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Authors: David Leavitt

El contable hindú (60 page)

BOOK: El contable hindú
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Estábamos en octubre, y él desapareció una temporada. Se marchó a una clínica llamada Hill Grove, cerca de Wells, en las Mendip Hills. Ese centro lo dirigía el doctor Chowry-Muthu, a quien Ramanujan había conocido cuando había venido a Inglaterra desde la India; atendía sobre todo a pacientes indios con tuberculosis. Pero Ramanujan no se encontraba a gusto, y cuando Chatterjee y Ananda Rao fueron a visitarlo, no hizo más que quejarse. Por lo visto, el doctor Chowry-Muthu empleaba curiosos métodos de tratamiento, uno de los cuales consistía en hacerles llevar a sus pacientes inhaladores en forma de máscara que contenían germicidas. Les obligaba a participar en ejercicios de canto y a serrar madera en un taller. Los «chalés» donde vivían eran chozas rústicas. Ramanujan tampoco tenía nada bueno que decir de la comida o de las camas. Y, para colmo de males, se encontraba en un estado de gran agitación, me contó Ananda Rao, porque sabía que muy pronto en Trinity se decidiría si se le nombraría profesor numerario. Como ya dije antes, desde la primavera de 1916 había estado intentando que yo le confirmara que ese nombramiento sería, tal como había afirmado Barnes tontamente,
un fait accompli
. Pero ahora Barnes se había ido, dejándome a mí la responsabilidad de tratar de sacar aquel nombramiento adelante. El problema era, suponía (y con razón, como luego se vio), que, a pesar de lo que había dicho Barnes, a Ramanujan no lo admitirían.

Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que gran parte de lo que ocurrió fue culpa mía. Yo no debería haber sido el que propusiera su candidatura. En pocas palabras, yo no era muy popular en Trinity en aquel momento, debido a mi militancia en defensa de Russell. Especialmente entre la vieja guardia, había hombres que se habrían opuesto a cualquier candidatura que presentara, por merecida que fuese. Y tampoco podemos subestimar el recelo irracional, incluso el odio, que la mera visión de una piel oscura puede provocar en el hombre blanco. De paseo con él por la calle, en una ocasión había oído a unos chavales llamar a Ramanujan «negro» con toda la tranquilidad del mundo. Y luego, en la reunión en la que se decidieron los nombramientos, Jackson (con la misma tranquilidad) juró que mientras él siguiera vivo Trinity no tendría «profesores negros». Era la arenga de un tirano, y Herman, dicho sea en su favor, le increpó. Sin embargo al final, cuando se trató de votar, Ramanujan perdió.

Y yo me pregunto: en Hill Grove, ¿él se daría cuenta de lo que pasaba (un tirón en un cordel que atravesaba el paisaje, que cruzaba valles y ríos, para conectar a un indio enfermo en una clínica con aquella estancia de Trinity donde los catedráticos se habían reunido para decidir su destino)? En esa misma estancia, sólo unos meses antes, se había decidido expulsar a Neville, y seguro que Ramanujan tuvo que pensar en Neville esa tarde, sentado en uno de los porches de Hill Grove, envuelto en una manta, con aquella mascarilla odiosa sobre la cara. Esperaba (o más bien conservaba esa esperanza) recibir un telegrama. Pero no llegó ninguno. No le podía decir, como me habría gustado, que ya era profesor numerario, así que no le dije nada.

