La pared situada a la derecha de Pendergast contenía otro tipo de tesoros: caramillos y trompetas kangling hechos de ébano, marfil y oro, y con incrustaciones de piedras preciosas; dorjes de plata y electro; cráneos humanos adornados con metales preciosos, e incrustaciones deslumbrantes de turquesa y coral. En otra zona había un cúmulo de estatuas de oro y plata, una de ellas adornada con centenares de zafiros estrella. No muy lejos de allí, Pendergast reconoció cuencos, figuras y placas del más fino jade, en cajas de madera rellenas de paja.
El principal tesoro lo tenía justo a su izquierda: cientos de huecos repletos de rollos polvorientos, thangkas enrollados y fajos de pergamino y vitela atados con hilo de seda.
El despliegue de tesoros era tan impresionante que tardó un poco en darse cuenta de que en el rincón más próximo había un ser humano cruzado de piernas encima de un cojín.
El monje que le había acompañado hizo una reverencia con las manos unidas y se retiró, haciendo chirriar la puerta de hierro; luego giró la llave en la cerradura. El monje cruzado de piernas indicó el cojín que tenía al lado.
—Siéntese, por favor—dijo en inglés.
Pendergast hizo una reverencia y tomó asiento.
—Una sala francamente notable —contestó. Hizo una pausa—. Y un incienso muy poco habitual.
—Somos los guardianes de los tesoros del monasterio, del oro, la plata y todo lo transitorio que el mundo considera riquezas. —El monje hablaba en un inglés comedido y elegante, con acento de Oxbridge—. También nos ocupamos de la biblioteca, y de las pinturas religiosas. El «incienso» que le ha llamado la Atención es la resina de la planta
dorzhan-qing
, que arde sin cesar para ahuyentar a los gusanos, una especie de carcoma propia del alto Himalaya cuyo objetivo es destruir todo cuanto haya de madera, papel o seda en esta habitación.
Pendergast asintió con la cabeza y aprovechó la ocasión para examinar más atentamente al monje. Era viejo, pero fuerte y delgado, en sorprendente buena forma física. La túnica de color azafrán iba ceñida a su cuerpo, y llevaba afeitada la cabeza. Sus pies descalzos estaban casi negros por la suciedad. Le brillaban los ojos, en un rostro terso y sin edad que irradiaba inteligencia, inquietud y honda preocupación.
—Seguro que debe de preguntarse quién soy, y por qué le he hecho venir —dijo—. Me llamo Thubten. Bienvenido, señor Pendergast.
— ¿El lama Thubten?
—Aquí, en el templo interior, no usamos títulos que nos distingan. —El monje se inclinó hacia él y le miró fijamente a la cara—. Tengo entendido que usted se dedica a… No sé muy bien cómo decirlo. ¿A inmiscuirse en los asuntos ajenos? ¿A resolver las injusticias? ¿A solucionar enigmas y arrojar luz sobre los misterios y la oscuridad?
—Nunca lo había oído formular de este modo, pero sí, está en lo cierto.
El monje volvió a sentarse, visiblemente aliviado.
—Me alegro. Tenía miedo de haberme equivocado. —Su voz se redujo a un susurro—. Aquí hay un enigma.
Se hizo un largo silencio.
—Siga —dijo finalmente Pendergast.
—El abad no puede hablar directamente de ello. Por eso me lo han pedido a mí, pero, si bien la situación es grave, me cuesta… hablar de ella.
—Todos ustedes nos han tratado muy bien a mi y a mi compañera —dijo Pendergast —, y nada me gustaría más que responder a su amabilidad, si puedo.
—Gracias. Lo que voy a contarle exige revelar una serie de detalles de índole secreta.
—Cuente con mi discreción.
—Empezaré hablando brevemente de mí. Nací en una zona montañosa y aislada, cerca del lago Manosawar, en el oeste del Tíbet. Cuando era pequeño, antes de haber cumplido un año, mis padres murieron en un alud. Dos naturalistas ingleses, un matrimonio que realizaba un estudio sobre Manchuria, Nepal y Tíbet, se compadecieron de aquel huérfano de tan corta edad y me adoptaron informalmente. Durante diez años les acompañé en sus viajes por las montañas, donde observaban, dibujaban y tomaban notas. Una noche, una banda de soldados errantes entraron en nuestra tienda y les mataron a disparos. Después les quemaron, con todas sus pertenencias. El único que escapó fui yo.
»Imagínese cómo me sentiría, habiendo perdido dos veces a mis padres… Mis correrías solitarias me llevaron hasta aquí, hasta Gsalrig Chongg, y con el paso del tiempo hice los votos e ingresé en el monasterio interior. Dedicamos nuestras vidas a un entrenamiento mental y físico extremo. Nos centramos en los aspectos más profundos y enigmáticos de la existencia. Estudiando el Chongg Ran, usted ha entrado en contacto con algunas de las verdades que nosotros sondeamos a una profundidad infinitamente mayor.
Pendergast inclinó la cabeza.
