—Solo hay una manera de pagar una deuda mientras que hay un millón de maneras de no pagarla. Como tú bien sabes, Mike —dijo Skiba.
Graff apenas logró esbozar una sonrisa a través de la capa de sudor que le cubría la cara.
Skiba habló por el interfono.
—Ese hombre que acaba de estar aquí, no le deje salir del edificio. Dígale que estamos de acuerdo con sus condiciones y vuelva a acompañarlo aquí arriba.
Colgó el auricular y se volvió hacia Graff.
—Espero por el bien de nosotros dos que ese tipo no sea un farsante.
—No lo es —dijo Graff—. Créeme. He estudiado el asunto a fondo. El códice existe y la página de muestra es auténtica.
Al cabo de un momento Hauser apareció en el umbral.
—Recibirá sus cincuenta millones —dijo Skiba con brusquedad—. Ahora siéntese y exponga su plan.
Charlie Hernández estaba agotado. El funeral había sido largo y el sepelio aún más largo. Todavía notaba el polvo de la tierra en la mano derecha. Siempre era un infierno que enterraran a uno de los suyos, por no hablar de dos. Y todavía tenía un tribunal ante el que comparecer y medio turno que terminar. Echó un vistazo a su compañero, Willson, ocupado en poner al día el trabajo administrativo. Un tipo listo; lástima que tuviera la letra de un párvulo.
Sonó el interfono.
—Dos personas quieren ver a, hummm, Barnaby y Fenton —dijo Doreen.
Dios, justo lo que necesitaba.
—¿Sobre qué?
—No lo han dicho. Se niegan a hablar con nadie que no sea Barnaby y Fenton.
Suspiró hondo.
—Que pasen.
Willson había dejado de escribir y levantó la vista.
—¿Quieres que…?
—Quédate.
Aparecieron en el umbral: una rubia despampanante y un tipo alto con botas de cowboy. Hernández gruñó, se irguió en su silla, se pasó una mano por el pelo.
—Siéntense.
—Estamos aquí para ver al teniente Barnaby, no…
—Sé a quién quieren ver. Por favor, tomen asiento.
Ellos se sentaron de mala gana.
—Soy el agente Hernández —dijo, dirigiéndose a la rubia—. ¿Puedo preguntarles qué asunto quieren tratar con el agente Barnaby? —Habló con el estudiado tono del burócrata, lento, imperturbable y rotundo.
—Preferiríamos tratarlo directamente con él —dijo el hombre.
—No pueden.
—¿Por qué no? —El hombre se acaloró.
—Porque ha fallecido.
Le sostuvieron la mirada.
—¿Cómo?
Dios, Hernández se sentía cansado. Barnaby había sido un buen hombre. Qué gran pérdida.
—Un accidente de coche. —Suspiró—. Tal vez si me dijeran quiénes son ustedes y en qué puedo ayudarles…
Ellos se miraron.
—Soy Tom Broadbent —dijo el hombre— y hace unos diez días el teniente Barnaby investigó un posible robo en nuestra casa, junto a la vieja ruta de Santa Fe. Barnaby atendió la llamada y quería saber si hizo un informe.
Hernández miró a Willson.
—No hizo ningún informe —dijo Willson.
—¿Dijo algo?
—Dijo que había sido una especie de malentendido, que el señor Broadbent había trasladado varias obras de arte y que sus hijos habían creído erróneamente que las habían robado. Como le explique a su hermano la semana pasada, no se había cometido ningún delito, de modo que no hubo motivos para abrir un expediente.
—¿Mi hermano? ¿Cuál de ellos?
—Vernon.
—Ya.
—¿Podemos hablar con su compañero, Fenton?
—Él también murió en el accidente.
—¿Qué pasó?
—Su coche se salió de la carretera de Ski Basin, en la Curva de la Monja.
—Lo siento.
—Nosotros también.
—¿De modo que no hay ningún informe ni nada sobre la investigación que se llevó a cabo en la casa de los Broadbent?
—Nada.
Hubo un silencio, luego Hernández añadió:
—Si puedo hacer algo más por ustedes…
Ardía basura en una hilera de barriles de doscientos litros a lo largo de la inmunda playa de Puerto Lempira y de cada uno de ellos se elevaba una columna de humo acre que flotaba hacia la ciudad. Una mujer gruesa cocinaba en un comal sobre uno de los barriles; el olor a chicharrones friéndose llegó en una brisa maloliente hasta Vernon. Caminaba con el maestro por el camino de tierra que corría paralelo a la playa, seguido y zarandeado por una multitud de niños con una manada de perros implorantes a la zaga. Los niños llevaban casi una hora siguiéndolos, gritando: « ¡Dame caramelo!» y « ¡Dame dólar!». Vernon había repartido varias bolsas de caramelos y les había dado todos sus billetes de un dólar en un intento de aplacarlos, pero la generosidad solo había conseguido aumentar la multitud a unas proporciones casi incontrolables.
