El códice Maya (7 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: El códice Maya
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—Gracias, doctor.

Tom hizo una pequeña inclinación.

—Para servirla. —Estaba impaciente por emprender el regreso a Bluff a caballo. Se alegraba de que la carretera estuviera inundada, dándole un pretexto para dar un largo paseo a caballo. Le había hecho perder la mitad del día, pero el sendero lo había llevado a través del paisaje de roca roja más bonito del sudoeste, a través de los estratos jurásicos de arenisca conocidos como formación Morrison, llenos de fósiles de dinosaurios. Había un montón de cañones remotos en la meseta Toh Ateen, y Tom se preguntó si los habría explorado algún paleontólogo. Probablemente no. Algún día, pensó, subiría uno de esos cañones…

Sacudió la cabeza y sonrió para sí. El desierto era un buen lugar para aclararse las ideas, y buena falta le hacía. Ese descabellado asunto de su padre había sido el mayor golpe de su vida.

—¿Cuánto le debemos, doctor? —preguntó la abuela, arrancándolo de su ensimismamiento.

Tom echó un vistazo al destartalado
hogan
hecho de cartón alquitranado, el coche averiado medio hundido entre plantas rodadoras, las escuálidas ovejas que pululaban en el redil.

—Cinco dólares.

La mujer deslizó una mano por debajo de su blusa de pana, sacó varios billetes de dólar sucios y separó cinco.

Tom se había llevado una mano al sombrero y se había vuelto hacia su caballo cuando advirtió una pequeña nube de polvo en el horizonte. Las dos navajo también la habían visto. Un jinete se acercaba rápidamente por el norte, por donde él había venido, y la oscura mancha aumentaba de tamaño en la gran cuenca dorada del desierto. Se preguntó si era Shane, su colega veterinario. Se alarmó. Tenía que ser algo realmente urgente para que Shane fuera hasta allí a buscarlo.

Cuando la figura se materializó, cayó en la cuenta de que no era Shane sino una mujer. Y cabalgaba su caballo Knock.

La mujer entró a trote en el poblado cubierta del polvo del camino, el caballo empapado de sudor y resoplando. Se detuvo y desmontó. Había cabalgado a pelo sin una brida siquiera a través de casi doce kilómetros de desierto vacío. Una verdadera locura. ¿Y qué hacía con su mejor caballo en lugar de con uno de los inútiles de Shane? Iba a matar a Shane.

Ella se acercó a grandes zancadas a él.

—Soy Sally Colorado —dijo—. He ido a buscarlo a su consulta, pero su colega me ha dicho que estaba aquí. De modo que aquí me tiene. —Con una sacudida de su pelo color miel tendió una mano a Tom, quien, tomado desprevenido, se la estrechó. El pelo de la mujer se había derramado por sus hombros sobre una camisa de algodón blanco, ahora cubierta de polvo. Llevaba la camisa metida por dentro de unos vaqueros que ceñían una cintura esbelta. Emanaba un suave olor a menta. Cuando sonrió, el color de sus ojos pareció cambiar de verde a azul, tan radiante fue el efecto. Llevaba un par de pendientes de turquesa, pero el color de sus ojos era aún más intenso que el de la piedra.

Al cabo de un momento Tom se dio cuenta de que seguía sosteniéndole la mano y se la soltó.

—Tenía que encontrarle —dijo ella—. No podía esperar.

—¿Una emergencia?

—No es una emergencia veterinaria, si se refiere a eso.

—Entonces ¿qué clase de emergencia es?

—Se lo diré mientras volvemos.

—Maldita sea —estalló Tom—. No puedo creer que Shane le haya prestado mi mejor caballo y le haya dejado montarlo así, sin silla ni bridas. ¡Podría haberse matado!

—Shane no me lo ha ofrecido. —La joven sonrió.

—¿Cómo lo ha conseguido entonces?

—Lo he robado.

Hubo un instante de consternación antes de que Tom se echara a reír.