Al día siguiente dejó la clínica. Cogió un autobús desde Wells hasta Bristol, donde cogió el tren a Paddington. Probablemente había retrasos; el servicio de trenes se interrumpía constantemente en aquella época, porque cada vez se requisaban más vagones para utilizarlos en la guerra. Aunque al final llegó, y desde Paddington se fue inmediatamente (dos paradas en la línea Bakerloo) a la pensión de la señora Peterson en Maida Vale. Era uno más de la decena de establecimientos más o menos idénticos situados en torno a un estrecho rectángulo de jardín tras la estación. A cualquiera de ustedes que haya pasado algún tiempo en Londres le resultará familiar la distribución de esas casas: el vestíbulo con su perchero y su teléfono, el típico saloncito delantero, las escaleras enmoquetadas que llevan a las habitaciones de los huéspedes, las puertas con sus letreros de «Comedor», «Privado» y «Cocina». Lo único que convertía la pensión de la señora Peterson en un lugar especial era que su clientela estaba formada exclusivamente por indios. No es que lo hubiera planeado, me explicó cuando fui a visitarla en 1921; su marido había muerto en un accidente de tranvía, y ella había tenido que buscarse una manera de ganarse la vida, así que abrió aquella pensión y, por pura casualidad, el primer huésped que llamó a su puerta fue un indio.

—El señor Mukherjee —me dijo—. Estudiaba económicas. Aún me sigue escribiendo. Desde Poona. Y le gustó el sitio, así que se lo dijo a sus amigos, y se corrió la voz.

Fue en una tarde lluviosa de abril cuando la señora Peterson me contó eso. Estábamos sentados en su siniestro saloncito, con sus sillitas rígidas y sus figuritas de Meissen y su papel pintado de flores; una habitación echada a perder por afán de protegerla, por haberla reservado tanto tiempo para alguna ocasión especial que nunca se había dado: una visita de la realeza o un velatorio. De cuando en cuando, me imagino, debía de ir a verla alguien a quien se sentía obligada a recibir en un sitio distinto a la cocina, y entonces descorría las cortinas, fregaba el suelo, y ponía flores frescas en la mesa, con el resultado de que el ambiente de la habitación ganaba un poco. Una jovencita gorda (supuse que se trataba de la hija de la señora Peterson) nos trajo el inevitable té. Aunque la señora Peterson no era gorda; era una mujer menuda, bien proporcionada, de unos sesenta y cinco años, que ya había sufrido muchas pérdidas: dos hijos muertos en la guerra, aparte de su marido.

—Después del señor Mukherjee vinieron el señor Bannerjee, y el señor Singh, y dos señores Rao.

Yo asentí, mientras un indio con un traje de cuadros y un turbante se quitaba en silencio el abrigo en el vestíbulo, lo colgaba en el perchero, y subía sin hacer ruido las escaleras.

Hablamos de Ramanujan. A la señora Peterson se le llenaron los ojos de lágrimas mientras me contaba sus primeras visitas, su timidez con ella, la silenciosa gratitud que manifestaba cuando ella le servía la cena y él veía que los platos le eran familiares.

—Porque, como verá, tuve que aprender cocina india, por consideración a estos caballeros —dijo—. El señor Mukherjee me enseñó a preparar las cosas que le gustaban. Y también me enseñó las tiendas donde podía conseguir los ingredientes. Y como quería que él se encontrase a gusto, pues accedí, a pesar de que aquella comida me resultase rara al principio. Pero aprendo bastante rápido en temas de cocina. —Dejó su taza de té—. Lo único que quise siempre fue hacer felices a mis caballeros. Eso es lo triste. Le tenía tanto cariño al señor Ramanujan… Me parecía que estaba tan solo en Inglaterra… Las últimas veces que vino, cuando venía a ver a los médicos, tenía muy mal aspecto. Había una habitación que era la que más le gustaba, una habitación pequeña del ático, y yo siempre trataba de alojarlo en ella.

Le pregunté si podía ver la habitación.

