—Estás tapando la pantalla —dijo Barnaby, instalándose en el sofá—. Siéntate.
—Esto es indignante…
Una repentina explosión de sonido procedente del vídeo hizo callar a Philip y a continuación apareció en la pantalla la cara de Maxwell Broadbent, más grande que en la vida real. Los tres hermanos se sentaron.
La voz, profunda y atronadora, reverberó en la habitación vacía.
«Saludos de parte de los muertos.»
Tom Broadbent miraba fijamente la imagen de tamaño natural de su padre que empezaba a definirse en la pantalla. La cámara retrocedía poco a poco, dejando ver a Maxwell Broadbent sentado ante el gigantesco escritorio de su despacho, con unas cuantas hojas de papel en sus grandes manos. La habitación aún no había sido desvalijada; el cuadro de Lippi de la Madonna colgaba aún en la pared detrás de él, los estantes seguían llenos de libros y los otros cuadros y estatuas estaban todos en su sitio. Tom se estremeció; hasta la imagen electrónica de su padre lo intimidaba.
Después del saludo su padre hizo una pausa, carraspeó y clavó sus ojos azul intenso en la cámara. Las hojas temblaron ligeramente en sus manos. Parecía estar haciendo un esfuerzo bajo una fuerte emoción.
Maxwell Broadbent bajó la mirada hacia los papeles y empezó a leer:
«Queridos Philip, Vernon y Tom:
»En pocas palabras: me he llevado mis posesiones conmigo a la tumba. Me he confinado a mí mismo y mi colección en una tumba. Esta tumba está escondida en alguna parte del mundo, en un lugar que solo yo conozco.»
Hizo una pausa, volvió a carraspear, levantó brevemente la mirada con un destello azul, la bajó de nuevo y siguió leyendo. La voz adoptó ese tono ligeramente pedante que Tom tan bien recordaba de la mesa de comedor.
«Durante más de cien mil años los seres humanos se han enterrado a sí mismos con sus posesiones más valiosas. Enterrar a los muertos con un tesoro tiene una historia venerable, empezando por el hombre de neandertal y pasando por los antiguos egipcios hasta casi la actualidad. La gente se enterraba a sí misma con sus objetos de oro y plata, obras de arte, libros, medicinas, muebles, comida, esclavos, caballos, y en ocasiones hasta con sus concubinas y esposas…, lo que fuera que pudiera serles de utilidad en la otra vida. Fue solo en los dos últimos siglos cuando los seres humanos dejaron de enterrar sus restos mortales con objetos funerarios, rompiendo así una larga tradición.
»Una tradición que es un placer para mí recuperar.
»El hecho es que casi todo lo que sabemos del pasado nos ha llegado a través de objetos funerarios. Algunos me han llamado ladrón de tumbas. No es cierto. Yo no robo, solo reciclo. He hecho mi fortuna a partir de las posesiones que unos necios creyeron llevarse consigo a la otra vida. He decidido hacer exactamente lo mismo que ellos y enterrarme con todos mis bienes materiales. La única diferencia entre ellos y yo es que yo no soy necio. Sé que no hay otra vida en la que pueda disfrutar de mis riquezas. A diferencia de ellos, muero sin ilusiones. Cuando estás muerto, estás muerto. Cuando mueres solo eres un amasijo de comida podrida, grasa, sesos y huesos…, nada más.
»Si me llevo mis posesiones a la tumba es por una razón completamente distinta. Una razón muy importante. Una razón que les concierne a ustedes tres.»
Hizo una pausa y levantó la mirada. Le seguían temblando ligeramente las manos y se le tensaron los músculos de la mandíbula.
—Dios mío —susurró Philip medio levantándose de su silla con los puños cerrados—. No me lo creo.
