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Authors: David Leavitt

El contable hindú (43 page)

BOOK: El contable hindú
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—Hay un jaleo tremendo en el College. Butler está tratando de eliminar a todos los que tengan algo que ver con nosotros. Hasta corre el rumor de que intenta echar a Neville. Y encima nadie puede quejarse porque tiene a tres hijos en el frente. Butler, digo. Y el pobre hombre está fuera de sí. Por lo visto, no es capaz de concentrarse en nada, apenas se entera de lo que le dices. —La camarera se acerca—. Ah, hola. Earl Grey, por favor.

—¿Y usted, señor?

—Lo mismo. ¿Algo de picar, Hardy?

—No, no me apetece nada.

A Littlewood le molesta esa forma de decir «no me apetece nada». Porque, si ahora él pide algo de comer (¡Y qué apetecibles parecen los pasteles!), seguro que Hardy le echa una ojeada de arriba abajo en plan despectivo. Y, aunque sea cierto que desde la última vez que se vieron, Littlewood ha engordado unos kilos…, pues qué se le va a hacer… Ahora está en el ejército. Y no se puede estar delgado en las mesas del campo de tiro y con rancho de patatas.

—Sólo té. Nada de picar.

—Gracias, señor.

La camarera se aleja.

—He pensado un montón en nuestro amigo Ramanujan últimamente —dice—. No acababa de creerme toda esa historia suya de que tiene sueños matemáticos, ¿sabes? Pero la otra noche tuve un sueño en el que vi, tan clara como el día, la solución de un problema, y evidentemente a la mañana siguiente la había olvidado. Así que empecé a poner un bloc y un lápiz junto a la cama y, la siguiente vez que me pasó, me espabilé, lo anoté y me volví a dormir. Y luego por la mañana miré el bloc, ¿y sabes lo que había escrito?

—¿Qué?

—«Hígamus, bígamus, el hombre es polígamo. Hógamus, bógamos, la mujer es monógama.» Esta vez Hardy no se ríe.

—¿Y qué te ha traído por aquí?

—Asuntos de la Sociedad Matemática. Estamos tratando de ayudar a un físico alemán que se ha quedado atrapado en Reading. Ahora lo han internado.

—Todo un detalle por vuestra parte.

—Bueno, hay ingleses atrapados en Alemania. Y los alemanes también están tratando de ayudarles.

—Curioso que nosotros estemos aquí y ellos allá, en bandos opuestos.

—No es más que un cambio de signo sin importancia. De más a menos, de menos a más.

—¿Tú crees que no es más que eso?

—Esta guerra es ridícula.

—Aun así, si los alemanes ganan…

—Puede que a Inglaterra le venga muy bien.

Littlewood se sonríe.

—Una de las cosas que echo de menos es oírte hacer afirmaciones escandalosas. Ya te imaginas que las afirmaciones escandalosas no están permitidas en Woolwich.

—Y no deben estarlo. Ésas son cosas de Cambridge.

—Aunque la verdad es que no echo de menos esa parte de Cambridge. La conversación brillante, las ocurrencias volando por todos lados. Toda la mercancía en el escaparate.

—Entonces, ¿en Woolwich es mejor la cosa?

—Por lo menos tiene una especie de nobleza. Hay un trabajo que hacer, y se hace.

—Cuidado, Littlewood, empiezas a sonar como un ingeniero.

—Pues no sé por qué no iba a acabar mis días así. Supongo que perderé facultades cuando llegue a los cuarenta. ¿Y qué alternativa me queda? Los matemáticos en decadencia dan excelentes rectores.

—Pues yo te veo de rector.

—Antes me pego un tiro.

—Dado el trabajo que haces ahora, seguro que apuntas bien la pistola.

—Sí, eso sí. Aunque no soy precisamente un tirador de primera. Por eso me dejan resolver los problemas sobre el papel.

