Por la mañana del tercer día la niebla empezó a disiparse dejando ver dos húmedos muros de selva a ambos lados de las aguas negras del río. Poco después vieron una casa construida sobre pilotes en el agua, con paredes de adobe y cañas y tejado de paja. Más allá apareció una orilla, con rocas de granito y un terraplén empinado: la primera vez que veían tierra firme en días. En la orilla había un embarcadero como el de Brus: una desvencijada plataforma de cañas de bambú atadas a esbeltos troncos hundidos en el barro.
—¿Qué crees? —preguntó Tom—. ¿Paramos?
Sally se irguió. En la plataforma pescaba un chico con un pequeño arco y una flecha.
—¿Pito Solo?
Pero el chico los había visto y ya había echado a correr, dejando su caña.
—Intentémoslo —dijo Tom—. Si no conseguimos algo de comer estamos acabados. —Introdujo la barca con la pértiga en el embarcadero.
Sally y Tom bajaron de un salto, y la plataforma crujió y osciló de forma alarmante. Más allá, una plancha destartalada conducía a un empinado montículo de tierra que se elevaba por encima de la selva inundada. No se veía un alma. Treparon con dificultad el resbaladizo terraplén, tropezando y resbalándose en el barro. Todo estaba empapado. En lo alto había una pequeña cabaña abierta y una hoguera, con un anciano sentado en una hamaca. En un espetón de madera se asaba un animal. Tom lo miró, inhalando el delicioso olor de la carne asándose. Su apetito solo disminuyó cuando se dio cuenta de que era un mono.
—Hola
—dijo Sally.
—
Hola,
—respondió el hombre.
Sally siguió hablando en español.
—¿Esto es Pito Solo?
Siguió un largo silencio mientras el hombre la miraba sin comprender.
—No habla español —dijo Tom.
—¿Por dónde se va al pueblo?
¿Dónde?
El hombre señaló hacia la niebla. Se oyó un agudo grito animal y Tom dio un brinco.
—Aquí hay un sendero.
Echaron a andar por él y no tardaron en llegar al pueblo. Se hallaba en una elevación por encima de la selva inundada, un conjunto heterogéneo de cabañas de adobe y cañas con tejado de cinc o paja. Unos pollos huyeron anadeando y unos perros escuálidos se escabulleron a lo largo de las paredes de las casas, mirándolos de reojo. Ellos deambularon por el pueblo, que parecía desierto. Terminó tan deprisa como había empezado en un muro de selva impenetrable.
Sally lo miró.
—¿Y ahora qué?
—Llamaremos a una puerta. —Tom escogió una cabaña al azar y llamó.
Silencio.
Oyó un movimiento y miró alrededor. Al principio no vio nada, luego se dio cuenta de que cientos de ojos oscuros lo miraban a través del follaje de la selva. Todos pertenecían a niños.
—Ojalá tuviera aquí mis caramelos —dijo Sally.
—Saca un dólar.
Sally así lo hizo.
—¿Hola? ¿Quién quiere un dólar americano?
Se elevó un grito y un centenar de niños salieron en tropel del follaje, chillando y empujándose, alargando las manos.
—¿Quién de vosotros habla inglés? —preguntó Sally, sosteniendo en alto el dólar.
Todos gritaron a la vez en español. De la barahúnda se adelantó una niña un poco mayor.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó, con mucha desenvoltura y dignidad. Aparentaba unos trece años; era guapa, llevaba una camiseta estampada, pantalones cortos y pendientes de oro. Por la espalda le caían unas gruesas trenzas castañas.
Sally le dio el dólar. Los niños elevaron una gran exclamación de decepción, pero parecieron tomárselo bien. Al menos se había roto el hielo.
—¿Cómo te llamas?
—Marisol.
—Qué nombre más bonito.
La niña sonrió.
—Estamos buscando a don Orlando Ocotal. ¿Puedes llevarnos hasta él?
—Se fue con los
yanquis
hace más de una semana.
—¿Qué
yanquis
?
—Un gringo alto y enfadado con picaduras por toda la cara y otro sonriente con anillos de oro en los dedos.
Tom soltó una maldición y miró a Sally.
—Parece que Philip nos ha quitado el guía. —Se volvió hacia la niña—. ¿Dijeron adonde iban?
—No.
—¿Hay algún adulto en el pueblo? Queremos seguir río arriba y necesitamos un guía.
—Les llevaré hasta mi abuelo, don Alfonso Boswas, que es el jefe del pueblo. Él lo sabe todo —dijo la niña.
La siguieron. Tenía un aire confiado y competente que su postura erguida no hacía sino reforzar. Mientras pasaban por las cabañas torcidas, les llegó un olor a comida cocinándose que hizo que Tom casi se desmayara de hambre. La niña los condujo a lo que parecía la cabaña más destartalada del pueblo, una serie de palos inclinados entre cuyos resquicios casi no quedaba barro. Estaba construida junto a una extensión enfangada que hacía las veces de plaza del pueblo. En mitad de la plaza había un grupo de limoneros y plataneros empapados.
