El contable hindú (46 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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donde

p siendo la suma resultante de los p enteros positivos menores que q y primos de q, v es del orden de √n, y ωp·q es una raiz 24-ésima de la unidad yp

Hoy en día, siempre que escribo esa fórmula, pienso: ¡qué criatura más extraordinaria! Es como uno de esos osos de circo entrenados para mantener un automóvil en equilibrio sobre el hocico, o algo semejante. Hay un resplandor en cada una de sus barrocas circunvoluciones; aunque el resplandor da una falsa impresión del laborioso proceso que seguimos para lograrlo: a veces un proceso de ensayo y error, como si estuviéramos en medio de una habitación cuyas paredes estuviesen repletas de miles y miles de interruptores eléctricos, y tuviéramos que probarlos todos con el objetivo de alcanzar al final determinado grado de luminosidad. Un interruptor nos acercaba a ese resultado; y entonces probábamos otro y la luz se volvía deslumbrante, o la habitación se quedaba completamente a oscuras. Aun así, nos pasamos semanas aproximándonos cada vez más, y luego un día, casi sin darnos cuenta, tuvimos la luz exacta.

Ahora debo dirigirme de nuevo a la facción mística que acepta, sin asomo de incredulidad, la afirmación de Ramanujan de que sus descubrimientos matemáticos se le ocurrían en sueños, o que las fórmulas se las apuntaba una diosa en la lengua. Estoy seguro de que él se lo creía de verdad, igual que yo me creo que, en determinados momentos, conseguía sacar de las profundidades de su imaginación cofres de tesoros en los que centelleaban joyas relucientes, mientras los demás continuábamos picando en las minas de diamantes con nuestros zapapicos. Aun así, la capacidad de viajar asiduamente (como no podía hacer el pobre Moore) a regiones de la mente que para muchos de nosotros están prohibidas no requiere necesariamente la intervención de una diosa. Al contrario, todos experimentamos alguna vez ese tipo de «milagros».

Déjenme que les ponga un ejemplo. Todos los que le conozcan estarán de acuerdo en que no hay matemático menos «místico» que Littlewood. Pues incluso Littlewood me contó que en una ocasión, cuando estaba trabajando en el problema
M
1
=(1−c)M
2
para los polinomios trigonométricos reales, su «lápiz anotó» de casualidad una fórmula que resultó ser la clave de la demostración. Según Littlewood, ese episodio fue «prácticamente ajeno a su conciencia»; afirmación que, si el psicoanálisis hubiera estado de moda durante la guerra, habría despertado un interés considerable entre sus adeptos. En aquellos años, sólo les habría interesado a los adeptos al tablero de güija. Y ahí precisamente quería yo llegar. Si hoy en día proclamara que una diosa me escribía fórmulas en la lengua, me encerrarían en un manicomio. Pero Ramanujan era indio, así que se le calificó de «visionario». Sin embargo, lo que ese letrero no tiene en cuenta es el precio que pagó por su visión, y lo mucho que tuvo que trabajar para alcanzarla.

Así como es cierto, por ejemplo, que la fórmula surgió de una de las suposiciones que se trajo de la India, hay que recordar que el trayecto desde esa suposición inicial al resultado final fue largo y trabajoso. Fue un proceso de refinamiento, y aunque es justo decir que, si yo no hubiera aportado ciertos conocimientos que él no poseía, no habríamos llegado a ninguna parte, déjenme subrayar que mi contribución no fue meramente técnica. También aporté mi propia visión.

Recuerdo que estábamos en navidades cuando terminamos. Yo me encontraba en Cranleigh, en la casa en que había pasado mi niñez, la casa que mi madre compartía con mi hermana, y a la que regresaba en vacaciones. Mi madre, en ese momento, llevaba varios años muriéndose. Parecía que, cada tantos meses, se ponía al borde de la muerte, veía a los ángeles haciéndole señas, y luego, a última hora, algo la apartaba del borde y, antes de que nos diéramos cuenta, ya había salido de la cama, estaba haciendo té y proponiendo una partida de Vint. Le encantaba ese juego (¿alguien se acuerda de él?). Era de origen ruso, una variante del bridge-contrato. (Por lo visto, «Vint» significa «tornillo» en ruso.) Esas navidades nos pasamos horas jugándolo todos los días, con una vecina amiga de mi madre, la señora Chern, de cuarta jugadora. La señora Chern hacía trampas, recuerdo. Me pregunto si mi madre se daría cuenta.

Creo que ya he comentado que poseía cierto talento para las matemáticas; talento, siento decir, que en sus últimos años aplicaba exclusivamente a sus partidas de Vint, que por lo menos tiene la ventaja de ser un pasatiempo inofensivo, a diferencia de las maldades ocultistas a las que se entregaba la madre de Ramanujan. Y mi madre, dicho sea en su honor, era muy buena jugadora de Vint. Casi tanto como yo. Ese año se me ocurrió escribir un libro sobre cómo ganar al Vint, y hacerme lo suficientemente rico con él como para dejar la enseñanza. Mi objetivo, le conté a Russell, era llegar al millón de puntos, de manera que, cuando la gente me preguntara qué había hecho en la Gran Guerra, pudiera responderle que me había convertido en el presidente de la Liga de Vint y había legado al mundo en general el provecho de mi experiencia. Pero nunca escribí ese libro, como tampoco escribí la novela policíaca sobre la hipótesis de Riemann, y ahora, cuando la gente me pregunta qué hice en la Gran Guerra, les digo: «Cuidar a Ramanujan.» A lo mejor, en mi vejez, escribo los dos.