Se había puesto el sol cuando se encaminaron al norte, cabalgando uno al lado del otro, en dirección a Bluff. Avanzaron un rato en silencio, luego Tom dijo por fin:

—Está bien. Oigamos qué es tan importante para que haya robado un caballo y arriesgado el pellejo.

—Bueno… —Ella vaciló.

—Soy todo oídos, señorita… Colorado. Si es así como se llama.

—Es un nombre extraño, lo sé. Mi tatarabuelo era artista de variedades. Recorrió el país entero vestido de indio y adoptó el nombre profesional de Colorado. Era mejor que su nombre verdadero, Smith, de modo que se quedó con él. Llámame Sally.

—Está bien, Sally. Oigamos qué tienes que decir. —Tom se sorprendió a sí mismo observándola con placer. Parecía haber nacido sobre un caballo. Debía de haber una fortuna invertida en esa forma de montar, erguida, desenvuelta y centrada.

—Soy antropóloga —empezó Sally—. Concretamente, etnofarmacóloga. Estudio la medicina indígena con el profesor Julián Clyve en Yale. Es el hombre que descifró los jeroglíficos mayas hace unos años. Un trabajo realmente brillante. Salió en todos los periódicos.

—No lo dudo.

Ella tenía unas facciones muy marcadas y bien definidas, la nariz pequeña, y una extraña forma de sacar el labio inferior. Se le hacía un pequeño hoyuelo cuando sonreía, pero solo en una mejilla. Su pelo dorado oscuro describía una brillante curva sobre sus esbeltos hombros antes de caerle por la espalda. Era una mujer despampanante.

—El profesor Clyve ha reunido la mayor colección de escritos mayas existente, una biblioteca de cada inscripción conocida en maya antiguo. Está compuesta de calcos de inscripciones en piedra, páginas de códices mayas y copias de inscripciones en cerámica y tablas. Eruditos de todo el mundo consultan su biblioteca.

Tom visualizó al viejo pedagogo tambaleante revolviendo entre sus montones de manuscritos polvorientos.

—La mayor parte de las inscripciones mayas estaban contenidas en lo que llamamos códices. Eran los libros originales de los mayas, escritos en jeroglíficos en papel de amate. Los españoles quemaron la mayoría creyendo que eran libros del diablo, pero unos cuantos códices incompletos lograron sobrevivir aquí y allá. Nunca han encontrado uno completo. El año pasado el profesor Clyve encontró esto en el fondo de un archivador que pertenecía a uno de sus colegas difuntos.

Sacó del bolsillo de su pecho una hoja de papel doblada y se la tendió. Tom la cogió. Era una vieja fotocopia amarillenta de una página de un manuscrito escrito en jeroglíficos, con varios dibujos de hojas y flores en los márgenes. Le resultó vagamente familiar y se preguntó dónde lo había visto antes.

—En la historia de la raza humana solo se ha inventado la escritura tres veces de forma independiente. Los jeroglíficos mayas fueron una de ellas.

—Tengo el maya un poco olvidado. ¿Qué pone?

—Describe las propiedades medicinales de cierta planta encontrada en la selva de Centroamérica.

—¿Para qué sirve? ¿Cura el cáncer?

Sally sonrió.

—Ojala. La planta se llama el
k’ik’-te
o árbol de la sangre. Esta página explica cómo hay que hervir la corteza, echar cenizas como álcali y aplicar la pasta sobre una herida como si fuera una cataplasma.

—Muy interesante. —Tom le devolvió la hoja.

—Es más que interesante: es correcto desde el punto de vista médico. En su corteza hay un antibiótico suave.

Habían llegado a la meseta de roca lisa. En un cañón lejano aullaban un par de coyotes. Tuvieron que ir en fila india por allí. Sally iba detrás mientras Tom la escuchaba.