Maxwell Broadbent levantó las hojas para seguir leyendo, se le trabó la lengua, titubeó, luego se puso bruscamente de pie y arrojó las hojas sobre el escritorio. «A la porra todo esto —dijo, empujando la silla hacia atrás con un movimiento violento—. Lo que tengo que deciros es demasiado importante para soltaros un maldito discurso.» Rodeó a grandes zancadas el escritorio llenando la cámara con su enorme presencia y, por extensión, la habitación donde estaban sentados ellos. Se paseó frente a la cámara agitado, acariciándose su barba corta.
«Esto no es fácil. No sé muy bien cómo explicárselos.»
Se volvió, retrocedió con aire resuelto.
«A vuestra edad yo no tenía nada. Nada. Llegué a Nueva York de Erie, Pensilvania, con solo treinta y cinco dólares y un viejo traje de mi padre. Sin familia, sin amigos, sin ningún título universitario. Nada. Mi padre era un buen hombre, pero trabajaba de albañil. Mi madre había muerto. Yo estaba prácticamente solo en el mundo.»
—Otra vez ese rollo no, por favor —gimió Philip.
«Era el otoño de 1963. Me pateé las calles hasta que encontré un trabajo, un trabajo de mierda lavando platos en Mama Gina, en la Ochenta y cuatro este con Lex. Un dólar y veintinueve centavos a la hora.»
Philip sacudía la cabeza. Tom estaba como atontado.
Broadbent dejó de pasear, se plantó frente al escritorio y miró a la cámara ligeramente encorvado, con el entrecejo fruncido. «Os estoy viendo. Philip, seguro que estás sacudiendo la cabeza con tristeza, y tú, Tom, probablemente estás de pie maldiciendo. Y, Vernon, tú crees que me he vuelto sencillamente loco. Dios, los estoy viendo a los tres. Lo siento por ustedes, de verdad. Esto no es fácil. —Volvió a pasearse—. El Gina no estaba muy lejos del Museo Metropolitano de Arte. Un día me dio por entrar y eso cambió mi vida. Me gasté hasta el último dólar que tenía en hacerme socio y empecé a ir cada día a ese museo. Me enamoré de ese lugar. ¡Qué revelación! Nunca había visto tanta belleza, tanta… —Agitó su manaza—. Dios, pero ya sabéis todo esto.»
—Desde luego que sí —dijo Philip secamente.
«El caso es que empecé con nada.
Nada.
[1]
Trabajé duro. Tenía un objetivo en mi vida, una meta. Leí todo lo que cayó en mis manos. Schliemann y el descubrimiento de Troya, Howard Carter y la tumba del faraón Tut, John Lloyd Stephen y la ciudad de Copán, las excavaciones de la Villa de los Misterios de Pompeya. Soñaba con encontrar tesoros como esos, excavarlos y hacerlos míos. Hice averiguaciones: ¿dónde diablos estaban las tumbas y los templos perdidos que quedaban por descubrir? La respuesta estaba en Centroamérica. Allí podías encontrar aún una ciudad perdida. Todavía tenía una oportunidad.»
Esta vez hizo una pausa para abrir una caja que estaba en su escritorio. Cogió un puro, lo cortó y lo encendió.
—Por Dios —dijo Philip—. El viejo es incorregible.
Broadbent apagó la cerilla con un ademán, la arrojó sobre el escritorio y sonrió, dejando ver una bonita dentadura blanca.
«Voy a morir de todos modos, así que ¿por qué no disfrutar de mis últimos meses? ¿De acuerdo, Philip? Por cierto, ¿sigues fumando esa pipa? Yo de ti lo dejaría.»
Se volvió y empezó a dar vueltas, exhalando pequeñas bocanadas de humo azul.
«En fin, ahorré dinero hasta que tuve suficiente para ir a Centroamérica. Fui allí no porque quisiera hacerme rico (aunque había algo de eso, lo reconozco), sino obedeciendo a una pasión. Y la encontré. Encontré mi ciudad perdida.»
Dio la vuelta, siguió paseándose.
«Así empezó todo. Eso me inició en mi carrera. Compraba y vendía arte y antigüedades solo como una forma para financiar mi colección. Y mirad.»
Hizo una pausa para señalar con una mano abierta la colección que no se veía y que tenía alrededor en la casa.