La niña se quedó a un lado de la puerta y ellos entraron. En el centro de la cabaña había un anciano sentado en un taburete demasiado bajo para él, con sus huesudas rodillas asomando por los grandes agujeros de sus pantalones, y unos cuantos mechones blancos sobresaliendo en todas direcciones de su cráneo casi calvo. Fumaba una pipa hecha con una mazorca de maíz seca que había llenado la cabaña de un olor como a alquitrán. A su lado en el suelo había un machete. Era un hombre menudo, con unas gafas que aumentaban el tamaño de sus ojos dándole una expresión sorprendida. Costaba creer que fuera el jefe del pueblo; en lugar de ello parecía el hombre más pobre.
—¿Don Alfonso Boswas? —preguntó Tom.
—¿Quién? —gritó el anciano, cogiendo el machete y blandiéndolo alrededor—. ¿Boswas? ¿Ese sinvergüenza? Se marchó. Lo echaron del pueblo hace tiempo. Ese inútil vivió demasiado, y se pasaba todo el día sentado fumando su pipa y mirando a las chicas pasar por delante de su cabaña.
Tom miró al hombre sorprendido, luego se volvió hacia la niña, que estaba de pie en el umbral, conteniendo la risa.
El anciano dejó el machete en el suelo y se rió.
—Pasen, pasen ustedes. Yo soy don Alfonso Boswas. Siéntense. Solo soy un anciano al que le gusta bromear. Tengo veinte nietos y sesenta bisnietos que nunca vienen a verme, de modo que tengo que bromear con los desconocidos. —Hablaba un español anticuado y curiosamente formal, empleando el tratamiento de usted.
Tom y Sally se sentaron en dos taburetes endebles.
—Yo soy Tom Broadbent —dijo—, y ella, Sally Colorado.
El anciano se levantó, hizo una inclinación formal y volvió a sentarse.
—Estamos buscando un guía que nos lleve río arriba.
—Hummm —dijo él—. De pronto todos los
yanquis
están locos por ir río arriba y perderse en el pantano Meambar para que los devoren las anacondas. ¿Por qué?
Tom vaciló, desconcertado ante la pregunta inesperada.
—Estamos tratando de encontrar a su padre —dijo Sally—. Maxwell Broadbent. Vino aquí hace un mes con un grupo de indios en canoas. Probablemente llevaban un montón de cajas con ellos.
El anciano miró a Tom con los ojos entrecerrados.
—Venga aquí, muchacho. —Alargó una mano de piel curtida y asió a Tom por el brazo, acercándolo a él. Lo miró con sus ojos grotescamente aumentados por las gafas.
Tom tuvo la impresión de que le traspasaba el alma.
Al cabo de un momento de examen lo soltó.
—Veo que usted y su mujer tienen hambre. ¡Marisol! —Habló con ella en su idioma y la niña se fue. Él se volvió hacia Tom—. De modo que era su padre el que vino aquí, ¿eh? No me parece usted loco. Un chico con un padre loco a menudo también está loco.
—Mi madre era normal —dijo Tom.
Don Alfonso se rió a carcajadas dándose palmadas en las rodillas.
—Esto es estupendo. A usted también le gusta bromear. Sí, se detuvieron aquí para comprar comida. El hombre blanco era como un oso y su voz se oía a un kilómetro de distancia. Le dije que era una locura adentrarse en el pantano Meambar, pero él no me hizo caso. Debe de ser un gran jefe en América. Pasamos una agradable velada juntos con muchas risas, y me dio
esto.
Alargó una mano hacia unos sacos de arpillera doblados, revolvió en ellos y les tendió algo en la palma de la mano. El sol cayó sobre el objeto, que brilló del color de la sangre de una paloma, con una estrella dentro. Lo dejó en la mano de Tom.
—Un rubí estrella —dijo Tom sin aliento. Era una de las gemas de la colección de su padre que valía una pequeña, tal vez hasta una gran fortuna. Sintió una oleada de emoción: era típico de su padre hacer un regalo generoso a alguien que le caía bien. En una ocasión había regalado a un mendigo cinco mil dólares porque le había hecho reír con un comentario ingenioso.
Tom miró a Sally. ¿Cómo podía explicarlo?
—Estamos tratando de encontrar a mi padre. Está… enfermo.
Al oír esas palabras don Alfonso abrió mucho los ojos. Se quitó las gafas, las secó con un trapo sucio y volvió a ponérselas, aún más sucias que antes.
—¿Enfermo? ¿Algo contagioso?
—No. Como usted mismo ha dicho, está un poco loco, eso es todo. Se trata de un juego que ha querido jugar con sus hijos.
Don Alfonso reflexionó unos momentos, luego sacudió la cabeza.
—He visto hacer muchas cosas extrañas a los
yanquis,
pero esto es más que extraño. Me está ocultando algo. Si quiere que le ayude debe decírmelo todo.
Tom suspiró y miró a Sally. Ella asintió.
—Se está muriendo. Fue río arriba con todas sus pertenencias para enterrarse con ellas, y nos hizo llegar el desafío de que si queríamos heredar, tendríamos que encontrar su tumba.
Don Alfonso asintió, como si fuera lo más natural del mundo.
