—No habría ido, Trevor. No quiero ver a tu mujer ni a tus hijos o a cualquiera de esa gente que está en tu vida. ¿Lo entiendes? No quiero verles.
—Ah. Ya veo.
No lo veía. Todo lo que veía era que Lux se estaba alejando de él. Dio por hecho que estaba decepcionada con su forma de imponer sus limitaciones. Evidentemente había caído en la cuenta de su edad y en la insignificancia de su estatus en la sociedad.
La pasada noche se presentó en su casa con aspecto cansado y sudoroso. Sus manos estaban agrietadas y ásperas, como si hubiera estado nadando demasiado tiempo o lavando algo con detergentes fuertes. Él le untó crema en la palma de las manos y en los dedos antes de llevarla a cenar fuera. Entre hamburguesas y cerveza, Lux lo sometió a un interrogatorio, primero sobre el interés compuesto, a continuación sobre Mozart y luego sobre cómo funcionaba el mercado de valores. Cuál era el significado de la palabra «respectivamente» y cómo se deletreaba. Él sabía todas las respuestas y se deleitaba mostrándole lo inteligente que era. Luego volvieron a casa e hicieron el amor en su cama. Se durmió lleno de felicidad.
A las nueve de la mañana, ella se levantó e hizo unas cuantas llamadas a Carlos. Hablaron sobre pintura y sobre la ubicación de las llaves. Trevor ardía de celos, a sabiendas de que Carlos era un antiguo amante de Lux, más joven que él. Se dio la vuelta e intentó olvidarlo. Cerró los ojos y la buscó en la cama junto a él, pero ya se había ido. Estaba ahí de pie preparándose para el día.
Cuando por fin consiguió levantarse de la cama, Trevor encontró a su conejita sentada en la mesa del salón, absorta en su cuaderno, releyendo la misma página. Estaba sentada cómodamente en bragas y camiseta como sólo lo haría una chica joven, garabateando con el lápiz en la hoja, medio desnuda y sin prestarle atención a él. Y ahora esta discusión sobre la boda. Deseó haberla invitado.
Trevor dejó su vaso de zumo de naranja y atravesó el piso en tres zancadas. Se puso de rodillas junto a Lux y estrechó su mano con demasiada fuerza.
Ella la apartó.
—¿Qué hablabas hoy con Carlos?
—Nada importante.
—¿Por qué tenías que llamarle tan temprano?
—Está... eh... pintando una cosa para... mi madre. Se suponía que yo tenía que dejarle entrar en... su casa, así que necesita saber dónde están las llaves.
—Qué tal si te llevo hoy de compras —dijo Trevor, utilizando una brusca evasiva como respuesta a su titubeante explicación.
—No, no quiero —dijo, sin mirarle realmente—. Tengo cosas que hacer. Y todavía tengo que ir hasta allí y asegurarme de que Carlos no la caga.
Lux volvió a su cuaderno, leyendo de nuevo las primeras dos líneas de sus pensamientos, obligándose a encontrar la tercera frase, que sin duda la haría libre. Trevor se levantó del suelo lentamente, pues se había hecho daño en las rodillas. Tenía que tenerla, no podía perderla. Quería recordarle lo bien que estaban juntos. Le apartó el pelo, aún húmedo de la ducha, y le besó el cuello.
—Trev...
—¿Qué?
—No.
—¿Por qué?
—Porque...
Trevor deslizó los dedos por su mano y le cogió suavemente el lápiz de los dedos. La hizo levantarse, la giró para verla de frente y besó sus labios. Deslizó la mano por la pretina de sus bragas mientras recorría con la lengua su cuello y sus pechos, y a continuación su ombligo. Le quitó el pequeño tanga de encaje.
La posibilidad de encontrar la tercera frase perfecta se evaporó. Lux se quedó mirando su coronilla, sintiendo que para él no era más que carne. Aún no tenía un vocabulario lo suficientemente amplio para expresar los matices de lo que sentía en ese momento, así que en su lugar mugió como una vaca.
—Muu —repitió como si la palabra significara algo.
Trevor se rió, preguntándose si se habría vuelto loca. Entendió su mugido como una señal para que continuara, porque eso era lo que él quería hacer.
Sin las palabras adecuadas, no podía controlar o compartir los sentimientos que bullían en su cabeza. Sin las palabras adecuadas, los sentimientos ni siquiera podían transformarse en ideas que ella pudiera sopesar y examinar desde un ángulo distinto del de la desesperación. Brooke había dicho que Trevor estaba enamorado de ella y quería que fuera suya. Pero en su día Carlos la tuvo e hizo falta que el hermano de Lux le pegara para que ella recuperara su libertad. No quería pertenecerle a Trevor, no quería pertenecer a nadie nunca más. Lux no entendía que la palabra «pertenecer» podía utilizarse tanto para describir una posesión como para transmitir amor; por lo tanto, sólo podía presuponer que ambas acepciones equivalían a su experiencia de la palabra «pertenecer» cuando era aplicada a su concepción del «amor». Ése era un lugar oscuro y feo, algo que había que evitar a toda costa. Se quedó quieta y esperó a que Trevor terminara de hacerle el amor.