La camarera trae el té. Dos mujeres están sentadas en la mesa de al lado, con la espalda muy derecha. Les acaban de servir otra bandeja de tres pisos, cargada de sándwiches, bollitos, buñuelos, y esos panecillos con pasas dentro que le encantan a Littlewood.

¿Y por qué no se los comen? Con estudiada indiferencia, las mujeres sorben el té, intercambian unas palabras e ignoran las exquisiteces. No le echan azúcar al té. Con toda probabilidad, no se ha usado azúcar en la repostería; ni huevo, porque estamos en tiempos de guerra, y Hardy ha elegido un salón de té bastante caro, cuya clientela se preocupa por las apariencias. ¡Dios nos libre de que a estas mujeres se las confunda con trabajadoras que deben alimentarse en cantidad y a toda velocidad, si quieren terminar su trabajo! O de que se piense que no respetan las leyes superfluas impuestas por la guerra, al menos en público. Quién sabe lo que esconderán en casa…

Por otro lado, en los salones de té de la clase trabajadora (hay uno en Woolwich que Littlewood frecuenta) todos los clientes le echan azúcar al té.

Parece que a Hardy ni le va ni le viene nada de todo esto. Se sirve el té.

No pide azúcar. Ahora que lo piensa, ¿Littlewood le ha visto echar azúcar al té alguna vez? Es como si se hubiera pasado la vida obedeciendo leyes superfluas de su propia cosecha.

—Ramanujan te manda recuerdos, por cierto —dice Hardy.

—¿Y qué tal le va?

—Bien, creo. Me gustaría conseguir que se concentrara.

—Pues tampoco le hagas concentrarse tanto. ¿Está contento?

—La verdad es que parece un poco deprimido. A lo mejor es todo lo que está leyendo. Tengo la impresión de que por fin ha comprendido que hay muchas cosas que no sabe.

—Entonces, a lo mejor, no debería leer tanto.

—Pero, aunque no lo hiciera, es demasiado inteligente para no ver lo que no podía ver en la India. Ahora se da cuenta de que está en desventaja. Ahora entiende cuánto daño le ha hecho lo que precisamente ha sido siempre su tarjeta de visita: su falta de educación.

—¿No era lo que decía Klein? Las matemáticas han avanzado más con las personas que se distinguen por su intuición que con las que se distinguen por sus rigurosos métodos de demostración.

—Eso es fácil decirlo con la formación de Klein.

—Yo creo que deberíamos dejar a Ramanujan en una habitación vacía con una pizarra y que salga por donde quiera.

—Si se pudiera… El problema es que es ambicioso. Y eso a pesar de la diosa
Namby-Pamby
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y los sueños y lo que tú quieras. ¿Sabes que sigue dándome la lata con lo del Smith's Prize? ¡Un premio de estudiantes! Y está sacando su licenciatura. Juraría que está empeñado en llevarse el título de vuelta a la India.

—Los títulos son importantes en la India.

—¿Mejor un título, entonces, que demostrar la hipótesis de Riemann? ¿Mejor un título que la inmortalidad?

—¿Qué dices de la inmortalidad?

—Que quien demuestre la hipótesis de Riemann será inmortal.

—La diferencia entre un gran descubrimiento y otro corriente es una diferencia de categoría, no de grado.

—Ya, ¿pero la diferencia entre una diferencia de categoría y una diferencia de grado es una diferencia de categoría o de grado?

—La respuesta es elemental. —Littlewood se queda mirando unos instantes su té. Luego dice—: Hardy, hace unos años (aunque nunca te lo dije en su momento) Norton me contó que estabas escribiendo una novela. Una novela policíaca.

—Qué ridiculez.

—Pues eso me dijo. Y que en ella la víctima demuestra la hipótesis de Riemann y el asesino le roba la demostración y afirma que es suya. —Littlewood vacía su taza—. Es una idea muy buena.

—¿Y de dónde se supone que saco el tiempo para escribir novelas?

—Bueno, sólo quería que no pensaras que me molestaría que te inspiraras en mí para un personaje. Tal vez el asesino. Podrías meter lo de la balística. Y la sigma diminuta.