Pero estoy divagando. Volviendo a las particiones, esas navidades Ramanujan me envió una postal desde Trinity, facilitándome la última pieza del puzzle y pidiéndome que escribiera las demostraciones finales. Para entonces MacMahon, que era el ser más encantador del mundo, le había suministrado la copia mecanografiada de los valores que había averiguado para
p(n)
hasta n = 200. Y Ramanujan los había cotejado. La fórmula no era precisa. Solamente daba la respuesta correcta si la redondeábamos hasta el número entero más próximo. De todos modos, la diferencia era extraordinariamente pequeña. En el caso de n = 100, por ejemplo, nuestra fórmula daba un valor para
p(n)
de 190.569.291,996, mientras que el valor real era 190.569.292. Una diferencia, para ser exactos, de 0,004.

Ramanujan estaba emocionado con los resultados. Los calificaba de «notables», algo excepcionalmente positivo viniendo de él. Se trataba de una noticia lo bastante importante como para comentársela a mi madre, con quien raras veces hablaba de mi trabajo; pero, como aquel asunto no tenía nada que ver con el Vint, se limitó a reaccionar con un aire de fingido desinterés, diciendo algo así como: «Qué bien», antes de volver a su juego de cartas.

Como verán, era más lista que el hambre. El desinterés era una buena excusa, algo a lo que recurría siempre que un tema la aburría. Con su enfermedad podía permitirse una serie de lujos que nunca habría podido permitirse de haber estado bien. Y, mientras tanto, mi pobre hermana se desvivía por ayudarla y le consentía todos los caprichos, incapaz de distinguir las quejas reales de las puramente ficticias. Pobre Gertrude. En ese sentido, era mucho más ingenua que yo.

¿Ya estaría el asunto Russell en plena ebullición? Creo que sí. Pero no: la mayor parte de la acción (su arresto, el proceso, su despido de Trinity) debió de ocurrir a finales de verano y comienzos de otoño, porque recuerdo cómo me daba la luz por encima del hombro mientras leía una carta suya tomando el té; en navidades ya habría estado muy oscuro a la hora del té, una oscuridad que la prohibición de encender las farolas en tiempos de guerra aún hacía más exagerada. La memoria acostumbra (al menos la mía) a ordenar los recuerdos por categorías, no por fechas. Es como si una secretaria desmemoriada hubiese separado los acontecimientos de su orden natural y después los hubiese archivado bajo rótulos como «Ramanujan», «La guerra», «El asunto Russell», de forma que ahora, para tener clara la cronología, debo sacar primero de cada archivo los detalles tocantes a un momento y luego colocarlos al lado de los detalles de otro, y sacar otro archivo. Y tampoco es que esté completamente convencido de su veracidad, una vez he completado esa difícil reconstrucción.

Por cierto, éste es un episodio del cual, si ustedes los hombres de Harvard saben algo, seguramente es porque guarda una pequeña relación con la historia de su propia e ilustre universidad. Porque en 1916 Trinity despidió a Russell, y el Foreign Office le negó el pasaporte, lo que supuso que no pudiese aceptar un puesto que le habían ofrecido en Harvard. Todo lo cual se ajustaba perfectamente a sus propósitos.

Intentaré ser lo más breve posible. A Russell no lo despidieron de Trinity, como todo el mundo cree, después de que lo metieran en la cárcel. De hecho, cuando lo encarcelaron, ya habían pasado dos años desde su despido. Ese segundo arresto vino a consecuencia de un artículo que escribió para el Tribunal que fue considerado una amenaza para las relaciones entre Inglaterra y Estados Unidos; aunque yo estoy convencido de que escribió ese artículo para que lo encarcelaran de nuevo, y así demostrar de una vez por todas que estaba dispuesto a padecer sufrimientos, si no iguales, por lo menos similares a los de los hombres del frente. Porque, en su posición, era difícil escapar a que lo tacharan de indolente, y la cárcel demostraría el carácter viril de su oposición.

Pero eso es adelantarse a los acontecimientos. No creo que en 1916 Russell tuviera ya la prisión en mente. Lo que había hecho era reconocer, en una carta al Times, la autoría de un panfleto distribuido por la Asociación Antirreclutamiento. El panfleto contenía un lenguaje que el gobierno consideraba incendiario y probablemente ilegal; así que cuando Russell hizo público que lo había escrito él, a la Corona no le quedó otro remedio que procesarlo. La acusación concreta era que en aquel panfleto Russell había hecho afirmaciones «que podrían perjudicar el reclutamiento y la disciplina de las fuerzas de Su Majestad». Eso era lo que él quería, porque entonces podría utilizar el juicio como tribuna improvisada para su pacifismo. Siendo procesado y, probablemente, declarado culpable, esperaba llamar la atención sobre las injusticias cometidas con los objetores de conciencia y de paso obtener un público más amplio para sus diatribas.

El problema era que sus diatribas se le escapaban al público al que él aspiraba. En el juicio, se comportó punto por punto como un auténtico experto en lógica, desmantelando las argumentaciones de la acusación como si fueran capciosos razonamientos matemáticos. Por ejemplo, al afrontar el principal cargo (que el panfleto perjudicaba el reclutamiento) señaló que, en el momento en que se había distribuido el panfleto, los solteros ya eran llamados a filas, mientras que los casados no. Conque la única influencia nociva que podía haber tenido el panfleto era sobre los hombres casados que estaban considerando alistarse voluntariamente y, por lo tanto, no eran
ex hypothesi
(Russell empleó precisamente esa expresión) objetores de conciencia. El panfleto, concluyó Russell, se limitaba a informar a esos hombres que, si decidían «declararse» objetores de conciencia, se exponían a pasar dos años de trabajos forzados. «No creo que el conocimiento de este hecho», dijo, «pueda inducir a un hombre así a fingir que es objetor de conciencia si no lo es»; argumento que, si bien deslumbraría a un estudiante de Trinity, sólo serviría para poner en contra a un juez.

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