevó al camerino para que le regalara el ramo que le había llevado, me miró con esos ojos.

Luego, con una voz extraña, entrecortada, finalizó:

—Tus ojos. La primera vez que te vi en Idaho, a pesar de que ibas abrigada como un oso polar y lo único que pude verte fueron los ojos, quedé fascinado.

Me cago en dios. ¿Cómo era posible? ¿Estaba ese hombre que me tenía obsesionada enamorado de mi abuela? Con la semanita que había pasado, lo único que se me ocurría para poner remedio a cómo me sentía era catapultarme a través de esa tronera abierta como una bola de cañón medieval.

Y para empeorar las cosas, aunque no necesitaba demasiada ayuda para eso, mi endemoniada sangre tempestuosa, de mezcla irlandesa y gitana, se asomaba de nuevo a mi rostro delator. Me volví de golpe y las manos de Wolfgang cayeron de mis hombros.

—¿Qué he dicho? —preguntó sorprendido, volviéndome a girar hacia él antes de que pudiese controlarme. Cuando vio mi expresión, se mostró confuso—. No es lo que te imaginas —afirmó muy serio—. Entonces yo era sólo un niño. ¿Cómo iba a sentir lo mismo que ahora que soy adulto?

Y mientras se pasaba los dedos por los cabellos, añadió con voz descorazonada:

—Contigo nunca consigo explicarme bien, Ariel. Si pudiera...

Me agarró ambos brazos por debajo del codo y yo solté un grito cuando un pinchazo terrible me recorrió el brazo. Hice una mueca de dolor.

Wolfgang me soltó de inmediato.

—¿Qué te pasa? —preguntó alarmado.

Me toqué el brazo con cuidado y sonreí entre lágrimas.

—¡Dios mío, no llevarás aún esos puntos! —exclamó.

—Tenía hora en el médico para que me los quitara ayer por la mañana —le expliqué mientras tomaba aire para intentar superar el dolor—. Pero para entonces ya estábamos en Utah.

—Si me lo hubieras dicho, lo podríamos haber solucionado antes, en Viena —comentó—. Supongo que lo entiendes; hay que quitar esos puntos. Aun en el caso de que se disuelvan se te podría infectar el brazo, o algo peor. Tenemos una agenda tan apretada antes de partir para Rusia... ¿Te parece que lo haga yo? ¿Ahora mismo?

—¿Tú? —solté, mirando a Wolfgang con terror auténtico.

—Por favor, qué cara has puesto —se rió—. Tengo todo lo necesario: desinfectante, pomada, pinzas y tijeras. Es un procedimiento muy simple. En el internado trabajé en la enfermería y los chicos siempre necesitan que les den y les quiten puntos. Te aseguro que lo he hecho cientos de veces. Pero antes, traeré las cosas del coche para no tener que preocuparnos de ello después. Tardaré un poco en preparar lo demás en la cocina.

Abrió la puerta de un armario cercano y sacó un albornoz grueso y suave.

—¿Por qué no te desnudas aquí y te pones esto para no mancharte la ropa? —sugirió—. Baja y espérame en la biblioteca. Ya estará caldeada. Además, está más cerca de la cocina y es el lugar con mejor luz.

Dicho esto, se fue.

No sé qué se me había ocurrido que pasaría esa noche, pero «estoy enamorado de tu abuela», seguido de «¿quieres que te quite los puntos?» no era exactamente el rumbo que esperaba que tomaran los acontecimientos.

Por otro lado, puede que fuera buena idea librarme de los picores y las punzadas de esos últimos días. Además, quitarme los puntos me brindaría tiempo y margen para aceptar el hecho de que este hombre por el que me sentía tan atraída estuviera en contacto más estrecho con cualquiera relacionado con mi familia que conmigo.

Me dirigí al cuarto de baño de Wolfgang, me quité el vestido de lana y observé en el espejo la franja morada que me cubría desde el codo hasta el hombro, señalada con catorce puntos negros con forma de araña. Tenía los párpados hinchados y la nariz colorada a causa de esas lágrimas inesperadas. Estaba hecha un desastre. Cogí un cepillo con el mango de madera y me lo pasé por los cabellos varias veces, me mojé la cara con agua, me coloqué el albornoz y bajé las escaleras.

Cuando llegué a la biblioteca, el fuego crepitaba alegre y la habitación olía a resina. Avancé hasta el escritorio abierto y recorrí con los dedos el montón de libros que reposaba en él. Me fijé en uno que parecía antiguo y especial, con relieves de oro y una bonita cubierta de piel, casi del mismo tono amarillento que el sofá. Tenía puesto un punto. Lo extraje del montón y lo abrí.

La primera página estaba iluminada con el título:

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