«Mirad. Aquí está el resultado. Una de las colecciones privadas de arte y antigüedades más importantes del mundo. No son solo objetos. Cada pieza que hay aquí tiene una historia, un recuerdo para mí. Cómo la vi por primera vez, cómo me enamoré de ella, cómo la adquirí. Cada pieza forma parte de mí.»
Cogió un objeto de jade de su escritorio y lo sostuvo hacia la cámara.
«Como esta cabeza olmeca que encontré en una tumba de Piedra Lumbre. Recuerdo el día…, el calor, las serpientes… y recuerdo cuando la vi por primera vez, escondida en el polvo de la tumba, donde había permanecido durante dos mil años.»
Philip resopló.
—Los placeres del ladrón.
Maxwell bajó la pieza.
«Durante dos mil años había permanecido allí…, un objeto de belleza tan exquisita que te entran ganas de llorar. Ojalá pudiera describiros lo que sentí cuando vi esta perfecta cabeza de jade entre el polvo. No fue creada para que vegetara en la oscuridad. Yo la rescaté y le devolví la vida.»
La emoción le embargó la voz. Hizo una pausa, carraspeó, dejó la cabeza en el escritorio. Luego buscó a tientas el respaldo de su silla, se sentó y dejó el puro en el cenicero. Se volvió de nuevo hacia la cámara, inclinándose sobre el escritorio.
«Soy vuestro padre. Los he visto crecer. Los conozco mejor que ustedes mismos.»
—Lo dudo —dijo Philip.
«Como los he visto crecer, me ha horrorizado descubrir que se creen con derechos. Con privilegios. Un síndrome de niño rico. Creéis que no tenéis que trabajar demasiado, ni estudiar demasiado, ni esforzaros demasiado…, porque sois los hijos de Maxwell Broadbent. Porque algún día, sin necesidad de levantar un maldito dedo, serán ricos. —Volvió a levantarse nervioso, lleno de energía—. Miren, sé que la culpa es sobre todo mía. He complacido vuestros caprichos, les he comprado todo lo que querían, los he enviado a los mejores colegios privados, los he llevado a rastras por Europa. Me sentía culpable por los divorcios y demás. Supongo que no he nacido para estar casado. Pero ¿qué he hecho? He criado a tres hijos que, en lugar de vivir una vida magnífica, están esperando a heredar. Una nueva versión de
Grandes esperanzas.»
—Tonterías —dijo Vernon enfadado.
«Philip, tú eres profesor adjunto de historia del arte en un centro universitario de Long Island. ¿Tom? Veterinario de caballos en Utah. ¿Y Vernon? Bueno, ni siquiera sé qué estás haciendo ahora, probablemente viviendo en algún ashram perdido, dando dinero a un gurú fraudulento.»
—¡Eso no es cierto! —dijo Vernon—. ¡No es cierto! ¡Vete al infierno!
Tom no dijo nada. Sentía un nudo nauseabundo en la boca del estómago.
«Y para colmo —continuó el padre—, no se llevan bien entre ustedes. Nunca habéis aprendido a cooperar, a ser hermanos. Empecé a pensar: ¿qué he hecho? ¿Qué he hecho? ¿Qué clase de padre he sido? ¿Les he enseñado a mis hijos a ser independientes? ¿Les he enseñado el valor del trabajo? ¿Les he enseñado a ser autosuficientes? ¿Les he enseñado a cuidar unos de otros? —Hizo una pausa y casi gritó—: ¡No! Después de todos mis esfuerzos, de los colegios, Europa, las salidas a pescar y las acampadas, he criado a tres cuasifracasados. Dios mío, yo tengo la culpa de que haya terminado así, pero ahí está. Luego me enteré de que me estaba muriendo y me entró el pánico. ¿Cómo iba a enmendar las cosas?»
Hizo una pausa, se volvió. Respiraba de forma agitada y tenía el rostro encendido.