—Sí, sí, es algo que hacíamos los indios tawahka en otro tiempo. Nos enterrábamos con nuestras posesiones, y eso siempre hacía enfadar a nuestros hijos. Pero luego vinieron los misioneros y nos explicaron que Jesús nos daría cosas nuevas en el cielo y que no necesitábamos enterrar nada con los muertos. De modo que dejamos de hacerlo. Pero creo que la vieja costumbre era mejor. Y no estoy tan seguro de que Jesús tenga todas esas cosas nuevas para dar a la gente cuando muere. Las imágenes que he visto de él lo muestran como un hombre pobre sin cazuelas, ni cerdos, ni pollos, ni zapatos, ni siquiera una mujer. —Resopló ruidosamente—. Tal vez es mejor enterrarte con tus posesiones que dejar que tus hijos se peleen por ellas. Se pelean incluso antes de que te mueras. Por eso ya he dado todo lo que tenía a mis hijos e hijas, y vivo como un pobre. Es un acto respetable. Ahora mis hijos no tienen motivos para pelear y, aún más importante, no están deseando que me muera.
Cuando terminó su discurso volvió a llevarse la pipa a la boca.
—¿Han venido otros blancos? —preguntó Sally.
—Hace dos días se detuvieron dos canoas con cuatro hombres, dos indios de las montañas y dos blancos. Pensé que el más joven podía ser Jesucristo, pero en la escuela de las misiones nos dijeron que solo era un tipo de persona que se llamaba hippie. Se quedaron un día y luego reemprendieron su camino. Luego hace una semana llegaron cuatro canoas con soldados y dos gringos. Contrataron a don Orlando como guía y se marcharon. Por eso me pregunto: ¿por qué todos estos
yanquis
locos se adentran de pronto en el pantano Meambar? ¿Están buscando todos la tumba de su padre?
—Sí. Son mis dos hermanos.
—¿Por qué no lo hacen juntos?
Tom no respondió.
—Ha mencionado a indios de las montañas con el primer hombre blanco —dijo Sally—. ¿Sabe de dónde son?
—Parecían indios salvajes y desnudos de las montañas que se pintan de rojo y negro. No son cristianos. Aquí en Pito Solo somos un poco cristianos. No mucho, lo suficiente para apañárnoslas cuando vienen misioneros con comida y medicinas de América. Entonces cantamos y aplaudimos a Jesús. Así es como conseguí mis gafas nuevas. —Se las quitó y se las tendió a Tom para que las examinara.
—Don Alfonso —dijo Tom—, necesitamos un guía que nos lleve río arriba, y necesitamos provisiones y suministros. ¿Puede ayudarnos?
Don Alfonso dio caladas y más caladas a su pipa, luego asintió.
—Les llevaré yo.
—Oh, no —dijo Tom alarmado, mirando al débil anciano—. Eso no es lo que le estoy pidiendo. No podemos sacarle de su pueblo, donde lo necesitan.
—¿A mí? ¿Me necesitan a mí? ¡Nada les gustaría más que deshacerse del viejo don Alfonso!
—Pero usted es el jefe.
—¿Jefe? ¡Puaf!
—Es un viaje largo y duro —dijo Tom—, no es apropiado para un hombre de su edad.
—¡Sigo siendo tan fuerte como un tapir! Soy lo bastante joven para volver a casarme. De hecho, necesito a una chica de dieciséis años que encaje en el hueco vacío de mi hamaca y me haga dormir cada noche con pequeños suspiros y besos…
—Don Alfonso…
—Necesito una chica de dieciséis años que me fastidie y me meta la lengua por la oreja para despertarme por la mañana para que me levante con los pájaros. No se preocupen más: yo, don Alfonso Boswas, les llevaré al pantano Meambar.
—No —dio Tom con toda la firmeza que fue capaz—. No lo permitiremos. Necesitamos un guía más joven.
—No pueden evitarlo. Soñé con que vendrían y que me iría con ustedes. De modo que está decidido. Hablo inglés y español, Pero prefiero el español. El inglés me asusta. Suena como si uno se ahogara.
Tom miró a Sally exasperado. Ese anciano era imposible.
En ese momento Marisol volvió con su madre. Cada una llevaba una fuente de madera cubierta de hojas de palmera sobre las que había amontonadas tortillas calientes recién hechas, patacones fritos, carne asada y frutos secos, y fruta fresca.
Tom nunca había tenido tanta hambre en toda su vida. Él y Sally se abalanzaron sobre el festín, acompañados de don Alfonso, mientras la niña y su madre los observaban satisfechas en silencio. Toda la conversación cesó mientras comían. Cuando terminaron, la mujer cogió sin decir nada los platos y volvió a llenarlos, y lo hizo una tercera vez.
Cuando terminaron de comer, don Alfonso se recostó y se secó la boca.
—Mire —dijo Tom con toda la firmeza que pudo—. Lo haya soñado o no, no va a venir con nosotros. Necesitamos a un hombre más joven.
—O a una mujer.
—Me llevaré conmigo a dos hombres más jóvenes, Chori y Pingo. Soy el único aparte de don Orlando que sabe llegar al pantano Meambar. Sin un guía morirán.