Vernon y el maestro llegaron a un destartalado embarcadero de madera que sobresalía en la laguna enlodada, al final del cual había un grupo de canoas con motor fueraborda. Unos hombres holgazaneaban en hamacas, y desde los umbrales los observaban unas mujeres de ojos negros. Se abrió paso a codazos hasta ellos un hombre con una boa alrededor del cuello.
—Serpiente —dijo—. Cincuenta dólares.
—No queremos una serpiente —dijo el maestro—. Queremos un bote.
Barca.
Estamos buscando a Juan Freitag Charters. ¿Usted
sabe
Juan Freitag?
El hombre empezó a desenrollarse la serpiente y se la ofreció como si fuera una ristra de salchichas.
—Serpiente. Treinta dólares.
El maestro pasó por su lado rozándolo.
—¡Serpiente! —gritó el hombre persiguiéndolo—. ¡Veinte dólares! —La camisa casi se le caía de los hombros de tantos agujeros que tenía. Sujetó a Vernon con sus largos dedos marrones cuando pasó por su lado.
Vernon, que hurgaba en su bolsillo en busca de calderilla y billetes de un dólar, solo encontró uno de cinco. Se lo dio al hombre. Los niños se abalanzaron hacia delante, gritando aún más fuerte, bajando en tropel al embarcadero desde los poblados barrios que había más arriba.
—Maldita sea, deja de dar dinero —dijo el maestro—. Nos van a robar.
—Lo siento.
El maestro cogió a un chico por el cogote.
—¡Juan Freitag Charters! —gritó con impaciencia—. ¿Dónde?
¿Dónde?
—Se volvió hacia Vernon—. Dime otra vez cómo se dice bote en español.
—
Barca.
—¡
Barca! ¿Dónde barca?
El niño, asustado, señaló con un dedo sucio un edificio de bloques de hormigón ligero que había en el otro extremo del embarcadero.
El maestro lo soltó y se apresuró a cruzar el embarcadero polvoriento; Vernon lo siguió, perseguido por niños y perros. La puerta de la oficina estaba abierta y entraron. Un hombre sentado detrás de un escritorio se levantó y se acercó a la puerta con un matamoscas, ahuyentó con él a los niños de la puerta y la cerró de golpe. Cuando se hubo sentado de nuevo en su silla, era todo sonrisas. Tenía la cabeza y el cuerpo pequeños y bien proporcionados, facciones arias y tez clara. Pero cuando habló, lo hizo con acento español.
—Por favor, acomódense.
Se sentaron en un par de sillas de mimbre, junto a una mesa donde había un montón de revistas sobre submarinismo.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?
—Queremos alquilar un par de botes con guías —contestó el maestro.
El hombre sonrió.
—¿Submarinismo o pesca de tarpón?
—Ninguna de las dos cosas. Queremos ir río arriba.
La sonrisa pareció congelarse en la cara del hombre.
—¿Hasta Patuca?
—Sí.
—Comprendo. ¿Van en busca de aventura?
El maestro miró a Vernon.
—Sí.
—¿Hasta dónde quieren llegar?
—Aún no lo sabemos. Lejos. Tal vez hasta las montañas.
—Deben alquilar canoas motorizadas porque el río no es lo bastante profundo para una barca corriente. ¡Manuel!
Al cabo de un momento salió un joven de la parte trasera de la oficina. Parpadeó bajo la luz. Tenía las manos cubiertas de sangre y escamas de pescado.
—Este es Manuel. Él y su primo Ramón serán sus guías. Conocen bien el río.
—¿Hasta dónde podremos llegar río arriba?
—Pueden ir hasta Pito Solo. En una semana. Más allá está el pantano Meambar.
—¿Y más allá?
El hombre lo rechazó con un ademán.
—No quieren cruzar el pantano Meambar.
—Al contrario —dijo el maestro—, es muy posible que lo hagamos.
El hombre inclinó la cabeza, como si seguir la corriente a norteamericanos locos fuera el pan nuestro de cada día.
—Como quieran. Más allá del pantano hay montañas y más montañas. Necesitarán llevar suministros y provisiones al menos para un mes.
Una avispa entró zumbando en la habitación encalada, golpeteó la ventana resquebrajada, dio la vuelta y se estrelló de nuevo contra ella. Con un ligero movimiento el hombre la aplastó con el matamoscas. Cayó al suelo, retorciéndose agonizante y clavándose a sí misma su aguijón. De debajo del escritorio salió un zapato bien lustrado que acabó de un pisotón con su vida.
—¡Manuel! Ve a buscar a Ramón. —Se volvió hacia el maestro—. Pueden equiparse aquí,
señor,
con todo lo que necesiten. Tiendas, sacos de dormir, mosquiteras, gasolina, provisiones, un GPS, equipo de caza…, todo. Podemos cargarlo todo a su tarjeta de crédito. —Puso una mano con reverencia sobre una flamante máquina de tarjetas de crédito conectada a una reluciente toma de corriente en la pared—. No tienen que preocuparse por nada porque nosotros nos encargaremos de todo. Somos una empresa moderna. —Sonrió—. Les proporcionaremos aventura, pero no demasiada.