—Cómo no —dijo la señora Peterson, y me acompañó escaleras arriba, dejando atrás el primer piso, donde los huéspedes permanentes vivían en aposentos más amplios, hasta aquel ático con sus techos bajos y sus reducidos espacios. En su día, habían sido los cuartos del servicio. La habitación que me enseñó estaba bajo el alero, y era acogedora y pulcra; tenía un pequeño escritorio junto a la ventana, y la cama arrimada a una esquina debajo del techo inclinado. Desde la ventana se veían otros tejados. El papel pintado, de rosas trepadoras, no pegaba nada con aquella alfombra de color marrón oscuro con un dibujo de hexágonos entrecruzados. De todos modos, era una habitación bonita, una habitación agradable. A mí tampoco me habría importado nada dormir allí—. El señor Ramanujan era feliz aquí —dijo la señora Peterson, mientras me acompañaba escaleras abajo—. Estoy segura. —Y yo pensé: sí, usted es la clase de persona que puede saber esas cosas. Yo no—. Por eso me pilló tan de sorpresa lo que pasó. Nunca me lo habría esperado. Siempre tengo mucho cuidado con lo que les doy a mis caballeros, ¿sabe? Hasta tengo un juego de cocina aparte para preparar las comidas de los que no comen carne. Nunca se me ocurrió mirar la etiqueta de la lata de Ovaltine.

—Quédese tranquila, nadie piensa que usted quisiese hacerle daño —le dije—. Y Ramanujan ya estaba muy…, digamos muy tenso en aquel momento.

—De todas maneras, lo lamento. Lo recuerdo como si fuese ayer: a él sentado a la mesa de la cocina y a mí revolviendo el vaso. Pensé que le gustaría antes de irse a dormir. «Tómese un vaso de Ovaltine, señor Ramanujan», le digo, «le da sabor a la leche», y él coge el vaso y se lo bebe todo… «¿Le ha gustado, señor Ramanujan?», le pregunto. «Mucho, señora Peterson», dice él. «Pues aquí tiene la lata para que pueda anotar el nombre», le digo yo, «así puede comprárselo usted mismo cuando esté en Cambridge.» «Gracias», dice él, y se pone a leer la etiqueta…

Se quedó callada. Volvieron a saltársele las lágrimas.

—No hace falta que siga —le dije, porque ya sabía la siguiente parte de la historia por los propios amigos de Ramanujan: cómo, tras examinar la lata, miró por casualidad la lista de ingredientes, y vio que uno de ellos era huevo en polvo. Los huevos, evidentemente, los tenía prohibidos. Comer huevos era algo tan contaminante como comer carne.

Entonces me parece que debió de volverse un poco loco. Pegando un salto, gritó «¡Huevos, huevos!», y le tiró la lata a la señora Peterson como si ni siquiera soportara tocarla. Cuando ella leyó la palabra «huevo» se quedó horrorizada.

—Salí corriendo detrás de él —me contó—. Le dije que ni se me habría pasado por la imaginación darle huevo, y que lo sentía muchísimo, pero él no me escuchaba. Para ser sincera, ni siquiera sé si me oiría. Subió a su habitación, y mientras yo me quedaba allí pidiéndole perdón y tratando de tranquilizarlo, hizo la maleta. Le seguí escaleras abajo. Intentó pagarme, aunque yo no quise cogerle el dinero. «¡Señor Ramanujan!», le grité desde la puerta mientras él bajaba por el camino a todo correr (que no creo que le sentara nada bien). «Señor Ramanujan, ¿adónde va?», porque ya eran las nueve de la noche. Pero no me contestó. —Se secó los ojos—. Ésa fue la última vez que lo vi.

La señora Peterson dejó su taza. Miró por encima de mi cabeza a la repisa de la chimenea con su meticulosa decoración de figuritas.

—No fue culpa suya —le dije—. Recuerde que estaba muy enfermo, y seguramente un poco mal de la cabeza. —A lo que debía haber añadido: cosa bastante lógica si tenemos en cuenta tantos meses de enfermedad, no haber sido nombrado profesor numerario, la guerra, sus problemas caseros… Un hombre del que tiraban decenas de anzuelos, como un pez enorme que ha conseguido librarse una y otra vez de su captura, corriendo por Baker Street con veneno en los labios. ¿Adónde se dirigía? A la estación de Liverpool Street, me contó luego. Quería volver a Cambridge. Era la noche del 19 de octubre de 1917 y Londres estaba tranquilo. Hacía tanto tiempo desde que se había producido un ataque aéreo que, cuando la flota de zepelines cruzó flotando el canal y empezó a dejar caer su cargamento, cogió a todo el mundo desprevenido. La reacción fue extrañamente apática; en dos teatros se interrumpió la función y se le dijo al público que podía marcharse si quería, pero que, en cuanto pasara el ataque, continuaría la representación. Mientras tanto las bombas se estrellaban contra la calzada, estallaban las ventanas, y morían algunas personas delante de Swan & Edgar's. Sin embargo, como solía ser el caso en aquella época, la mayoría de las víctimas fueron niños pobres que dormían en las casetas de los obreros.