—Esa página pertenece a un códice de medicina maya. Probablemente se escribió hacia el ochocientos antes de Cristo, en el momento álgido de la civilización maya clásica. Contiene dos mil recetas y preparados médicos, no solo de plantas sino de todo lo que hay en la selva: insectos, animales, hasta minerales. De hecho en él podría haber una cura para el cáncer, o al menos ciertos tipos de cáncer. El profesor Clyve me ha pedido que localice al propietario y vea si puedo negociar que él traduzca y publique el códice. Es el único códice maya completo que se conoce. Sería una forma asombrosa de coronar su carrera ya distinguida.

—Y también la tuya, imagino.

—Sí. Se trata de un libro que contiene todos los secretos médicos de la selva acumulados a lo largo de los siglos. Estamos hablando de la selva más rica del mundo, con cientos de miles de especies vegetales y animales…, muchas desconocidas aún por la ciencia. Los mayas conocían todas las plantas, todos los animales, todo lo que había en la selva. Y todos sus conocimientos fueron a parar a ese libro.

Hizo trotar el caballo hasta colocarse a su lado. Su pelo suelto ondeó mientras lo alcanzaba.

—¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Seguramente —dijo Tom— la medicina ha avanzando mucho desde los tiempos de los mayas antiguos.

Sally Colorado resopló.

—El veinticinco por ciento de todos nuestros fármacos viene originalmente de plantas. Y sin embargo solo la mitad del uno por ciento de las doscientas sesenta y cinco mil plantas que existen en el mundo han sido evaluadas en busca de sus propiedades medicinales. ¡Piensa en el potencial! El fármaco más exitoso y efectivo de la historia, la aspirina, se descubrió originalmente en la corteza de un árbol que los nativos utilizaban para tratar achaques y dolores. El taxol, un importante medicamento contra el cáncer, también se extrae de corteza de árbol. La cortisona viene del ñame, y la medicina para el corazón, la digitalina, de la dedalera. La penicilina se extrajo en un primer momento de mantillo. Tom, ese códice podría ser el mayor descubrimiento médico que se ha hecho nunca.

—Veo lo que quieres decir.

—Cuando el profesor Clyve y yo lo hayamos traducido y publicado, ese códice revolucionará la medicina. Y si eso no te convence, aquí tienes otro argumento. La selva de Centroamérica está desapareciendo bajo las sierras de los leñadores. Ese libro la salvaría. La selva valdría de pronto mucho más intacta que talada. Las compañías farmacéuticas pagarían a esos países miles de millones en derechos.

—Quedándose sin duda con un buen pellizco. ¿Y qué tiene que ver ese libro conmigo?

—El códice pertenece a tu padre.

Tom detuvo el caballo y la miró.

—Maxwell Broadbent lo robó de una tumba maya hace casi cuarenta años. Escribió a Yale pidiendo ayuda para traducirlo, pero la escritura maya aún no había sido descifrada. El hombre que recibió la carta supuso que era una falsificación y la guardó en una vieja carpeta sin responder siquiera. El profesor Clyve la encontró cuarenta años después. Supo inmediatamente que era auténtica. Nadie habría podido falsificar la escritura maya hace cuarenta años por la simple razón de que nadie sabía leerla. Pero el profesor Clyve sabía leerla: es el único hombre en la tierra, de hecho, que puede leer la escritura maya con fluidez. Llevo semanas tratando de ponerme en contacto con tu padre, pero parece ser que ha desaparecido de la faz de la tierra. De modo que, desesperada, te he localizado a ti.

Tom se quedó mirándola en la creciente luz crepuscular y luego se echó a reír.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó ella acalorada.

Tom respiró hondo.

—Sally, tengo malas noticias para ti.

Cuando hubo terminado de contarle todo, se produjo un largo silencio.

—Tiene que ser una broma —dijo Sally.

—No.

—¡No tenía derecho!

—Lo tuviera o no, eso es lo que hizo.

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

Tom suspiró.

—Nada.

—¿Nada? ¿Qué quieres decir con nada? No vas a renunciar a tu herencia, ¿no?

