—¿Qué están haciendo ahora?
—Tom ha vuelto a su rancho de Utah. Lo último que he sabido de él es que ha renunciado a buscar la tumba. Vernon dice que va a buscarla él solo, no quiere que lo hagamos juntos.
—¿Alguien más sabe esto aparte de tus dos hermanos?
—Hay dos policías de Santa Fe que vieron la cinta y están al corriente de todo.
—¿Cómo se llaman?
—Barnaby y Fenton.
Hauser tomó nota. La luz del teléfono parpadeó una vez y Hauser descolgó el auricular. Escuchó largo rato y habló en voz baja y deprisa, luego hizo una llamada, y otra, y otra más. A Philip le irritó que Hauser se ocupara de otros asuntos delante de él, haciéndole malgastar su tiempo.
Hauser colgó.
—¿Alguna esposa o novia?
—Cinco ex esposas, cuatro vivas y una muerta. Ninguna novia de la que merezca la pena hablar.
El labio superior de Hauser se curvó ligeramente.
—A Max siempre le fueron las mujeres.
De nuevo se prolongó el silencio. Hauser parecía reflexionar. Luego, para irritación de Philip, hizo otra llamada y habló en voz baja. Finalmente colgó.
—Bien, Philip, ¿qué sabes de mí?
—Solo que fue socio de mi padre en la exploración, que recorrieron juntos Centroamérica durante un par de años. Y que riñeron.
—Así es. Pasamos juntos casi dos años en Centroamérica, buscando tumbas mayas por excavar. Eso fue a principios de los años sesenta, cuando era más o menos legal. Hicimos varios hallazgos, pero cuando Max dio el gran golpe y se hizo rico fue después que yo me marchara. Yo me fui a Vietnam.
—¿Y la riña? Padre nunca nos habló de ello.
Hubo una breve pausa.
—¿Max nunca les habló de ello?
—No.
—Casi no me acuerdo. Ya sabes lo que ocurre cuando dos personas pasan juntas tanto tiempo: se ponen mutuamente nerviosos. —Hauser apagó su puro en un cenicero de vidrio cortado.
El cenicero era del tamaño de una fuente y probablemente pesaba unos nueve kilos. Philip se preguntó si había cometido un error yendo allí. Hauser parecía un peso ligero.
El teléfono volvió a parpadear y Hauser lo contestó. Eso fue la gota que colmó el vaso; Philip se levantó.
—Volveré cuando esté menos ocupado —dijo cortante.
Hauser agitó un dedo con un anillo de oro hacia Philip para que esperara, escuchó durante un minuto y colgó.
—Dime, Philip. ¿Qué tiene tan especial Honduras?
—¿Honduras? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Porque es allí donde fue Max.
Philip se quedó mirándolo.
—¡Entonces usted está involucrado!
Hauser sonrió.
—En absoluto. Es lo que me acaban de comunicar por teléfono. Hoy hace casi cuatro semanas que su piloto lo llevó a él y su cargamento a una ciudad de Honduras llamada San Pedro Sula. Allí subió a un helicóptero militar hasta un lugar llamado Laguna Brus. Y luego desapareció.
—¿Acaba de averiguarlo ahora mismo?
Hauser exhaló una nueva y densa nube de humo.
—Soy detective privado.
—Y no es malo, por lo que parece.
Hauser exhaló otra nube meditabundo.
—En cuanto hable con el piloto sabré más. Como qué clase de cargamento llevó y cuánto pesaba. Tu padre no hizo ningún esfuerzo por cubrir las pistas de que se iba a Honduras. ¿Sabías que estuvimos juntos allí? No me sorprende que se fuera allí. Es un país grande y el interior es el más inaccesible del mundo: selva inexpugnable, deshabitada, montañosa, atravesada por profundos cañones y aislada por la Costa de los Mosquitos. Allí es donde imagino que ha ido, al interior.
—Es plausible.
—Acepto el caso —añadió Hauser al cabo de un momento.
Philip se sintió irritado. No recordaba haberle ofrecido aún el trabajo. Pero el tipo ya había demostrado ser competente, y dado que ahora estaba al corriente de la situación, probablemente lo haría.
—No hemos hablado de sus honorarios.
—Necesitaré un anticipo. Los gastos de este caso serán elevados. Cada vez que haces tratos en un país tercermundista tienes que pagar a cada Tomás, Rico y Orlando.
—Había pensado en honorarios basados en imprevistos —se apresuró a decir Philip—. Y si recuperamos la colección, usted recibirá, digamos, un pequeño porcentaje. También debo mencionar que me propongo dividirlo con mis hermanos. Es justo.
—Los honorarios basados en imprevistos son para los abogados de accidentes de coches. Yo necesito un anticipo para empezar. Si tengo éxito, cobraré una cantidad fija adicional.
—¿Un anticipo? ¿De cuánto?
—Doscientos cincuenta mil dólares.
Philip casi se rió.
—¿Qué le hace pensar que dispongo de esa cantidad?
—Nunca pienso nada, señor Broadbent. Lo sé. Venda el Klee.