Trevor era el rey del cunnilingus. Estaba convencido de que ésa era la razón de que su ex mujer hubiera seguido con él varios años más de lo que ella quería. Ella le odiaba, pero quería la custodia de su lengua. Ningún juez iba a sentenciar que se la cediera a su ex mujer los fines de semana, así que ella había aguantado con él todo lo que había podido. Le haría el amor desesperadamente con la esperanza de que ella adorara su lengua lo suficiente para pasar por alto el resto de sus fallos. Ahora se estaba repitiendo la misma historia y Trevor hacía uso de todo lo que tenía en un intento frustrado de atar a Lux.
Ella ya había estado en esta situación. No estaba de humor. Tenía otras cosas en la cabeza. A veces Carlos conseguía excitarla aunque ella no quisiera estimularse y ponerse a cien. Se mantuvo quieta, esperando. A lo mejor Trevor también hacía magia. A lo mejor cuando acabara ella se alegraría de que él hubiera insistido, pero por el momento sencillamente estaba enfadada. Las ideas y sentimientos estaban anclados en su pecho cual alimento que desciende por el conducto equivocado. Permaneció inmóvil, dejando que Trevor pusiera la boca en su entrepierna, a la espera de que hiciera algo interesante.
«Es un maldito maniquí —pensó Trevor—. ¿Cuándo va a tocarme, siquiera rozarme?» Acarició los labios de la vagina con su lengua y al llegar al clítoris le pareció notar que una chispa de interés se encendía en Lux. Ella puso las manos en su cabeza y al menos él lo entendió como una señal para seguir avanzando y profundizando. Cuando por fin empezó a emitir sonidos, la empujó y la penetró rápidamente. Ella se estremeció y gimió, pero cuando Trevor la miró a los ojos, la imagen que vio reflejada en ellos fue la de un ladrón, un pesado, un bruto, e inmediatamente perdió su erección.
«Bueno —pensó Lux—, mamá dijo que eso le pasa a muchos hombres mayores.»
—Lo siento —dijo Lux cautelosamente.
Había visto esta escena en un par de películas, la escena en la que el chico no puede empalmarse y en consecuencia mata a la chica. No parecía el estilo de Trevor, pero, ¿acaso no se sorprendió Diane Keaton cuando el señor Goodbar empezó a pegarle? Carlos podía ser realmente dulce cuando no era un cabrón. Con los hombres nunca se sabe. Mejor no arriesgarse.
Lux se apartó de debajo de Trevor.
—Ha estado genial, de verdad —dijo Lux intentando sonar optimista y satisfecha.
Trevor se sentó en una de las sillas de la cocina. Su cuerpo desnudo parecía tornarse gris e inanimado al hundirse en el asiento de vinilo de color azul intenso. Lux se dio una ducha rápida y cogió las llaves.
—Luego te llamo, Trevor —prometió, y salió disparada al encuentro de Carlos para hablar de pintura.
El señor de los anillos
—¿Te encuentras bien? —siseó Margot a Aimee en la oscuridad.
—Sí, sí —le respondió Aimee en un susurro cuando encontró de nuevo su butaca en el cine. Ahora devolvía cada cuatro horas aproximadamente, superando con creces el récord del mes anterior de una o dos veces al día. Las náuseas daban paso a la sed y a una necesidad irracional de ingerir proteínas, lo cual hacía que Aimee se viera reflejada en las películas de vampiros. Miraba fijamente los perritos calientes con el deseo de una nueva esposa de Drácula. Dejó de mascar una hoja azucarada de jengibre que le había recomendado la tienda de alimentos naturales para estabilizar su estómago y entonces empezó con las tiras de rosbif que había llevado al cine clandestinamente.
—Esta parte es la mejor —le susurró a Margot cuando Merry y Pippin provocaban un estallido de fuegos artificiales robados y Frodo, temiendo que el dragón hubiera venido al condado para reclamar a su querido tío, protegió al anciano hobbit lo mejor que pudo.
—Pero ¿no acabamos de ver a estos mismos personajes volver a ese lugar después un largo viaje? ¿Y ese hombre bajito de pelo blanco no había...?
—Hobbit.
—¿Qué?
—Bilbo es un hobbit.
—Vale Ya lo sabía —dijo Margot—. Ese hombre hobbit, ¿no acababa de zarpar con todos aquellos elfos y con Frodo y el tal Gandalf? ¿Por qué está ahí?
—Porque... —susurró Aimee—, eso era la tercera parte. Esta es la primera.
La cabeza de Brooke se inclinó muy bruscamente hacia delante y se despertó con un bufido de susto.
—¿Eh? Ah, oye, recordad que quiero hacer una fiesta con todos en la isla —dijo Brooke, y acto seguido volvió a dormirse apretujada entre Aimee y Margot como el lirón entre el sombrerero loco y la liebre de marzo. Margot se rió y le cerró la boca para que no roncara.
—Fíjate, llegamos al final de la tercera parte y ahora hemos vuelto a la primera —explicó Aimee—. Ahora vamos a poder ver todo desde el principio.
