—Saldremos mañana con la primera luz.
—
¡Bueno!
¡Estoy preparado!
Mientras volvían del río a las barracas de hormigón ligero que pasaban por el hotel del pueblo, se sorprendieron al ver aparcado un jeep con un oficial del ejército y dos soldados. Alrededor había una multitud de niños que se empujaban y cuchicheaban, esperando que pasara algo. A un lado estaba la casera con las manos juntas, la cara pálida del susto.
—Esto no pinta bien —dijo Sally.
Se acercó el oficial, un hombre con la espalda muy erguida, uniforme impecable y botas pequeñas y relucientes. Hizo una inclinación brusca.
—¿Tengo el honor de saludar al señor Tom Broadbent y a la señorita Sally Colorado? Soy el teniente Vespán. —Les estrechó la mano, a uno después del otro, y retrocedió. El viento cambió, y Tom de pronto olió una mezcla de Old Spice, puros y ron.
—¿Qué problema hay?
El hombre sonrió de oreja a oreja, dejando ver una hilera de dientes de plata.
—Lamento informarles que están arrestados.
Tom miró fijamente al menudo oficial. Un perro pequeño, que había cogido ojeriza a uno de los soldados, estaba agazapado frente a él enseñando los dientes y ladrando. El oficial lo apartó de una patada con una elegante bota y los soldados se rieron.
—¿De qué se nos acusa? —preguntó Tom.
—Hablaremos de eso en San Pedro Sula. Ahora, si hacen el favor de acompañarme…
Se produjo un silencio incómodo.
—No —dijo Sally.
—Señorita,
no nos lo ponga difícil.
—No se lo pongo difícil. Sencillamente no voy a ir con usted. No puede obligarme.
—Sally —dijo Tom—, ¿puedo señalarte que estos hombres van armados?
—Bueno. Que me disparen y luego respondan de ello al gobierno de Estados Unidos. —Ella extendió los brazos para hacer de blanco.
—
Señorita,
se lo ruego —dijo el oficial.
Los dos soldados que lo acompañaban se movieron nerviosos.
—¡Adelante, háganme feliz!
El oficial hizo una señal con la cabeza a los dos hombres y estos bajaron las armas, dieron un paso brusco hacia delante y sujetaron a Sally. Ella gritó y forcejeó.
Tom se adelantó.
—Quítenle las manos de encima.
Los dos hombres la levantaron del suelo y empezaron a llevarla, forcejeando, al jeep. Tom dio al primero un puñetazo que hizo que saliera despedido. Sally se zafó del otro hombre mientras Tom se ocupaba de él.
Cuando quiso darse cuenta, Tom estaba tumbado de espaldas mirando el implacable cielo azul. El oficial lo vigilaba con el rostro encendido y furioso. Tom sentía que le palpitaba la parte inferior del cráneo, donde el hombre le había golpeado con la culata de su arma.
Los soldados lo levantaron bruscamente. Sally había dejado de forcejear y estaba pálida.
—Cabrones machistas —dijo—. Vamos a denunciar este atropello a la embajada americana.
El oficial sacudió la cabeza con tristeza, como si lamentara la estupidez de todo ello.
—Ahora, ¿podemos irnos pacíficamente?
Dejaron que los llevaran hasta el jeep. El oficial hizo subir a Tom al asiento trasero y empujó a Sally a su lado. Ya habían recogido del hotel sus mochilas y bolsas, y estaban amontonadas en la parte trasera. El jeep empezó a bajar por la carretera hacia la pista de aterrizaje. Allí esperaba sobre la hierba un destartalado helicóptero militar. Tenía un panel metálico lateral desmontado y un hombre con una llave inglesa toqueteaba el motor. El jeep se detuvo suavemente.
—¿Qué están haciendo? —preguntó el oficial bruscamente en español.
—Lo siento, teniente, pero hay un pequeño problema.
—¿Qué problema?
—Nos falta una pieza.
—¿Puede volar sin ella?
—No,
teniente.
—¡Virgen santísima! ¿Cuántas veces tiene que estropearse este helicóptero?
—¿Llamo por radio para que nos envíen un avión con la pieza?
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Sí, subnormal, pide la pieza por radio!
El piloto subió al helicóptero, llamó por radio y volvió a bajar.
—La tendremos aquí mañana por la mañana,
teniente.
Como muy pronto.
El teniente los encerró en una cabaña de madera que había junto a la pista de aterrizaje y apostó fuera a los dos soldados para que los vigilaran. Cuando se cerró la puerta, Tom se sentó en un barril vacío y apoyó su cabeza dolorida en las manos.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Sally.
—Como si mi cabeza fuera un gong que acabaran de tocar.
—Te han dado un golpe horrible.
Tom asintió.
Se oyó un estrépito y la puerta volvió a abrirse de par en par. El teniente estaba a un lado de esta mientras uno de los soldados les tiraba unos sacos de dormir y una linterna.
—Lamento sinceramente las molestias.
—Lamentará sinceramente las molestias cuando le denuncie —dijo Sally.