—No le hagas caso a Norton. La mitad de lo que dice son puras fantasías. Necesitamos más leche. —Hardy mira por encima del hombro—. ¡A ver si consigo llamar la atención de esa camarera! ¡Siempre están mirando hacia el otro lado cuando quieres hacerles una seña! Yo creo que lo hacen a propósito.

—¿Tienes prisa?

—No, todavía no he ido al piso.

—Anne está embarazada.

Hardy hace una pausa y traga.

—No hace falta que finjas que no sabes lo nuestro. Me lo ha dicho esta mañana.

—Pues no sé muy bien qué decir… ¿Procede darte la enhorabuena?

—Pues no. No quiere casarse conmigo. Insiste en seguir con su marido. —Apoya la cabeza en las manos—. Ay, Hardy, ¿qué voy a hacer? No es que quiera casarme con ella; no consigo imaginarnos como a los Neville, viviendo en Chesterton Road… Pero la quiero. Y al niño. ¿Tan raro es que quiera que el niño sepa que soy su padre?

—No, no es raro… Pero, si ella no quiere casarse contigo, ¿qué puedes hacer?

—Nada. No puedo hacer nada. —Se pasa los dedos por el pelo—. Bueno, pues eso. Necesitaba contárselo a alguien. Espero que no te importe.

—Claro que no.

Una vez más, Hardy trata de hacerle una seña a la camarera. Levanta el brazo, y Littlewood se lo coge con la mano para bajárselo suavemente hasta la mesa.

—Espera un poco. Sólo un poco. Tengo hambre.

Ahora es Littlewood el que le hace una seña con la mano a la camarera.

Ella se acerca rápidamente.

—Esos bollitos tienen una pinta estupenda —dice—. Los que llevan pasas. ¿Me trae uno, por favor? ¿Tú también quieres, Hardy?

—No, gracias. —Tose—. Oh, bueno, ¿por qué no?

—Perfecto, oficial —le dice la camarera a Littlewood, retrocediendo con los ojos fijos en su cara. Y Littlewood le guiña un ojo.

11

Al salir del salón de té, Hardy tuerce a la izquierda y va andando hasta la estación de metro. Lleva en el bolsillo una carta de Thayer. Tampoco es que sea una carta propiamente dicha, porque las cartas de Thayer nunca contienen mucho más que la información básica (cuándo va a estar de permiso, y qué día planea estar en Londres) y la pregunta fundamental: ¿a qué hora puede presentarse en el piso de Hardy «para tomar el té»? De si Thayer utiliza ese eufemismo por los censores o conforme a algún criterio suyo, Hardy no tiene ni idea; sólo sabe que encuentra todo este asunto de contestar a las cartas de Thayer (la respuesta enviada a una dirección militar, y solamente con la hora indicada para «el té», como si fuera una especie de tía benévola) tan excitante como latoso.

