El contable hindú (62 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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—Aquí lo tiene, señor Hardy —dice Richards—. Eso es. —Y le entrega a Ramanujan como si fuera un fardo. Un brazo libre, y el otro rodeando los hombros de Ramanujan, que apenas se sostiene derecho; por un momento Hardy se tambalea con el peso hasta que apoya bien los pies. Ramanujan huele ligeramente a sangre, a arena, al polvo y a los gases que emanan de las estaciones de metro.

—Bueno, amigo mío, ya está a salvo —dice Hardy—. Lo meteremos en un taxi y lo llevaremos a casa. —y lleva a Ramanujan hasta la puerta, rogando mientras tanto que no diga ni haga ninguna locura (como gritar: «¡Quiero morirme!» o abalanzarse contra una pared), algo que haga peligrar el frágil periodo de prueba que Hardy ha negociado. Pero Ramanujan no dice nada.

—Recuerde las condiciones —grita el inspector desde la puerta. Y Hardy dice que sí, que recordará las condiciones. Luego él y Ramanujan se marchan, seguidos de Richards, que les ayuda a bajar los escalones y a meterse en un taxi, y se queda allí de pie mientras el taxi se aleja.

2

Únicamente cuando ya están en el taxi, recorriendo Victoria Embankment en dirección contraria, Hardy se da cuenta de que no tiene otro lugar al que llevar a Ramanujan que no sea su propio piso. Es demasiado tarde para coger un tren a Cambridge. Y, dadas las circunstancias, Hardy tampoco se imagina dejando a Ramanujan en la pensión de la señora Peterson.

Ramanujan sigue callado durante todo el trayecto. La nieve ha comenzado a apelmazarse. Hardy la mira caer sobre mujeres con impermeables y uniformes de cobradoras de autobús, sobre hombres de negocios con bombín, sobre soldados de permiso y la prostituta que estaba en la sala de espera de Scotland Yard, ahora protegida por un paraguas sostenido por un oscuro acompañante. Últimamente en Londres al atardecer hay mucho ajetreo, con todos esos ciudadanos peleándose por llegar a casa antes de que se apaguen las luces, de modo que se transforma en otro mundo.

—Estuve una vez en Venecia —dice, y Ramanujan se vuelve y le mira de refilón—. Sí, y fue horroroso. La ciudad está muy animada durante el día, ¿sabe?, y luego por la noche… no hay un alma. Me perdí intentando llegar a mi hotel. Fue como pasearse por la ciudad de los muertos.

¿Debería haber dicho eso? Seguramente no. Porque ¿cómo se supone que va a reaccionar Ramanujan, que nunca ha estado en Venecia? ¿Y qué se supone que va a decirle Hardy después, cuando el taxi aminora la marcha, mientras el tráfico se espesa y se adelgaza, como una sopa que necesita que la revuelvan? ¡Ojalá llegaran ya a St. George's Square, y Hardy pudiera entretenerse al menos con los preparativos para pasar la noche! Entonces mira a Ramanujan, apoltronado en un rincón del automóvil, y comprende que da igual. Ramanujan no le está pidiendo conversación. Al contrario, parece preferir el silencio.

El taxi se detiene por fin junto al bordillo. Hardy ayuda a salir a Ramanujan, y le sorprende un poco que no haga ningún esfuerzo por escapar, hasta que mira hacia abajo y ve una vez más las piernas vendadas, y se da cuenta de que, aunque quisiera, Ramanujan no podría. Por lo menos ahora.

—Se ha dado un buen golpe —dice, y ayuda a Ramanujan a entrar y a subir las escaleras.

—Me caí a las vías —dice Ramanujan—. Me desgarraron la carne de las piernas.

—Tiene que haberle dolido mucho.

—Pero no me he roto ningún hueso. —¿Hay cierta decepción en su voz?

Un piso, luego otro.

—Ya llegamos. —Y se meten en el piso. La luz sigue encendida desde que Hardy se fue; el libro que estaba leyendo, abierto sobre el sillón; y el auricular del teléfono, colgando cerca del suelo en el pasillo. Lo pone en su soporte—. Y ahora siéntese.

Ramanujan se sienta con mucho cuidado y suspira muy fuerte.

—Nunca había estado aquí, ¿no? En mi piso.

—No.

—O debería decir, más bien, en el piso que comparto con mi hermana, la señorita Hardy.

—Sí.

—Así que hay una habitación de sobra. La habitación de mi hermana. Puede quedarse a dormir esta noche y mañana cogemos el tren a Cambridge.