Philip sintió cómo se le paraba por un instante el corazón.
—¿Cómo dice?
—Venda la gran acuarela de Paul Klee que tiene,
Blau Kirk.
Es una maravilla. Podría conseguirle cuatrocientos por ella.
Philip estalló.
—¿Venderla? Jamás. Mi padre me regaló ese cuadro.
Hauser se encogió de hombros.
—¿Y cómo sabe que tengo ese cuadro, por cierto?
Hauser sonrió y abrió las palmas blancas y blandas de una mano, como dos lirios.
—Quiere contratar al mejor, ¿verdad, señor Broadbent?
—Sí, pero esto es chantaje.
—Déjeme que le explique cómo trabajo. —Hauser se echó hacia delante—. Mi primera lealtad es para el caso, no para el cliente. Cuando acepto un caso lo resuelvo, independientemente de las consecuencias que eso tenga para el cliente. Recibo un anticipo. Y si tengo éxito, cobro una cantidad adicional.
—Esta conversación no viene al caso. No pienso vender el Klee.
—A veces el cliente pierde el valor y quiere echarse atrás. A veces ocurren cosas malas a personas buenas. Yo beso a los niños, asisto a los funerales y no paro hasta que se resuelve el caso.
—No puede esperar de mí que venda ese cuadro, señor Hauser. Es lo único que tengo de valor de mi padre. Me encanta ese cuadro.
Philip sorprendió a Hauser mirándolo de un modo que le hizo sentir extraño. Los ojos eran inexpresivos, el rostro sereno, sin emoción.
—Mírelo así: ese cuadro es el sacrificio que debe hacer para recuperar su herencia.
Philip vaciló.
—¿Cree que tendremos éxito?
—Sí.
Philip lo miró. Siempre podría comprar de nuevo el cuadro.
—Está bien. Venderé el Klee.
Hauser entrecerró un poco más los ojos. Dio otra cuidadosa chupada al puro. Luego se lo sacó de la boca para hablar.
—Si tenemos éxito, recibiré un millón de dólares. —Luego añadió—: No disponemos de mucho tiempo, señor Broadbent. Ya he reservado billetes a San Pedro Sula para la semana que viene.
Cuando Vernon Broadbent terminó de recitar, permaneció unos momentos sentado en silencio con los ojos cerrados en la fresca habitación oscura, dejando que su mente volviera de nuevo a la superficie después de su larga meditación. A medida que recuperaba la conciencia empezó a oír el lejano estruendo del Pacífico y olió el aire salado que penetraba los confines fragantes de mirra del vihara. La luz de las velas sobre sus párpados llenó su visión interior de un resplandor rojizo y parpadeante.
Luego abrió los ojos, respiró hondo varias veces y se levantó, disfrutando aún de la frágil sensación de paz y serenidad que le había proporcionado la hora de meditación. Se acercó a la puerta y se detuvo a mirar por encima de las colinas de Big Sur, salpicadas de robles de Virginia y manzanita, el vasto Pacífico azul que se extendía más allá. El viento que llegaba del océano hinchó sus ropajes y los llenó de aire fresco.
Llevaba más de un año viviendo en el ashram y por fin, a sus treinta y cinco años, creía haber encontrado el lugar donde quería estar. Había recorrido un largo camino desde esos dos años en la India, a través de la meditación trascendental, la teosofía, los seminarios de crecimiento personal, Lifespring, e incluso un encontronazo con el cristianismo. Había rechazado el materialismo de su niñez y había tratado de descubrir alguna verdad más profunda en su vida. Lo que a los demás —sobre todo a sus hermanos— les parecía una vida malgastada había sido para él una existencia rica y esforzada. ¿Qué sentido tenía la vida si no era averiguar el porqué?
De pronto tenía la oportunidad, con su herencia, de hacer realmente el bien. No solo para sí mismo, sino para los demás. Era su oportunidad para hacer algo por el mundo. Pero ¿cómo? ¿Debía intentar encontrar él solo la tumba? ¿Debía llamar a Tom? Philip era un imbécil, pero tal vez Tom querría asociarse con él. Tenía que tomar una decisión, y pronto.
Se recogió su hábito de lino y echó a andar por el sendero hacia la cabaña del maestro, una estructura de secoya enclavada en un suave valle en medio de un bosquecillo de robles altos con vistas al Pacífico. Se cruzó con Chao, el alegre chico asiático de los recados, que daba botes por el sendero con un fajo de cartas. Era la vida que quería llevar: tranquila y simple. Lástima que saliera tan cara.
Al bordear la ladera de la colina apareció ante él la cabaña. Se detuvo —le intimidaba un poco el maestro—, pero luego siguió andando con resolución. Llamó a la puerta. Al cabo de un momento una voz baja y resonante gritó desde las profundidades del recinto:
—Pasa, eres bienvenido.
