Authors: Katherine Neville
Me pareció oír el crujir de una rama, un poco por detrás de nosotros, algo más abajo de la colina. De repente sentí el frío del miedo, sin saber por qué. Me detuve, solté mi mano y escuché. ¿Quién podía ir por el camino a esas horas de la noche?
La mano de Wolfgang me estrujó el hombro: también lo había oído.
—Espera aquí y no te muevas —dijo con calma—. Vuelvo enseguida.
¿Que no me moviera? Estaba aterrada. Wolfgang desapareció en la oscuridad.
Me agaché entre dos viñas y me concentré en los ruidos de la noche, como Sam me había enseñado. Por ejemplo, era capaz de identificar los distintos cantos de una docena o más de insectos entre el rumor de fondo del movimiento lento de las aguas del río que cruzaba por el fondo del valle. Pero por debajo de esos sonidos de la naturaleza, capté los susurros de dos voces masculinas. Sólo capté fragmentos, alguien dijo la palabra «ella» y después oí «mañana».
Cuando mis ojos se habían acostumbrado por completo a la oscuridad, la niebla se alejó y la ladera de la colina quedó iluminada por la luz plateada de la luna. Unos veinte metros más abajo de donde estaba agachada, había dos hombres juntos entre las hileras de vid. Uno era Wolfgang; cuando me puse de pie y me vio, levantó el brazo y me saludó, luego se separó de la otra figura y se encaminó colina arriba en mi dirección. Eché un vistazo al otro hombre. El sombrero con pliegues le ensombrecía el rostro, así que no pude distinguirlo con esa luz, pero cuando me dió la espalda para marcharse colina abajo, había algo en su modo de andar, con ese cuerpo algo más bajo y enjuto...
Wolfgang llegó donde yo estaba. Me abrazó, me levantó del suelo y me hizo dar media vuelta. Luego, me bajó y me besó en los labios.
—Si te vieras con esa luz plateada —comentó—. Eres tan bonita que no me puedo creer que seas real y que seas mía.
—¿Quién era ese hombre que nos seguía? —pregunté—. Me resultó conocido.
—Oh, no. Era Hans, que se encarga de la finca —me indicó—. De día, trabaja en el pueblo de al lado y echa un vistazo aquí cuando vuelve de noche. A veces, como hoy, es muy tarde, pero alguien le dijo que había visto luces en el castillo. Iba a comprobarlo todo antes de irse a la cama. Supongo que se me olvidó avisarlo de que estaría en casa y, desde luego, no está acostumbrado a encontrarse con huéspedes.
Wolfgang me miró y me pasó el brazo alrededor del hombro, mientras iniciábamos de nuevo la ascensión por la colina.
—Y ahora, mi querida huésped, me parece que es hora de que nos vayamos también a la cama —añadió, estrechando el círculo que formaba su brazo—, aunque no necesariamente a dormir.
A la larga dormimos, aunque no fue hasta pasada la medianoche, entre montones de edredones de plumas en la cama de Wolfgang, en lo alto de la torre, bajo el inmenso dosel de estrellas. La odisea de pasión tempestuosa de esa noche me había despejado las ideas, por no mencionar los poros. Me había relajado por fin a pesar de no tener ni idea de lo que me depararía el día siguiente, ni mucho menos el resto de mi vida. Wolfgang yacía sobre las almohadas exhausto, lo que no era extraño con un brazo extendido en diagonal por encima de mi caja torácica, y me acariciaba con la mano un mechón de cabellos que reposaba en mi hombro, mientras se sumergía en un sueño tranquilo. Yo estaba echada de espaldas y observaba el cielo de la medianoche, salpicado de estrellas. Reconocí la constelación de Orión, justo encima de nosotros, el «hogar de los romaní» de Dacian, con sus tres estrellas brillantes en el centro del reloj de arena: Melchor, Gaspar y Baltasar.
Lo último que recuerdo es que contemplaba en el cielo esa enorme serpiente de luz que, según me contó Sam, los antiguos creían que había sido creada a partir de la leche que manaba de los pechos de la diosa primaria, Rea: la Vía Láctea. Me vino a la memoria la primera vez que estuve despierta toda la noche para verla; la noche del
tiwa-titmas
de Sam hacía ya tantos años. Y luego, sin darme cuenta, regresé una vez más al sueño...
Era muy tarde pero aún no había amanecido. Sam y yo nos habíamos mantenido despiertos casi toda la noche, sin dejar de atizar y alimentar el fuego mientras esperábamos a los espíritus del tótem. Esa última hora, habíamos permanecido muy quietos, sentados con las piernas cruzadas en el suelo uno al lado del otro, con las puntas de los dedos en contacto y la esperanza de que antes de que terminara la noche, Sam recibiera por fin la visión que había deseado una y otra vez durante los últimos cinco años. La luna se sostenía a poca altura en el horizonte del oeste y las ascuas del fuego eran un simple brillo.