El coche avanzaba a toda velocidad en dirección norte a través del desierto de la cuenca de San Juan Basin hacia la frontera de Utah, a lo largo de una vasta y solitaria carretera que discurría entre interminables prados de artemisa y chamiza. A lo lejos se veía Shiprock, un oscuro tótem de piedra que se elevaba hacia el cielo azul. Tom, que iba al volante, se sentía aliviado de que hubiera terminado. Había cumplido su promesa, había ayudado a Sally a averiguar adonde había ido su padre. Lo que ella hiciera a continuación era cosa suya. Podía esperar a que regresaran sus hermanos de la selva con el códice —siempre y cuando encontraran la tumba— o intentar alcanzarlos. Él, al menos, se desentendía. Volvería a su vida tranquila y simple en el desierto.
La miró furtivamente, sentada en el asiento de pasajeros. Había estado callada durante la última hora. No había dicho cuáles eran sus planes, y Tom no estaba seguro de querer saberlos. Todo lo que deseaba era volver a sus caballos, a la rutina de la consulta, a su fresca casa de adobe a la sombra de los álamos de Virginia. Había trabajado duro para conseguir la vida cómoda que tenía, y estaba más resuelto que nunca a no permitir que su padre y sus planes disparatados la trastocaran. Que sus hermanos tuvieran la aventura y, si querían, que se quedaran incluso con la herencia. Él no tenía nada que demostrar. Después de Sarah, no iba a volver a meterse en camisa de once varas.
—De modo que se fue a Honduras —dijo ella—. ¿Sigues sin tener alguna idea, una hipótesis, sobre adonde fue?
—Ya te he dicho todo lo que sé, Sally. Hace cuarenta años pasó un tiempo en Honduras con su viejo socio, Marcus Hauser, buscando tumbas y recogiendo plátanos para ganar dinero. Los timaron, o eso oí decir, vendiéndoles alguna clase de mapa del tesoro falso, y pasaron varios meses recorriendo a pie la selva donde casi murieron. Luego se pelearon y eso fue todo.
—¿Y estás seguro de que no encontró nada?
—Eso es lo que siempre dijo. Las montañas del sur de Honduras están deshabitadas.
Ella asintió, mirando al frente hacia el desolado desierto.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Tom por fin.
—Ir a Honduras.
—¿Tú sola?
—¿Por qué no?
Tom no dijo nada. Lo que ella hiciera no era asunto suyo.
—¿Se metió alguna vez tu padre en un lío por saquear tumbas?
—El FBI lo investigó de forma intermitente a lo largo de los años. No salió nada. Mi padre era demasiado listo. Recuerdo una vez que los agentes registraron nuestra casa y confiscaron unas figurillas que mi padre acababa de traer de México. Yo tenía diez años entonces y me asusté mucho cuando los agentes aporrearon la puerta antes del amanecer. Pero no pudieron demostrar nada y tuvieron que devolver todo lo confiscado.
Sally sacudió la cabeza.
—La gente como tu padre es una amenaza para la arqueología.
—No estoy seguro de que haya una gran diferencia entre lo que hacía mi padre y lo que hacen los arqueólogos.
—Hay una gran diferencia —dijo Sally—. Los saqueadores destrozan el emplazamiento. Sacan los objetos de su contexto. Un buen amigo del profesor Clyve recibió una paliza en México cuando trató de impedir que unos aldeanos saquearan un templo.
—Lo siento, pero es normal que gente que se muere de hambre intente dar de comer a sus hijos…, y se ofenda cuando un
norteamericano
llega y les dice qué hacer.
Sally sacó el labio inferior y Tom vio que estaba enfadada. El coche avanzaba por el brillante asfalto. Puso más fuerte el aire acondicionado. Se alegraría cuando todo terminara. No necesitaba una complicación como Sally Colorado en su vida.
Sally se apartó de la cara su abundante pelo rubio desprendiendo un débil aroma a perfume y champú.
—Hay algo que sigue preocupándome. No consigo quitármelo de la cabeza.
—¿Qué es?
—Barnaby y Fenton. ¿No te parece extraño que murieran inmediatamente después de haber investigado el supuesto robo de tu padre? Hay algo en la fecha escogida para tener un «accidente» que no me gusta.
Tom sacudió la cabeza.
—Solo es una de esas casualidades, Sally.
—No me parece normal.
—Conozco la carretera de Ski Basin, Sally. La Curva de la Monja es infernal. No son los primeros que se matan allí.
—¿Qué hacían en la carretera de Ski Basin? La temporada de esquí ha terminado.
Tom suspiró.
—Si tan preocupada estás, ¿por qué no llamas a ese policía, Hernández, y lo averiguas?
—Eso voy a hacer. —Sally sacó su móvil del bolso y marcó. Tom escuchó mientras a ella le pasaban una docena de veces de un recepcionista torpe al siguiente, hasta que finalmente dio con Hernández—. Soy Sally Colorado —dijo—. ¿Me recuerda?
Una pausa.