«No hay nada como tener a la muerte echándote su apestoso aliento en la cara. Tenía que decidir qué hacer con mi colección. Estaba más claro que el agua que no iba a legarla a un museo o alguna universidad para que un puñado de pedantes se recrearan contemplándola. Y no iba a dejar que una vil casa de subastas o un marchante se enriqueciera gracias a mi duro trabajo, y dividiera la colección y la desperdigara por todo el mundo después de haberme pasado toda mi vida reuniéndola. Rotundamente no.»
Se secó la frente con un pañuelo, lo estrujó y señaló con él la cámara.
«Siempre pensé que se la dejaría a ustedes. Pero cuando llegó el momento de hacerlo, me di cuenta de que era lo peor que les podía hacer. De ningún modo iba a dejarles quinientos millones de dólares que no se habían ganado.»
Volvió a rodear el escritorio, dejó caer su enorme mole en la silla y cogió otro puro de la caja de cuero.
«Miradme, sigo fumando. Ya es demasiado tarde.»
Cortó el extremo, lo encendió. La nube de humo confundió el enfoque automático de la cámara, y se movió de acá para allá tratando de enfocar de nuevo. Cuando el humo desapareció a la izquierda del encuadre, la atractiva cara cuadrada de Maxwell Broadbent apareció de nuevo enfocada.
«Y entonces se me ocurrió una idea. Era brillante. Toda mi vida había excavado tumbas y comerciado con objetos funerarios. Conocía todos los trucos para esconder tumbas, cada trampa, todo. De pronto me di cuenta de que yo también podía llevármelo todo conmigo. Y entonces haría algo por ustedes que sería un verdadero legado.»
Hizo una pausa, juntó las manos, se echó hacia delante.
«Os vais a ganar este dinero. Lo he arreglado todo para que me entierren con mi colección en una tumba en alguna parte del mundo. Os desafío a encontrarme. Si lo hacéis, podéis robar mi tumba y quedaros con todo. Este es el desafío que les hago a ustedes, mis tres hijos.»
Tomó aire, trató de sonreír.
«Os lo advierto: va a ser difícil y peligroso. Nada de lo que vale la pena en esta vida es fácil. Y aquí está el acicate: nunca lo conseguiréis a menos que cooperéis.»
Bajó su enorme puño hasta el escritorio.
«En pocas palabras: nunca he hecho gran cosa por ustedes en vida, pero por Dios que voy a enmendarlo con mi muerte.»
Se levantó de nuevo y se acercó a la cámara. Alargó una mano para apagarla, luego, como si se tratara de una ocurrencia tardía, se detuvo y su cara borrosa se alzó gigante en la pantalla:
«Nunca se me ha dado bien expresar mis sentimientos, de modo que solo les diré adiós. Adiós, Philip, Vernon y Tom. Adiós y buena suerte. Los quiero.»
La pantalla se quedó en blanco.
Tom se quedó sentado en el sofá, momentáneamente incapaz de moverse. Hutch Barnaby fue el primero en reaccionar. Se levantó y tosió con delicadeza para romper el perplejo silencio.
—¿Fenton? Parece ser que ya no nos necesitan aquí.
Fenton asintió y se levantó incómodo, ruborizándose en realidad.
Barnaby se volvió hacia los hermanos y se llevó educadamente una mano a la visera de la gorra.
—Como veis, esto no es asunto de la policía. Os dejamos para que, hummm, resolváis las cosas entre ustedes.
Empezaron a dirigirse hacia el arco de la puerta que conducía al vestíbulo. Estaban impacientes por marcharse.
Philip se levantó.
—¿Agente Barnaby? —Su voz sonó medio ahogada.
—¿Sí?
—Confío en que no comentará esto con nadie. No nos ayudaría que… todo el mundo empezara a buscar la tumba.
—Tienes razón. No hay motivos para mencionárselo a nadie. Ningún motivo. Avisaré a los investigadores de la escena de crimen para que no vengan. —Salió caminando hacia atrás y desapareció. Al cabo de un momento oyeron la gran puerta de la casa cerrarse ruidosamente.