—Bueno, ¿y qué periodistas tienen?
—Allí está Roberto Rodríguez de
El Diario.
—No, no, estoy buscando a un norteamericano. Alguien que conozca el país.
—¿Se contentaría con un inglés?
—De acuerdo.
—Allí tiene a Derek Dunn —murmuró, señalando con los labios—. Está escribiendo un libro.
—¿Sobre qué?
—Viajes y aventuras.
—¿Ha escrito otros libros? Déme un título.
—El último fue
Slow Water.
Sally dejó un billete de veinte dólares en la barra y se acercó a Dunn. Tom la siguió. «Esto va a ser divertido», pensó. Dunn estaba sentado solo en una sala pequeña dando cuenta de una copa; era un hombre con una mata de pelo rubio sobre una cara regordeta y roja. Sally se detuvo, señaló y exclamó:
—Oh, usted es Derek Dunn, ¿verdad?
—Tengo fama de responder por ese nombre, sí —dijo él. Tenía la nariz y las mejillas de un rosa permanente.
—¡Oh, qué emocionante! ¡
Slow Water
es uno de mis libros preferidos! ¡Me encantó!
Dunn se levantó, dejando ver un cuerpo robusto, esbelto y en forma, vestido con unos pantalones caqui gastados y una sencilla camisa de algodón de manga corta. Era un hombre atractivo al estilo del Imperio británico.
—Muchas gracias —dijo—. ¿Y usted es?
—Sally Colorado. —Ella le bombeó la mano.
«Ya lo tiene sonriendo como un idiota», pensó Tom. Se sentía estúpido con su ropa nueva que olía a tienda. A su lado Dunn parecía haber regresado de los confines de la tierra.
—¿Se tomarían una copa conmigo?
—Sería un honor —dijo Sally.
Dunn le señaló una banqueta a su lado.
—Tomaré lo mismo que usted —dijo ella.
—Un gin-tonic. —Dunn llamó al camarero con un ademán, luego levantó la mirada hacia Tom—. Usted también puede sentarse si quiere.
Tom tomó asiento sin decir nada. Empezaba a perder su entusiasmo por esa idea. No le gustaba el señor Dunn, de rostro colorado, que miraba intensamente a Sally, y no solo la cara.
El camarero se acercó. Dunn habló en español.
—Un gin-tonic para mí y para la señora. ¿Y…? —Miró a Tom.
—Limonada —dijo Tom con amargura.
—
Y una limonada
—añadió Dunn, dando a entender con su tono lo que pensaba exactamente del brebaje escogido por Tom.
—¡Me alegro tanto de haberle encontrado! —dijo Sally—. ¡Qué casualidad!
—De modo que ha leído
Slow Water
—dijo Dunn sonriente.
—Uno de los mejores libros de viajes que he leído nunca.
—Ya lo creo —dijo Tom.
—¿Usted también lo ha leído? —Dunn se volvió hacia él expectante.
Tom se fijó en que Dunn ya se había zampado la mitad de su copa.
—Desde luego que lo leí —respondió Tom—. Me gustó sobre todo la parte en que se cae en una mierda de elefante. Me partí de risa.
Dunn vaciló.
—¿Mierda de elefante?
—¿No había mierda de elefante en su libro?
—En Centroamérica no hay elefantes.
—Oh. Debo de estar confundiéndome con otro libro. Le pido disculpas.
Tom vio los ojos verdes de Sally clavados en él. No sabía si estaba furiosa o contenía una carcajada.
Dunn se volvió en su silla, dándole la espalda a Tom y dedicando toda su atención a Sally.
—Puede que le interese saber que estoy trabajando en un nuevo libro.
—¡Qué emocionante!
—Lo voy a titular
Noches en Mosquina
y trata de la Costa de los Mosquitos.
—¡Oh, allí es adonde vamos a ir nosotros! —Sally aplaudió emocionada como una niña. Tom bebió un sorbo, arrepintiéndose de lo que había pedido. Iba a necesitar algo más fuerte para soportar eso. No debería haber dejado a Sally tomar la batuta.
—En el este de Honduras hay más de doce mil kilómetros cuadrados de pantanos y selva montañosa que siguen totalmente inexplorados. Parte de ellos ni siquiera han sido cartografiados desde un avión.
—¡No tenía ni idea!
Tom dejó a un lado la limonada y buscó al camarero con la mirada.
—Mi libro describe un viaje que hice a lo largo de la Costa de los Mosquitos, cruzando el laberinto de lagunas que señalan el encuentro de la selva con el mar. Fui el primer hombre blanco que realizó ese viaje.
—Increíble. ¿Cómo demonios lo hizo?
—En canoa con motor. Es el único medio de transporte por aquí aparte de los pies.
—¿Cuándo hizo ese asombroso viaje?
—Hace unos ocho años.
—¿Ocho años?
—He tenido unos problemillas con la editorial. No se puede meter prisas a un buen libro, ya sabe. —Apuró la bebida y pidió otra ronda con la mano—. Es una región dura.
—¿En serio?
Dunn pareció creer que le daba pie para contar cosas. Se recostó.