¿Y qué fue de Ramanujan? Por lo que me contó después, precisamente estaba saliendo del metro cuando oyó las explosiones. Como sabía que Liverpool Street había sido uno de los objetivos favoritos de los alemanes en el pasado, no se volvió a meter en la estación. En vez de eso, echó a correr en dirección contraria. Levantó la vista, pero no vio ningún zepelín. Estaban demasiado altos y oscurecidos por el humo. Si hubiese sido yo, me habría preguntado qué pensaría el piloto al contemplar desde su inmenso comprimido flotante aquellas llamas abstractas. ¿Cómo sonará una carnicería desde las alturas? ¿Qué aspecto tendrá? Pronto daría la vuelta y sobrevolaría el tranquilo canal, pacíficamente allá en lo alto entre las estrellas, para acabar siendo derribado él mismo sobre Francia. Pero Ramanujan no iba pensando en el piloto. Sólo tenía una idea en mente: el huevo en polvo. La mancha en la lengua. Había hecho algo imperdonable, y ahora los dioses impartían su castigo. El ataque aéreo no tenía a Londres por objetivo, sino a él. Así que se agachó, se echó a llorar e imploró piedad. Si no en esta vida, al menos en la otra.

Eso, por lo menos, era lo que contaba. Más tarde le escribió una carta a la señora Peterson describiéndole lo que había sucedido. Ella me enseñó la carta. Mientras la leía, me pregunté hasta qué punto debía creérmela. Y como ya había cansado bastante a aquella pobre señora para un solo día, no me pareció oportuno interrogarla sobre el tema de los escrúpulos religiosos de Ramanujan. Así que me levanté y me despedí de ella, y del mismo modo que unos años antes había visto a Ramanujan echar a correr, ahora me vio a mí encaminarme hacia la estación de metro. Cuando miré por encima del hombro, seguía parada en las escaleras de entrada. Se estaba poniendo el sol. Otro indio subió por el camino, y ella se hizo a un lado para dejarle pasar, antes de volverse y cerrar la puerta a su espalda.

Novena Parte
Crepúsculo
1

Hardy odia el teléfono. Desde siempre. Durante el primer año que compartieron su piso de Pimlico, él y Gertrude no tuvieron teléfono. Pero luego su madre cayó enferma, y Gertrude insistió en ponerlo para que la criada pudiera encontrarla en caso de emergencia. Tampoco es que se molestara en quitarlo tras la muerte de su madre, a pesar de que ya no hubiera razón para conservarlo. Ahora reposa en el vestíbulo en su propia mesita; ridículo, piensa Hardy, que haya tenido que inventarse un mueble con el único propósito de sostener semejante aparato. Aunque nunca suena, siempre parece deseoso de hacerlo. No le ha dado el número a nadie más que a Thayer, que jamás lo ha utilizado.

Así que, cuando ese aparatejo negro empieza de repente a sonar estridentemente esa tarde de un martes de octubre, lo primero que se le viene a la cabeza a Hardy es que está sonando una especie de sirena o de alarma: tal vez esté a punto de producirse un ataque aéreo. Una vez identifica el origen del ruido, se le ocurre que hasta ese momento nadie lo ha llamado nunca al piso. Nunca ha escuchado antes la terrible vocecita de ese chisme, tan desesperada en su urgencia. Va corriendo al vestíbulo y se queda mirando el aparato. Está tan excitado como un gato en celo. Vibra. Aunque sólo sea por acallarlo, levanta el auricular.

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