—Aquí, en el monasterio interior, vivimos completamente aislados. No se nos permite ver el mundo exterior, mirar el cielo o respirar aire fresco. Todo se vuelca hacia dentro. Se trata de un sacrificio enorme, incluso para un monje tibetano; de ahí que solo seamos seis. El anacoreta, nuestro vigilante, se ocupa de que no hablemos con ningún ser humano del exterior. Yo he infringido este voto sagrado para hablar con usted, lo cual, por sí solo, ya debería darle a entender la gravedad de la situación.
—Comprendo —dijo Pendergast.
—Como monjes del templo menor, tenemos ciertas obligaciones. Además de ser los guardianes de la biblioteca, las reliquias y el tesoro del monasterio, también somos los guardianes del… Agoyzen.
— ¿El Agoyzen?
—El objeto más importante de todo el monasterio, y tal vez de todo el Tíbet. Se guarda allí, en aquel rincón, dentro de una amara cerrada con llave. —Señaló un nicho tallado en la piedra, con una puerta de hierro macizo, que estaba abierta—. Una vez al año, los seis monjes nos reunimos aquí para llevar a cabo determinados rituales relacionados con la custodia de la cámara del Agoyzen. Este mayo, pocos días antes de que llegara usted, cuando vinimos a cumplir nuestras obligaciones, descubrimos que el Agoyzen ya no estaba en su sitio.
— ¿Un robo?
El monje asintió con la cabeza.
— ¿Quién tiene la llave?
—Yo. Nadie más.
— ¿Y estaba todo bien cerrado?
—Sí. Le aseguro, señor Pendergast, que es absolutamente imposible que este delito haya sido cometido por alguno de nuestros monjes.
—Tendrá que disculparme si me tomo sus palabras con escepticismo.
—El escepticismo es bueno. —El monje lo dijo con un énfasis muy especial. Pendergast no contestó—. El Agoyzen ya no está en el monasterio. De lo contrario lo sabríamos.
— ¿Cómo?
—De eso no puedo hablar. Señor Pendergast, le ruego que me crea: lo sabríamos. Ninguno de nuestros monjes se ha apoderado del objeto.
— ¿Puedo mirar?
El monje asintió.
Pendergast se levantó, sacó una linterna de bolsillo y se acercó a la cámara para examinar el ojo redondo de la cerradura. Al cabo de un momento lo estudió con una lupa.
—Han usado una ganzúa—dijo, poniéndose derecho.
—Perdone… ¿Ganzúa?
—Un instrumento para abrir cerraduras sin utilizar la llave. —Miró rápidamente al monje—. Bueno, la verdad es que todo indica que la han forzado. Dice que no puede haberlo robado ningún monje. ¿El monasterio ha recibido alguna otra visita?
—Sí —dijo Thubten, esbozando una sonrisa—. De hecho conocemos al ladrón.
—Ah —dijo Pendergast—. Eso simplifica mucho las cosas. Cuéntemelo.
—A principios de mayo vino un joven alpinista. Su llegada fue muy extraña. Procedía del este, de las montañas de la frontera con Nepal, y estaba medio muerto, en un estado de desfallecimiento mental y físico. Era un profesional del montañismo, el único superviviente de una expedición por la cara virgen del Dhaulagiri, la occidental. Fue el único a quien no se llevó el alud. No tuvo más remedio que ir hasta la cara norte, bajar por ella y cruzar ilegalmente (sin ninguna culpa) la frontera tibetana. Para llegar hasta aquí caminó durante tres semanas por glaciares y valles. Al final ya se arrastraba. Sobrevivió comiendo ratas de las bayas, muy nutritivas si se cazan cuando tienen la barriga llena de bayas. Estaba al borde de la muerte. Conseguimos que se recuperase. Se llama Jordán Ambrose, y es estadounidense.
— ¿Estudió con ustedes?
—No se interesó mucho por el Chongg Ran. Es extraño… Fuerza de voluntad y capacidad mental no le faltaban para tener éxito… Tantas o más que cualquier occidental que hayamos visto. Salvo la mujer, claro, Constance.
Pendergast asintió.
— ¿Cómo sabe que fue él?
El monje no contestó directamente.
—Nos gustaría que le buscase, que encontrase el Agoyzen y lo trajera de vuelta al monasterio.
Pendergast asintió.
—Ese tal Jordán Ambrose… ¿Cómo era, físicamente?
El monje metió la mano en el bolsillo y sacó un rollito de pergamino. Desató las cuerdas y lo abrió.
—Nuestro pintor de thangkas le hizo este retrato a petición mía.
Pendergast cogió el pergamino, y al examinarlo vio a un joven de poco menos de treinta años, bien parecido y en buena forma física, con el pelo largo y rubio, los ojos azules y una expresión de determinación física, laxitud moral y gran inteligencia. Era un retrato muy notable, que parecía captar no solo el exterior de la persona, sino el interior.
—Me será de gran ayuda —dijo, atándolo para guardarlo en su bolsillo.
— ¿Necesita algún otro dato para buscar el Agoyzen? —preguntó el monje.
—Sí. Cuénteme exactamente qué es el Agoyzen.