—Para empezar, están los mosquitos corrientes, los gusanos aradores, las garrapatas, los jejenes, las moscas estro. No te matan, pero pueden hacerte la vida bastante desagradable. Una vez me picó una mosca estro en la frente. Al principio fue como una picadura de mosquito, pero empezó a hincharse y a ponerse roja. Me dolía como el demonio. Un mes después hizo erupción y empezaron a salir larvas de un par de centímetros de longitud. Una vez que te pican, lo mejor que puedes hacer es dejar que sigan su curso. Si tratas de sacarlas sólo logras hacer una escabechina.
—Espero sinceramente que esa experiencia no le afectara el cerebro —dijo Tom.
Dunn pasó por alto el comentario.
—Luego está la enfermedad de Chagas.
—¿La enfermedad de Chagas?
—El
Trypanosoma cruzi.
Un insecto que transporta la enfermedad te pica y caga al mismo tiempo. El parásito vive en la mierda, y cuando te rascas la picadura, te infectas. No te das cuenta de nada hasta diez o veinte años después. Primero notas que se te hincha la barriga. Luego te falta el resuello, no puedes tragar saliva. Finalmente el corazón se te hincha… y estalla. No tiene cura.
—Encantador —dijo Tom. Por fin había atraído la atención del camarero—. Un whisky. Que sea doble.
Dunn se quedó mirando a Tom con una sonrisa en los labios.
—¿Está familiarizado con la fer-de-lance?
—No puedo decir que lo esté. —Las espeluznantes historias de la selva parecían ser la especialidad de Derek Dunn.
—Es la serpiente más venenosa conocida por el hombre. Una cabrona marrón y amarilla; los lugareños la llaman
barba amarilla.
Cuando son jóvenes viven en los árboles y las ramas. Caen sobre ti cuando las molestas. La mordedura te paraliza el corazón en treinta segundos. Luego está el señor de la selva, la serpiente venenosa más grande del mundo. Tres metros y medio de longitud y el grosor de un muslo. No es ni mucho menos tan mortífera como la fer-de-lance…, con una mordedura del señor de la selva podrías vivir, digamos, veinte minutos.
Dunn soltó una risita y bebió otro trago.
Sally murmuró algo sobre lo horrible que sonaba eso.
—Naturalmente no han oído hablar del pez palillo. Pero no es una historia para las señoras. —Dunn miró a Tom y le guiñó un ojo.
—Cuéntela —dijo Tom—. Sally está familiarizada con lo obsceno.
Sally lo fulminó con la mirada.
—Vive en los ríos de por aquí. Digamos que una bonita mañana te das un chapuzón. El pez palillo se te mete por el pene, despliega una serie de púas y ancla en tu uretra.
La copa de Tom se detuvo a mitad de camino de su boca.
—Te bloquea la uretra. Si no encuentras inmediatamente a un cirujano, te estalla la vejiga.
—¿Un cirujano? —preguntó Tom débilmente.
Dunn recostó la cabeza.
—Eso es.
A Tom se le había secado la garganta.
—¿Qué clase de cirugía se necesita?:
—Amputación.
La copa llegó por fin a la boca de Tom, donde bebió un sorbo y luego otro.
Dunn rió con ganas.
—Estoy seguro de que han oído hablar de las pirañas, la leishmaniosis, las anguilas eléctricas, las anacondas y demás. —Les quitó importancia con un ademán—. Se han exagerado mucho los peligros que entrañan. Las pirañas solo van por ti si estás sangrando, y las anacondas son poco frecuentes en estas latitudes y no se comen a las personas. Los pantanos de Honduras tienen una ventaja: no hay sanguijuelas. Pero estén atentos a las arañas mono…
—Perdone, pero tendremos que dejar las arañas mono para otro día —dijo Tom consultando su reloj. Se dio cuenta de que el señor Derek Dunn tenía la mano debajo de la mesa, sobre la rodilla de Sally.
—No se lo estará pensando mejor, ¿eh, amigo? Este no es un país para gallinas.
—De ningún modo —dijo Tom—. Es que prefiero oír su encuentro con el pez palillo.
Derek Dunn miró fijamente a Tom sin sonreír.
—Es una broma bastante vieja, amigo.
—¡Bueno! —dijo Sally animadamente—. ¿Hizo el viaje solo? Estamos buscando un guía y nos preguntábamos si podría recomendarnos a alguno.
—¿Adonde se dirigen?
—A Laguna Brus.
—Se sale de la ruta turística. —Dunn entornó de pronto los ojos—. ¿No será escritora?
Sally se rió.
—Oh, no, soy arqueóloga, y él es veterinario. Pero estamos aquí como turistas. Nos gusta la aventura.