El teniente pasó por alto el comentario.
—Les aconsejo que no hagan ninguna tontería. Sería decepcionante que alguien recibiera un disparo.
—No se atreverán a dispararnos, nazi fanfarrón —dijo Sally.
Los dientes del teniente brillaron amarillos y plateados a la débil luz.
—Es bien sabido que ocurren accidentes, sobre todo a americanos que vienen a Mosquitia poco preparados para los rigores de la selva.
Salió por la puerta y el soldado la cerró de golpe. Tom oyó la voz apagada del teniente diciendo a los soldados que si se dormían o bebían estando de guardia les cortaría personalmente los testículos, los dejaría secar y los colgaría como aldabones.
—Malditos nazis —dijo Sally—. Gracias por defenderme.
—No ha servido de mucho.
—¿Te ha golpeado muy fuerte? —Ella le miró la cabeza—. Tienes un chichón horrible.
—Estoy bien.
Sally se sentó a su lado. Él sintió el calor de su presencia. La miró y vio su perfil apenas esbozado en la penumbra de la cabaña. Ella lo miró. Estaban tan cerca el uno del otro que él sentía el calor de su cara en la suya, veía la curva de sus labios, el pequeño hoyuelo de su mejilla, las pecas desperdigadas por su nariz. Seguía oliendo a menta. Sin pensar en lo que hacía, se inclinó y le rozó los labios con los suyos. Por un momento se quedaron inmóviles, luego ella se apartó bruscamente.
—No es buena idea.
¿En qué demonios estaba pensando? Tom se apartó, furioso y humillado.
El instante de incomodidad se vio interrumpido por una repentina llamada a la puerta.
—La cena —gritó uno de los soldados. La puerta se abrió brevemente dejando entrar luz, luego se cerró de golpe. Tom oyó al soldado echar de nuevo el cerrojo.
Encendió la linterna y cogió la bandeja. La cena consistía en dos Pepsis calientes, unas tortillas de judías y un montón de arroz tibio. Ninguno de los dos tenía hambre. Por un momento se quedaron sentados en la oscuridad. El dolor en la cabeza de Tom disminuía, y a medida que lo hacía empezó a enfadarse. Los soldados no tenían derecho. El y Sally no habían hecho nada. Tenía el presentimiento de que esa farsa de arresto era obra del enemigo anónimo que había matado a Barnaby y Fenton. Sus hermanos corrían aún más peligro del que creía.
—Dame la linterna.
Él la apuntó alrededor. La cabaña no podía ser más endeble, apenas una estructura de postes y vigas con tablones claveteados encima y tejado de cinc. Una idea empezó a tomar forma: un plan de fuga.
A las tres de la madrugada ocuparon sus puestos, Sally al lado de la puerta y Tom preparado junto a la pared del fondo. Contó en un susurro hasta tres y empezaron a dar patadas a la vez. El asalto de Sally a la puerta enmascaraba el ruido de las patadas de Tom a los tablones de la pared trasera. Los golpes combinados sonaban como uno solo, retumbando con fuerza en el espacio cerrado. El deteriorado tablón se desprendió, como Tom había esperado.
Los perros del pueblo empezaron a ladrar, y uno de los soldados soltó una maldición.
—¿Qué están haciendo?
—Necesito ir al lavabo —dijo Sally.
—No, no, debe hacerlo allí dentro.
Tom volvió a contar en un susurro, uno, dos, tres, patada. Sally dio otro golpe a la puerta mientras él desprendía de una patada un segundo tablón.
—¡Paren! —dijo el soldado.
—¡Pero necesito ir,
cabrón
!
—Lo siento,
señorita,
pero debe hacerlo allí dentro. Tengo órdenes de no abrir la puerta.
¡Uno, dos, tres, patada!
Se desprendió el tercer tablón. El boquete era lo bastante grande para pasar por él. Los perros del pueblo ladraban histéricos.
—¡Una patada más y llamo al teniente!
—¡Pero tengo que ir!
—No puedo hacer nada.
—Todos los soldados sois unos bárbaros.
—Son las órdenes,
señorita.
—Eso es exactamente lo que dijeron los soldados de Hitler.
—Vamos, Sally —susurró Tom, haciéndole gestos en la oscuridad.
—Hitler no era un hombre tan malo, señorita. Hizo los trenes que ahora circulan.
—Ese fue Mussolini, idiota. Acabarán en las mazmorras y que se pudran en ellas.
—¡Sally! —gritó Tom.
Sally se acercó al fondo.
—¿Has oído lo que acaban de decir esos nazis?
Él la empujó por el boquete y le pasó los sacos de dormir. Corrieron agachados por el sendero entre la selva que conducía al pueblo. En el pueblo no había electricidad, pero el cielo estaba despejado y la luz de la luna iluminaba las calles vacías. Los perros ya ladraban, de modo que lograron cruzarlo sin levantar más alarmas. A pesar del ruido nadie se inmiscuyó.
«Esta gente ha aprendido a ocuparse de sus asuntos», pensó Tom.