En cualquier caso, parece que el sistema funciona. Ya han quedado un par de veces en el piso de Pimlico a primera hora de la tarde. La primera vez Hardy estaba nervioso; de hecho se molestó en comprar galletas, hervir agua y preparar el juego de té, todo lo cual resultó bastante innecesario. No se sirvió ningún té. En vez de eso, Thayer, casi en cuanto se cerró la puerta, se abalanzó sobre Hardy, lo envolvió en la peste húmeda de su abrigo de lana, y apretó tanto su boca contra la de Hardy que les chocaron los dientes. Enseguida estaban en el suelo, quitándose la ropa con tanta brusquedad que Hardy oyó cómo saltaban los botones. Que Thayer quisiera que lo sodomizara no fue ninguna sorpresa. Keynes le había advertido del hecho curioso de que casi todos los soldados de permiso querían asumir el rol pasivo en sus encuentros con maricas. «Entiéndeme, no es que me queje», le dijo Keynes, «sólo que resulta un poca raro, ¿no? Yo pensaba que serían ellos los que querrían sodomizar a alguien, para poder decirse a sí mismos que no eran
realmente
maricas; que simplemente estaban aprovechando la ocasión, porque así les salía más barato que las putas y esas cosas… , pero no.» En cambio, por lo visto querían (como decía uno de los queridos de Keynes) «ver qué se sentía». Era como si después de tantas semanas en las trincheras, después de haber matado y estado a punto de morir, les hiciese falta una variante más intensa de estimulación erótica que la que podía proporcionarles la cópula corriente. Tampoco es que Hardy se negara a cumplir cuando Thayer se puso a cuatro patas con el culo en pompa, a pesar de que (aunque no lo hubiera reconocido ante ninguno de sus amigos, ni siquiera ante Keynes) nunca hubiese practicado la sodomía anteriormente, porque su repertorio sexual se había limitado a algunos de los inefables «actos tremendamente deshonestos» que la ley castigaba con una condena menos severa. Pajearse y mamarla. Aunque en el caso de Hardy, mucho más de lo primero que de lo segundo, dada la creencia que le había inculcado su madre de que los gérmenes entraban sobre todo por la boca.

¿Y qué habría pensado Gaye si lo hubiera visto esa primera tarde con Thayer, de rodillas y bombeando mientras Thayer se retorcía y gemía bajo él? Realmente, debía de hacerlo bastante bien por como Thayer gimoteaba y soltaba palabrotas; tan bien que por un momento se preguntó si, al final, no debería probar con una mujer. Pero no. Lo que realmente le gustaba no era tanto follar como el evidente paroxismo de placer que Thayer estaba experimentando. Thayer se desenganchó, se dio la vuelta y puso las piernas sobre los hombros de Hardy. Ahora la cicatriz de la herida de metralla quedaba justo a la izquierda de la boca de Hardy (roja y dentada), y mientras penetraba a Thayer no pudo evitar pasar la lengua todo a lo largo. Thayer aulló y se corrió. Hardy también.

—Mierda —dijo Thayer, retrocediendo sobre el suelo con los codos—. Mi pierna mala.

—¿Te he hecho daño?

—No, sólo es esta postura. —Luego se puso de pie. Parecía mucho más desnudo después del acto que en el transcurso de él—. ¿Me puedo lavar? —le preguntó. Y Hardy le contestó que sí, que por supuesto que podía lavarse.

Y después…, precisamente después, quiso el té. Eso fue lo más curioso. Cualquiera hubiera pensado que habría tratado de salir de allí lo más pronto posible, que la culpa o el horror ante aquella pasividad tan voraz le habrían apabullado. Pero de eso nada. Se volvió a enfundar el uniforme, se sentaron a tomar el té con galletas, y Thayer se puso a hablar. Habló una vez más de sus hermanas, de sus padres, de una chica llamada Daisy con la que llevaba años…, bueno, a la que conocía desde hacía tiempo, y con quien (a pesar de que no había ningún compromiso oral ni escrito) más o menos se daba por hecho que se acabaría casando; pero ahora, con la guerra, no sería muy honrado por su parte casarse con ella si había tantas probabilidades de dejarla viuda, ¿no? Aunque, si esperaban hasta que se terminara la guerra (¿y quién sabía cuándo podía ser eso?) sería un poco tarde para empezar a formar una familia, ¿verdad? Y él quería tener hijos. Quería un niño, al que llamaría Dick, por su amigo Dick Tarlow.

Ardí escuchaba. Muy bien podrían haber estado de nuevo en el hospital, con la lluvia cayendo a través de las persianas y el campo de críquet fuera. Luego Thayer paró de hablar, miró el reloj y dijo:

—Bueno, será mejor que me vaya. Tengo que coger el tren a Birmingham. —y se levantó, y Hardy también, y fueron hasta la puerta, donde Thayer se puso el gabán y se volvió hacia él. Hardy no se había dado cuenta en el hospital de lo alto que era.

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