El monje sufrió un cambio pasmoso. Su expresión se volvió tan recelosa que casi lindaba con el miedo.
—No puedo —dijo con voz temblorosa, tan baja que casi no se oía.
—Es inevitable. Para recuperarlo debo saber qué es.
—Me ha entendido mal. No puedo decirle qué es porque no lo sabemos.
Pendergast frunció el entrecejo.
— ¿Cómo es posible?
—El Agoyzen lleva mil años encerrado en una caja de madera, desde que fue dejado en custodia al monasterio. Nunca lo hemos abierto. Estaba rigurosamente prohibido. Ha pasado de un Rinpoche a otro sin abrirse.
— ¿Qué tipo de caja?
El monje reprodujo las dimensiones con las manos: unos doce centímetros de lado, y algo más de un metro de longitud.
—Es una forma poco habitual. ¿Qué cree que podría contener una caja con esas medidas?
—Cualquier cosa larga y fina; un bastón de mando, una espada… Un pergamino, o una pintura enrollada. O acaso un juego de sellos, o cuerdas con nudos sagrados…
— ¿Que significa la palabra «Agoyzen»?
El monje vaciló.
—Oscuridad.
— ¿Por qué estaba prohibido abrirlo?
—Lo recibió el fundador del monasterio, el primer Ralang Rinpoche, de un santón de Oriente, de la India. El santón había tallado la advertencia en un lado de la caja. Guardo aquí una copia del texto, que le traduciré.
Sacó un rollo muy pequeño, con una inscripción en caracteres tibetanos. Estiró los brazos al máximo, con un leve temblor en las manos, y recitó:
Una impureza de dolor y mal
dentro del dharma se desatará;
ruedas de oscuridad hará girar
quien el Agoyzen ose destapar.
— ¿«Dharma» se refiere a las enseñanzas de Buda? —dijo Pendergast.
—En este contexto, indica algo todavía mayor: el mundo entero.
—Críptico y alarmante.
—En tibetano es igual de enigmático, pero son palabras muy poderosas. Se trata de una advertencia muy seria, señor Pendergast. Muy seria.
Pendergast reflexionó un momento.
— ¿Cómo es posible que alguien del exterior supiera lo suficiente de la caja como para robarla? Hace un tiempo, yo pasé aquí todo un año y no la oí mencionar.
—He ahí un gran enigma. Lo que es seguro es que no la mencionó ninguno de nuestros monjes. Se trata de un objeto que a todos nos suscita pavor, y del que nunca hablamos, ni siquiera entre nosotros.
—El tal Ambrose podría haberse llevado un puñado de piedras preciosas por valor de un millón de dólares. Cualquier ladrón normal habría empezado por el oro y las joyas.
—Quizás no sea un ladrón normal — dijo el monje al cabo de un rato—. Oro, piedras preciosas… Todo lo que dice usted son tesoros terrenales, perecederos. El Agoyzen…
— ¿Que? —preguntó Pendergast.
El monje se limitó a enseñar las palmas de las manos, sosteniendo con una mirada de angustia la de Pendergast.
Justo empezaba a levantarse el negro sudario de la noche cuando Pendergast cruzó las puertas reforzadas con hierro del paso interior del monasterio. Al otro lado del muro del recinto se erguía impenetrable la mole del Annapurna, como una silueta violácea brotando de una oscuridad que se batía en retirada. Se quedó un momento en el patio empedrado, mientras un monje le traía en silencio su caballo. El aire, todavía frío antes del amanecer, estaba cargado de rocío, y olía intensamente a rosas silvestres. Tras poner las alforjas en la cruz del caballo, comprobó la silla de montar y ajustó los estribos.
Constance Greene no dijo nada mientras presenciaba los últimos preparativos del agente del FBI. Llevaba una túnica monástica de desvaído color azafrán, y solo sus hermosas facciones y su melena castaña impedían tomarla por un monje más.
—Siento irme tan pronto, Constance. Debo encontrar el rastro del hombre a quien buscamos antes de que se borre.
— ¿De verdad no saben qué es?
Pendergast sacudió la cabeza.
—No, solo su forma y su nombre.
—Oscuridad… —murmuró ella, y le miró con cara de preocupación—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—La parte más difícil ya está hecha. Sé el nombre del ladrón, y su aspecto. Ahora solo se trata de darle alcance. Recuperar el objeto debería ser cuestión de una semana, dos como máximo. Una misión sencilla. En dos semanas habrás terminado tus estudios, y podrás reunirte conmigo para concluir nuestra gira por Europa.
—Ten cuidado, Aloysius.
Pendergast sonrió ligeramente.
—Quizá sea un hombre de moral dudosa, pero no me parece un asesino. El riesgo debería ser mínimo. Se trata de un delito sencillo, aunque desconcertante. ¿Por qué se llevó el Agoyzen y dejó el resto del tesoro? Al parecer no tenía ningún interés por lo tibetano, lo cual parece indicar que el Agoyzen es un objeto tic gran valor, o que se sale realmente de lo común.
Constance asintió.
— ¿Tienes instrucciones para mí?