—¿Arqueóloga? No hay muchas ruinas por aquí. No se puede construir sobre pantano. Y ningún pueblo civilizado viviría en esas montañas del interior. Allá arriba en la Sierra Azul está la selva tropical más densa de la tierra, y las colinas son tan escarpadas que apenas puedes subirlas y bajarlas. No hay un rincón llano donde montar una tienda en cien kilómetros a la redonda. Has de abrirte paso a machetazos, y tienes suerte si recorres un kilómetro y medio en un día duro de viaje. Un camino abierto con machete se cerrará de tal modo en una semana que nunca dirías que ha existido. Si lo que busca son ruinas, ¿por qué no se dirige a Copan? Tal vez podría hablarle más sobre ello mientras cenamos.
La mano seguía en su rodilla, apretando y frotando.
—Bueno —dijo Sally—. Quizá. Volviendo a lo del guía, ¿podría recomendarnos alguno?
—¿Un guía? Ah, sí. El hombre que buscan es don Orlando Ocotal. Un indio tawahka. De toda confianza. No les estafará como los demás. Conoce la región como la palma de su mano. Me acompañó en mi último viaje.
—¿Cómo podemos encontrarlo?
—Vive en el río Patuca, en un lugar llamado Pito Solo, el único poblado de verdad junto al río antes de que empiecen los grandes pantanos del interior. Eso está a unos sesenta, tal vez ochenta kilómetros río arriba desde Brus. No se aparten del cauce principal del río o nunca saldrán con vida. En esta época del año los bosques están inundados y hay montones de ramales en todas direcciones. Esa parte del país está prácticamente inexplorada, desde los pantanos hasta la Sierra Azul y el río Guayambré. Cuarenta mil kilómetros cuadrados de
terra incognita.
—No hemos decidido adonde vamos a ir.
—Don Orlando. Ese es el hombre que buscan. —Después Derek Dunn se volvió en su asiento y miró a Tom con su gran cara sudorosa—. Hummm, ando un poco mal de fondos…, el talón de la editorial está en camino y demás. Tal vez podría usted pedir otra ronda, ¿qué dice?
En la pantalla de computador colocada discretamente entre los paneles de cerezo de su oficina, Lewis Skiba observaba los progresos de Lampe-Denison Pharmaceuticals en la Bolsa de Nueva York. Los inversores llevaban todo el día castigando y en esos momentos las acciones cotizaban a diez con algo. Aun mientras observaba bajaron otro octavo de punto quedándose en diez exactos.
Skiba no quería ver cómo su compañía pasaba a un solo dígito. Apagó la pantalla. Sus ojos se posaron en el panel que escondía el Macallan, pero era demasiado pronto para eso. Demasiado pronto. Necesitaba estar despejado para la llamada.
Corrían rumores de que Phloxatane tenía dificultades con la FDA. Los vendedores al descubierto se abalanzaban sobre las acciones como gusanos sobre un cadáver. Doscientos millones de dólares de Investigación y Desarrollo habían ido a parar a ese fármaco. Lampe había trabajado con los mejores científicos e investigadores médicos de tres universidades de la Ivy League. Los experimentos de doble ciego habían sido bien diseñados, los datos maquillados de la mejor forma posible. Sus amigos de la FDA habían sido agasajados con cenas. Pero al final nada salvaría Phloxatane. Miraras como mirase los datos, Phloxatane era un fracaso. Y allí estaba él, sentado sobre seis millones de acciones de Lampe de las que no podía desembarazarse (nadie había olvidado lo que le había ocurrido a Martha Stewart), así como dos millones de acciones con opción de compra cuyo valor estaba tan por debajo del precio de ejercicio que serían más útiles como papel higiénico en su cuarto de baño de mármol de Carrara.
No odiaba tanto a nadie en el mundo como a los vendedores al descubierto. Eran los buitres, los gusanos, las moscas carroñeras del mercado. Daría cualquier cosa por ver cómo las acciones de Lampe se volvían contra ellos y empezaban a subir; le encantaría ver su pánico cuando se vieran obligados a asegurar sus posiciones. Disfrutaba imaginando todas las solicitudes de garantía extraordinaria que recibirían. Sería un bonito espectáculo. Y cuando se hiciera con el códice y lo anunciara públicamente, ese bonito espectáculo se haría realidad. Los vendedores al descubierto se pillarían los dedos de tal modo que tardarían meses, tal vez años, en volver.
El teléfono de su escritorio sonó débilmente. Consultó el reloj. La llamada vía satélite llegaba puntual. Odiaba hablar con Hauser; odiaba a ese hombre y sus principios. Pero tenía que tratar con él. Hauser había insistido en «mantenerlo informado»; aunque Skiba era por lo general un director general práctico, había titubeado. Era mejor no enterarse de ciertas cosas. Pero al final había accedido, aunque solo fuera para impedir que Hauser hiciera algo estúpido o ilegal. Si obtenía el códice quería que fuera limpiamente.
Contestó el teléfono.
—Skiba al habla.
Por el hilo llegó la voz de Hauser, que sonaba como la del Pato Donald a causa del codificador de voz. Como siempre, el detective privado no perdió el tiempo con palabras de cortesía.
—Maxwell Broadbent subió el río Patuca con un puñado de indios de las montañas. Estamos sobre su pista. Aún no sabemos adonde se dirigió, pero sospecho que fue a alguna parte de las montañas del interior.
—¿Algún problema?