De pronto lo oí. No estaba segura, pero parecía el sonido de una respiración muy cercana. Me puse tensa y Sam me estrechó los dedos para advertirme que siguiera inmóvil. Contuve el aliento. Me pareció más cerca, justo tras la oreja: un sonido fuerte, trabajoso, seguido del aroma cálido y embriagador de algo poderoso y salvaje. Un instante después, detecté un movimiento con el rabillo del ojo. Mantuve la mirada fija delante de mí, temerosa de mover siquiera las pestañas aunque el corazón me latía desbocado. Cuando el movimiento borroso se solidificó ante mi camp'o de visión, por poco me desmayo del susto: ¡era un puma adulto, un león de las montañas! y estaba a sólo unos metros de distancia.
Sam me estrujó con más fuerza la mano para asegurarse de que no me movería, pero el terror me atenazaba de tal forma que, aunque hubiese querido levantarme, no estaba segura de que las piernas me hubiesen respondido, ni de lo que habría hecho en caso afirmativo. El íelino se movió por el círculo a cámara lenta, sin ningún ruido salvo esa respiración gutural y regular, casi un ronroneo. Luego, se detuvo junto al fuego que se extinguía y, despacio, con gracilidad, se volvió para mirarme directamente.
En ese instante sucedieron muchas cosas a la vez. Se oyó un crujido fuerte entre los arbustos, en el lado opuesto del círculo. El puma volvió la cabeza con rapidez hacia el ruido y dudó. Mientras Sam me apretaba los dedos, una sombra oscura se abrió paso a través de la maleza y entró en el círculo: ¡era un osezno!
El puma, con un fuerte bufido, se dirigió hacia él. De repente, un enorme oso hembra salió de detrás de un arbusto en pos de la cría hacia el círculo abierto. Con un movimiento circular de la pata, colocó a su hijo tras ella y retrocedió sobre las patas traseras: una silueta enorme que ocultaba la luna. El asombrado puma se desplazó de lado, llegó al borde de la colina y desapareció por entre el bosque en sombras. Sam y yo seguíamos inmóviles mientras la osa madre posaba las patas delanteras en el suelo y se movía hacia lo que quedaba de nuestra hoguera. Olfateó unas cuantas veces mi mochila y hurgó en ella con las patas hasta que encontró la manzana. La cogió con la boca, se dirigió al osezno y se la dio. Luego, lo empujó con el hocico por delante de ella para que regresara hacia la fronda.
Sam y yo permanecimos en el más absoluto silencio toda la media hora siguiente hasta que empezó a clarear. Por último, Sam se movió, me estrujó la mano y susurró:
—Supongo que tú también has pasado el
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esta noche, listilla. No sé lo que andaría buscando el puma, pero sin duda encontró al humano correcto: Ariel, valiente y atrevida como un león.
—¡Y también han venido tus osas totémicas! —susurré a mi vez, agitada.
Se levantó y me puso en pie y, después, me estrechó en un fuerte abrazo.
—Hemos entrado juntos en el círculo mágico y los hemos visto, Ariel: el león y la Osa grande y la Osa pequeña. ¿Sabes qué significa eso? Nuestros tótems han venido para indicarnos que son nuestros de verdad. Al llegar el alba, estrecharemos el lazo mezclando nuestros fluidos, como hermanos de sangre. Después de eso, todo cambiara para los dos —me aseguró—. Ya lo verás.
Y todo había cambiado, como Sam me prometió. Pero de eso hacía casi dieciocho años y esa noche, en el lecho de Wolfgang, bajo el círculo giratorio del cielo, fue la primera vez desde la infancia que mi tótem vino a mí en sueños.
Y justo antes de adormecerme al amanecer, me pareció vislumbrar la relación que había estado buscando por la noche, la de san Hieronymus y el león herido. Tal como Dacian había indicado el día anterior, los antiguos consideraban que el signo zodiacal situado frente al que «rige» cada nuevo eón regía también de forma simbólica la era entrante, al igual que la Virgen María había ejercido igual influencia simbólica entre los cristianos. Puesto que sabía que el signo zodiacal situado frente a Acuario era Leo, el león, quizá mi sueño significaba que mi leona totémica había venido para llevarme de nuevo al círculo mágico.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, no tardé en descubrir que ya no estaba en la cima de una montaña con Sam viendo la salida del sol. Estaba sola en la cama de la habitación superior del castillo de Wolfgang, rodeada de almohadas y cubierta de edredones, pero el sol ya inundaba la habitación. ¿Qué hora sería? Me senté, asustada.
Entonces llegó Wolfgang, vestido con unos pantalones y un jersey de cachemira gris de cuello alto, con la bandeja de la noche anterior, esta vez cargada con un par de tazas y platos, una jarra de chocolate humeante y una cestita con bollos y cruasanes calientes. Cogí un bollo crujiente mientras Wolfgang se sentaba en la cama y servía el chocolate a la taza.
—¿Qué planes tenemos hoy? —le pregunté—. Al final, ayer no llegamos a comentarlos como teníamos pensado.
—El vuelo a Leningrado sale a las cinco de la tarde y la abadía de Melk no abre hasta las diez de la mañana, dentro de poco más de una hora, lo que nos deja unas cuantas horas de estudio antes de desplazarnos al aeropuerto.