Al cabo de cinco minutos estaban junto a los botes. Tom apuntó la linterna hacia la canoa del ejército, la del motor de ocho caballos. Estaba en buenas condiciones, con dos grandes depósitos de gasolina de plástico, los dos llenos. Empezó a desamarrar la proa. De pronto oyó una voz que habló en un susurro desde la oscuridad.
—No quieren ese bote.
Era el hombre al que habían contratado poco antes ese día.
—Por supuesto que lo queremos —siseó Tom.
—Dejen que estúpidos hombres del ejército cojan ese bote. El agua está bajando. Ellos se quedan encallados en cada curva de río. Cojan mi bote. Ustedes no se quedan encallados. Así escapan.
Saltó como un gato sobre la cubierta y desamarró una esbelta canoa con un motor de seis caballos—. Suban.
—¿Viene con nosotros? —preguntó Sally.
—No. Digo a estúpidos hombres del ejército que ustedes me roban. —Empezó a desenganchar los depósitos de gasolina del bote del ejército y a cargarlos en la parte trasera de su canoa. Cargó también el depósito del otro bote. Tom y Sally subieron. Tom metió una mano en el bolsillo y ofreció dinero al hombre.
—Ahora no. Si me registran, encuentran dinero y me pegan tiro.
—¿Cómo podemos pagarle? —preguntó Tom.
—Me pagan un millón de dólares más tarde. Me llamo Manuel Waono. Siempre estoy aquí.
—Un momento. ¡Un millón de dólares!
—Usted es americano rico, para usted es fácil pagarme un millón de dólares. Yo, Manuel Waono, les salvo la vida. Ahora váyanse. Deprisa.
—¿Cómo encontraremos Pito Solo?
—Es el último pueblo junto al río.
—Pero no sabemos…
El indio no estaba interesado en dar más explicaciones. Empujó con un gran pie descalzo la embarcación y esta se adentró en la negrura.
Tom bajó el motor al agua, metió el estárter y lo puso en marcha de un tirón. Al instante cobró vida con un rugido. En el silencio, el ruido sonó agudo y fuerte.
—¡Váyanse! —dijo Manuel desde la orilla.
Tom dirigió el bote hacia delante. Aceleró el motor al máximo y este gimió y se estremeció; la larga canoa de madera empezó a moverse por el agua. Tom la condujo mientras Sally permanecía en la popa, enfocando con la linterna el río que tenían ante sí.
No había pasado ni un minuto cuando Manuel empezó a gritar en español en el embarcadero.
—¡Socorro! ¡Me han robado! ¡La canoa, me han robado la canoa!
—Dios mío, no ha esperado mucho —murmuró Tom.
Por encima del río oscuro no tardó en llegar flotando hasta ellos una algarabía de voces excitadas. Por el terraplén bajaba oscilando la intensa luz de una lámpara de gas junto con varias linternas, iluminando a una muchedumbre que se congregaba en el embarcadero provisional. Se alzaron gritos furiosos y confusos, y de pronto se produjo un silencio. Una voz retumbó en inglés: la voz del teniente Vespán.
—¡Den media vuelta, por favor, u ordenaré a mis hombres que disparen!
—Está fanfarroneando —dijo Sally.
Tom no estaba tan seguro.
—No crean que bromeo —gritó el teniente.
—No disparará —dijo Sally.
—Una… dos…
—Es un farol.
—Tres…
Hubo un silencio.
—¿Qué te he dicho?
De pronto una repentina ráfaga de armas automáticas cruzó el agua, sorprendentemente fuerte y cercana.
—¡Mierda! —gritó Tom arrojándose al suelo de la canoa. Cuando esta empezó a dar bandazos, se apresuró a estabilizar la palanca del motor.
Sally seguía sentada en la proa, indiferente.
—Están disparando al aire, Tom. No van a arriesgarse a alcanzarlos. Somos americanos.
Hubo una segunda ráfaga. Esta vez Tom oyó claramente cómo los disparos rozaban el agua que los rodeaba. Sally se tiró al instante al suelo a su lado.
—¡Por Dios, nos están disparando! —gritó.
Tom alargó una mano y empujó la palanca hacia un lado, haciendo virar la canoa en una brusca maniobra evasiva. Hubo dos breves ráfagas más y esta vez oyeron el zumbido de las balas por encima de sus cabezas y a su izquierda, como abejas. Les disparaban descaradamente guiándose por el ruido del motor, paseando sus armas automáticas de una orilla a otra. Y estaba fuera de toda duda que disparaban a matar.
Tom hizo avanzar el bote en zigzag, tratando de despistar a los tiradores. Sally aprovechaba cada pausa para levantar la cabeza y apuntar la linterna hacia delante para ver adonde iban. Estarían a salvo, al menos por el momento, una vez que tomaran la curva del río.
Hubo otra ráfaga, y esta vez rozaron la borda varias balas, haciendo llover astillas sobre ellos.
—¡Mierda!
—¡Iremos por ustedes! —se alzó la voz del teniente, más débil ahora—. Los encontraremos y lo lamentarán el breve resto de sus tristes vidas.