Él se quitó las sandalias en la galería y entró. La casa era de estilo japonés, sencilla y ascética, con pantallas correderas de papel de arroz, suelos cubiertos de esteras beis y extensiones de tablas de madera pulida. El interior olía a cera e incienso. Se oía un débil murmullo de agua. A través de una serie de rendijas Vernon alcanzó a ver el jardín japonés que había más allá, con rocas cubiertas de musgo entre gravilla rastrillada y un estanque con flores de loto. No vio al maestro.
Se volvió y miró hacia otro pasillo a su izquierda, a través de una sucesión de puertas que dejaban ver a una adolescente descalza y con hábito, con una larga trenza rubia entretejida de flores marchitas que le caía por la espalda. Cortaba verduras en la cocina del maestro.
—¿Está ahí, maestro? —preguntó él.
La joven siguió cortando.
—Por aquí —llegó la débil voz.
Vernon se encaminó hacia el sonido y encontró al maestro sentado en su sala de meditación, con las piernas cruzadas sobre una estera, los ojos cerrados. Los abrió pero no se levantó. Vernon se quedó de pie, esperando respetuoso. El cuerpo atractivo y en buena forma física del maestro estaba cubierto de un sencillo hábito de lino sin teñir. De una pequeña calva le caía un flequillo largo y gris, peinado recto, que le confería el aspecto de un Leonardo da Vinci. Unos ojos azules astutos se entrecerraban bajo unas crestas orbitales fuertemente arqueadas esculpidas en la amplia cúpula de su frente, y una barba entrecana y recortada completaba su rostro. Cuando habló, su voz sonó débil y resonante, con una agradable ronquera subyacente y un ligero acento de Brooklyn que lo señalaba como un hombre de origen humilde. Tenía unos sesenta años, aunque nadie sabía su edad con exactitud. Un ex profesor de filosofía en Berkeley llamado Art Brewer, había renunciado a su cátedra para dedicarse a una vida espiritual; allí en el ashram había encontrado una comunidad consagrada a la oración, la meditación y el crecimiento espiritual. El ashram era agradablemente aconfesional, vagamente basado en el budismo pero sin la excesiva disciplina, el intelectualismo, el celibato y el fatalismo que tendían a mancillar esa tradición religiosa; era más bien un bonito refugio en un lugar precioso, donde bajo la delicada orientación del maestro cada uno oraba a su manera a un coste de seiscientos dólares a la semana, comida y habitación incluidos.
—Siéntate —dijo el maestro.
Vernon se sentó.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Es sobre mí padre.
El maestro escuchó.
Vernon se concentró y respiró hondo. Habló al maestro del cáncer de su padre, la herencia, el desafío de encontrar su tumba. Cuando terminó hubo un largo silencio. Vernon se preguntó si el maestro iba a decirle que renunciara a la herencia. Recordó los numerosos comentarios negativos del maestro sobre la mala influencia del dinero.
—Tomemos té —dijo el maestro con un tono de voz excepcionalmente suave, poniendo una delicada mano en el codo de Vernon. Permanecieron sentados y pidió té, que trajo la joven de la trenza. Lo bebieron en silencio, luego el maestro preguntó—: ¿Cuánto dinero exactamente vale esa herencia?
—Calculo que, después de pagar los impuestos, mi parte sería probablemente de cien millones.
El maestro pareció beber un largo sorbo de té, y luego otro. Si le sorprendió la cantidad no dio muestras de ello.
—Meditemos.
Vernon también cerró los ojos. Había tenido dificultades para concentrarse en su mantra, agitado por las cuestiones que se le planteaban y que solo parecían hacerse más complejas cuanto más pensaba en ellas. Cien millones. Cien millones. La cantidad, que no sonaba muy distinta del mantra, se embrolló con su meditación impidiéndole hallar paz o silencio interior. Cien millones.
Om mani padme hum.
Cien millones.
Fue un alivio cuando el maestro levantó la cabeza. Cogió las manos de Vernon y las sostuvo entre las suyas. Sus ojos azules brillaban de forma inusitada.
—A pocos se les da la oportunidad que se te ha dado a ti, Vernon. No debes dejar pasar esta oportunidad.
—¿Cómo?
El maestro se levantó y habló con voz potente y resonante:
—Necesitamos recuperar esa herencia. Debemos hacerlo ya.
Cuando Tom hubo terminado de examinar el caballo enfermo el sol se ponía sobre la meseta Toh Ateen proyectando largas sombras doradas a través de la extensión de artemisa y chamiza. Más allá se alzaba un muro de trescientos metros de arenisca esculpida que brillaba roja a la luz moribunda. Tom echó otro vistazo al animal y le dio unas palmadas en el cuello. Se volvió hacia la joven navajo dueña del caballo.
—Saldrá de esta. Solo es un pequeño cólico de arena.
Ella sonrió aliviada.
—En estos momentos tiene hambre. Hazle caminar un poco por el ruedo y dale una cucharada de psyllium con su avena. Deja que beba agua después. Espera una hora y dale un poco de heno. Se pondrá bien.
La abuela navajo que había recorrido a caballo ocho kilómetros hasta la consulta del veterinario para ir a buscarlo —la carretera estaba inundada, para variar— le cogió la mano.