—¿Te dio Zoé alguna pista sobre lo que teníamos que buscar? —quise saber.
—Una relación de los documentos que tu abuela rescató y atesoró todos esos años —respondió Wolfgang—. La abadía de Melk contiene una inmensa colección medieval que podría aportarnos el hilo conductor que nos falta.
—Pero si la biblioteca de la abadía posee tantos libros como la que visitamos ayer, ¿cómo vamos a encontrar nada en unas pocas horas? —objeté.
—Como tus parientes, cuento con que tú encontrarás lo que estamos buscando.
Esa enigmática respuesta fue todo lo que Wolfgang tuvo tiempo de decir si quería ducharme, vestirme y ponerme en marcha antes de que la abadía abriera. Estaba a punto para irme cuando recordé una cosa, y pregunté si podía usar el fax de su oficina para responder el que había recibido de Estados Unidos.
Bajé al pequeño despacho e intenté organizar mis pensamientos. Quería comunicar los acontecimientos más importantes del día anterior a Sam pero sabía que primero tenía que enfrentarme a algo. Me resultaba muy extraño pensar en Sam y mucho más escribirle, teniendo en cuenta mi entorno y mis actividades recientes. Parecerá ridículo, pero sabía que si alguien podía captar mis vibraciones, tórridas o de cualquier otro tipo, incluso separados por miles de kilómetros de fibra óptica, ése era Sam.
Se me ocurrió que quizá ya lo había hecho. No me pasó desapercibido que la leona no había sido la única en visitarme en sueños durante la noche. Sam y sus animales totémicos habían caminado también junto a las huellas de mis mocasines.
Alejé esos pensamientos de la cabeza e intenté redactar una nota con doble sentido; algo corto, dulce y concreto, y que contuviera la máxima información posible. Como últimamente Sam se denominaba a sí mismo sir Richard Francis Burton, el resultado fue el siguiente:
Apreciado Dr. Burton:
Gracias por su informe. Parece que su equipo va por buen camino. Yo también voy por delante del calendario establecido en nuestra última reunión: los archivos completados ocuparían el espacio de una ballena. Si surgieran problemas en mi ausencia, puede contactar conmigo directamente a través de la OIEA, en el número de fax indicado a continuación. Salgo para Rusia a las 5 p.m. de hoy, hora de Viena.
Atentamente,
ARIEL BEHN
Pensé que la mayor parte sería muy clara para Sam: que había recibido su fax y lo había comprendido. Lo único que habíamos «establecido» en nuestra última reunión, puesto que no sabíamos aún dónde estaban los papeles de Pandora, fue que trataría de hablar en persona con Dacian Bassarides para sacarle información. Así que la afirmación de que iba adelantada respecto al calendario, le indicaría que lo había conseguido. Con la referencia a la ballena (que era depositario de la memoria del clan totémico) Sam sabría que había escondido a salvo el «regalo» que, como le había anunciado en mi anterior fax, obraba en mi poder.
Aunque me hubiera gustado mucho comunicarle más cosas, al considerar la posibilidad de cifrar en tan poco tiempo las complejidades que había averiguado sobre el resto de mi familia, por no mencionar los objetos sagrados, las ciudades legendarias y las constelaciones zodiacales, confieso que me vi incapaz. Pero por lo menos ahora Sam sabría que el juego había empezado. Después de romper y quemar el mensaje original en la chimenea y de dispersar los restos entre las cenizas frías (mejor prevenir que lamentar) me dirigí fuera y me encontré con Wolfgang, que ya estaba cruzando el patio para recogerme.
—Ya podemos irnos —anunció—. He cargado el equipaje en el coche para no tener que volver al castillo. Podemos ir directamente desde Melk al aeropuerto. Claus tiene la llave y lo arreglará todo cuando nos hayamos ido.
—¿Quién es Claus? —pregunté.
—El encargado de la finca —contestó Wolfgang. Abrió la puerta del coche y me ayudó a subir. Fue a la parte trasera, cerró el maletero y se sentó al volante.
—Tenía entendido que se llamaba Hans —mencioné mientras ponía la llave en el contacto y ajustaba el
starter.
—¿Quién? —dijo. Sacó el coche de debajo del árbol y avanzó por el césped, para cruzar el puente levadizo con cuidado.
—El hombre a quien acabas de llamar Claus —insistí—. Ayer por la noche, cuando el encargado nos siguió por la colina, me dijiste que se llamaba Hans.
Consideré innecesario expresar que de todas formas ese individuo no había dejado de parecerme algo sospechoso.
—Eso es: Hans Claus —confirmó Wolfgang—. En esta zona es más habitual llamar a las personas por el apellido, pero quizás ayer por la noche no lo hice así.
—¿Estás seguro de que no es Claus Hans? —sugerí.
Wolfgang me miró con una ceja arqueada y una sonrisa confusa.
—¿Me estás interrogando? No estoy acostumbrado, pero te aseguro que conozco muy bien el nombre de mis empleados.