—¿Y eso es bueno? —preguntó Margot, poniendo en duda la relación costobeneficio de ese compromiso
Aimee asintió alegremente y volvió a la pantalla «Bah, por qué no», pensó Margot rebuscando en la bolsa que se había llevado al cine a escondidas.
*
Por la mañana temprano, Margot estaba en su casa sentada en soledad, sintiéndose atrapada, cuando decidió llamar a Aimee.
—¡Socorro! —dijo soltando una risita cuando Aimee cogió el teléfono.
—¿Qué te pasa, mujer? —preguntó Aimee, contenta de poder ayudar a Margot.
—¡Estoy atrapada en un círculo, y tengo que salir antes de llevarme a mí misma a la bancarrota! —gimió Margot, riéndose al mismo tiempo para que Aimee no se quedara alucinada con su apremiante necesidad.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Aimee.
—Bueno, por lo general no supone un problema, pero este mes no puedo pagar la factura de mi tarjeta de crédito, así que he pensado que intentaré distanciarme de mi único y verdadero amor —dijo Margot.
—¿Y quién es tu único y verdadero amor? —preguntó Aimee.
—Henri Bendel
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—respondió Margot como si fuera algo obvio—. Así que por mi bien económico, que no espiritual, he decidido pasar la mañana en mi cocina, trabajando en una nueva aventura de Atlanta Jane.
—Excelente elección.
—¿Tú crees? El caso es que empecé a elaborar una lista nada propia de mí con todas las cosas que Atlanta Jane podría hacer. Empecé a teclear actividades tales como montar a caballo, salvar la ciudad, hacer el amor con Peter, enfrentarse a un sheriff corrupto o ir de compras.
—¿Ir de compras? —preguntó Aimee.
—Exacto. Estoy ahí sentada, mirando fijamente el cursor parpadeante al final de esa deliciosa palabra: «compras». Atlanta Jane no va de compras. Yo voy de compras. Y la idea me rondaba en la cabeza confundiéndome tanto que me levanté de mi mesa, me puse las sandalias y me fui de compras.
—¿Qué has comprado? —se rió Aimee.
—Algo bonito, pero al llegar a la tienda me ocurrió una cosa un tanto inquietante.
—¿El qué?
—Por favor, no pienses que soy tonta, pero era como esa paz que me invade tan pronto como piso una tienda. Estaba tomando buenas decisiones, restringiendo la gama de productos, creando un conjunto impresionante, y fue como si la molesta tarea de ser un ser humano realizado se esfumara.
—¿Y eso es un problema?
—Bueno, es que no estoy segura de querer que las compras sean mi mejor y única amiga. Era como las zonas recreativas de mi mente, donde todo se enciende con un par de pendientes nuevos. He comprado un traje gris verdoso estupendo con esta blusa gris verdosa a juego.
—Va a conjuntar de maravilla con ese colgante de perlas negras tahitianas que te compraste la semana pasada.
—Exacto. Y luego la dependienta salió disparada a buscar un conjunto de zapatos y bolso que ni siquiera habían sacado aún de las cajas.
—Me encanta cuando corren —admitió Aimee.
—¡Sí, desde luego! Hace que me sienta importante, aunque sólo sea por un minuto o dos. Así que compré el conjunto completo y fui directa a casa a probármelo con las perlas. Y aquí estoy pavoneándome por el piso, y siento que estas telas finas y elegantes son como una armadura, protectora, como una piel nueva y de mayor calidad. Y estoy contentísima, y el problema del día se ha solventado, y adivina qué pasa ahora.
—¿Qué? —preguntó Aimee realmente interesada.
—Atlanta Jane aparece de repente en mi sala de estar.
—Estás de broma.
—¡No!
—¿Qué llevaba puesto?
—Sus pantalones de gamuza polvorientos y un rifle. Tenía buen aspecto. De inmediato empezó a regañarme.
—¡Margot, tus historias son las mejores! —se rió Aimee—. ¿Y qué tenía que decirte la ficticia señora Atlanta Jane?
—«¿Qué has hecho hoy? ¿Qué has escrito? ¿Con quién has hablado? ¿Qué hay de mí?» Me está regañando con esa voz monótona que tiene. «¿Qué estás haciendo con tu vida? Esa chica mal emparejada, Lux, necesita que la lleven de compras. Necesitas relacionarte.»
—¿Te dijo eso?
—Sí.
—¿Y qué piensas hacer al respecto?
—Ya lo estoy haciendo, Aims. ¡Te estoy llamando! Hagamos algo hoy.
—¡Estupendo! —entonó Aimee, feliz de que Margot la incluyera en su epifanía personal—. Pensaba pasar la tarde viendo cuadros. ¿Por qué no vienes conmigo?
Aimee solía compartir los domingos con su marido, recorriendo las salas de un museo o galería y viendo fotografías. Nunca iban a exposiciones de cuadros porque a él no le interesaban.
—Apuesto a que podemos conseguir que Brooke nos enseñe el Met
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—dijo Aimee a Margot por teléfono—. Estuvo un tiempo trabajando de guía en el museo, cuando sus padres aún vivían en la Quinta Avenida. Te va a encantar. Lo sabe todo sobre las cosas que hay allí.