Tom no respondió enseguida. Habían llegado a lo alto de la meseta e hicieron una pausa para contemplar la vista. Los miles de cañones que descendían hasta el río San Juan se recortaban como pequeños fractales oscuros sobre el paisaje iluminado por la luna; más allá se veían las luces amarillas de la ciudad de Bluff y, en los límites de esta, el conjunto de edificios que componían su modesta consulta veterinaria. A la izquierda se alzaban las inmensas vértebras de piedra de la cordillera Comb Ridge, huesos fantasmales a la luz de la luna. Volvió a recordarle por qué estaba allí. Pocos días después de la estupefacción de enterarse de lo que había hecho su padre con su herencia, había cogido uno de sus libros favoritos:
La república
de Platón. Una vez más había leído los pasajes sobre el mito de Er, en el que se le preguntaba a Odiseo qué clase de existencia escogería en su próxima vida. ¿Qué había querido ser el gran Odiseo, guerrero, amante, marinero, explorador y rey? Un hombre anónimo que viviera en algún lugar remoto, «ignorado por los demás». Todo lo que quería era una vida tranquila y simple.

Platón lo había aprobado. Lo mismo que Tom.

Esa era la razón por la que había ido a Bluff, se recordó. La vida con un padre como Maxwell Broadbent era imposible: un drama interminable de exhortaciones, desafíos, rivalidad, críticas e instrucciones. Había ido allí para huir, hallar paz y dejar todo eso atrás. Eso y, por supuesto, a Sarah. Sarah. Su padre incluso había tratado de buscarles novias… de forma desastrosa.

Miró de reojo a Sally. La fría brisa nocturna agitaba su pelo y tenía la cara vuelta hacia la luz de la luna, los labios ligeramente entreabiertos de asombro y placer ante esa vista maravillosa. Su esbelto cuerpo descansaba ligeramente sobre el caballo, con una mano en el muslo. Dios mío, qué guapa era.

Apartó ese pensamiento de su mente, enfadado. Su vida por fin era bastante parecida a la que quería llevar. No había conseguido ser paleontólogo —su padre había echado por tierra sus planes—, pero ser veterinario en Utah era la segunda mejor opción. ¿Por qué estropearlo todo? Ya había pasado antes por eso.

—Sí —respondió por fin—. Renuncio a ella.

—¿Porqué?

—No estoy seguro de poder explicártelo.

—Inténtalo.

—Tienes que comprender a mi padre. Siempre ha tratado de controlar todo lo que hacíamos mis dos hermanos y yo. Nos ha manejado. Tenía grandes planes para nosotros. Pero hiciéramos lo que hiciésemos cualquiera de los tres, nunca era lo bastante bueno. Nunca éramos lo bastante buenos para él. Y ahora esto. No voy a seguir haciéndole el juego. Ya basta.

Hizo una pausa, preguntándose por qué se estaba sincerando tanto con ella.

—Sigue —dijo ella.

—Él quería que yo fuera médico. Yo quería ser paleontólogo, para buscar fósiles de dinosaurio. A mi padre le pareció ridículo, lo calificó de «pueril». Al final convenimos en que iría a la escuela de veterinaria. Naturalmente, él esperaba que fuera a Kentucky y curara caballos de carreras de un millón de dólares y me convirtiera tal vez en un experto investigador en medicina equina e hiciera grandes descubrimientos logrando que el apellido Broadbent pasara a integrar los libros de historia. En lugar de ello me vine aquí a la reserva navaja. Esto es lo que quiero hacer: esto es lo que me gusta hacer. Estos caballos y esta gente me necesitan. Y el paisaje del sur de Utah es el más bonito del mundo, con algunos de los mayores estratos jurásicos y cretácicos de fósiles. Pero que me viniera a la reserva fue para mi padre un gran fracaso y una decepción. No iba a ganar dinero ni prestigio, no había en ello nada grandioso. Había aceptado su dinero para ir a la escuela de veterinaria y lo había traicionado viniendo aquí.

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