—¿Qué va a ser de mí? ¿Me van a volver a mandar a Hill Grove?

—No veo por qué no, suponiendo que allí se encontrara a gusto.

—No me encontraba a gusto. No soportaba ese sitio. Me fui hace cuatro días.

—¿Y se vino a Londres?

Ramanujan asiente con la cabeza. Ya ha cogido la manía inglesa de la certidumbre.

—Al principio me quedé en la pensión de la señora Peterson, pero luego pasó… una cosa. Me fui, y me pilló el ataque aéreo. No pude coger un tren de regreso a Cambridge, así que busqué un hotel. Me quedé allí hasta que se me acabó el dinero. —De repente se queda callado. ¿Y cómo se supone que Hardy tiene que animarlo a seguir? Por lo que respecta a la psique humana (y él sería el primero en admitirlo) es el estudioso más inepto que jamás se haya visto. Por algo los matemáticos viven en mundos abstractos. Aunque Ramanujan también es matemático. Eso fue lo que los unió. Entonces, ¿por qué no van a ser capaces de comunicarse el uno con el otro?

—Evidentemente, no tiene por qué contármelo si no le apetece —dice Hardy—, pero…, bueno, excuso decirle que me asusté mucho cuando el inspector me dijo… ¿Es cierto que saltó?

Ramanujan baja la vista unos segundos. Luego dice:

—Da igual.

—¿Por qué?

—Me voy a morir pronto, de todas maneras.

—Eso no se sabe.

—En Hill Grove había un viejo en la cabaña de al lado. Le llamaban chalé pero era una cabaña. El viejo este procedía de una aldea que está cerca de la mía. De Kumbakonam. Se había bañado en el río todos los días, como yo, antes de venir a Inglaterra. Durante muchos años tuvo un restaurante en Notting Hill, y luego sus hijos tomaron las riendas. Se pelearon y lo vendieron. Él se puso enfermo con la pelea, y lo mandaron a Hill Grove. Y todos los días tosía sangre, y al final los sonidos que provenían de su cabaña daban miedo.

—Lo siento.

—Da igual. Su destino es igual al mío, sólo que en mi caso se cumplirá antes. Desde niño he sabido que moriría joven. No importa cómo.

—Pero eso es una tontería. No hay razón para que no viva usted hasta los ochenta años. ¡Y aún tiene tantas cosas que conseguir! Tenemos mucho trabajo por delante, Ramanujan, el teorema de las particiones, la demostración de la hipótesis de Riemann.

Ramanujan esboza una sonrisa.

—Sí, he estado pensando un poco en la hipótesis de Riemann.

—¿Ah, sí? Cuente, cuente.

—Pero estoy muy cansado.

—Es verdad, lo siento. —Hardy se levanta, luego se adentra en el pasillo al que da el dormitorio. Abre la puerta del cuarto de Gertrude—. Creo que encontrará cualquier cosa que pueda necesitar —dice—. Aunque me temo que hace mucho que nadie duerme en esa cama. Quizá las sábanas estén mohosas.

—No me importa.

—Ah, pero si tampoco le he ofrecido nada… ¿Le apetece algo de comer o de beber? ¿Un poco de té?

—No. Sólo quiero dormir.

—Está bien. ¿Y no quiere darse un baño antes?

Otro meneo de cabeza muy claro: no. Y luego entra arrastrando los pies en el dormitorio de Gertrude y se quita la ropa hasta quedarse en calzoncillos. Sólo entonces Hardy toma plena conciencia de la gravedad de sus heridas. Las vendas le cubren las piernas desde los tobillos hasta las rodillas, y están manchadas de sangre en algunos sitios.

—Hay que cambiar esas vendas.

—Mañana. —Ramanujan se mete en la cama—. Mire cómo he aprendido —dice, tirando de las mantas hasta la barbilla—. Cuando llegué no entendía sus camas. Me echaba encima de la colcha, y me tapaba con un montón de jerséis y abrigos para no enfriarme. Luego Chatterjee me explicó… que había que meterse en la cama, igual que una carta en un sobre. —Se ríe—. ¡Hace falta ser bruto!

—¿Pero cuánto tardó en darse cuenta?

—Meses. Por lo menos hasta noviembre del primer año.

—¡Qué horror! ¡Debe de haberse congelado! —y sin pensarlo Hardy también se echa a reír. Se ríen los dos.

—Ya hace mucho de eso.

—Claro. Bueno, le dejo entonces. Buenas noches. —y se mueve para cerrar la puerta.

Pero Ramanujan dice:

—Espere.

—Dígame.

—¿Le importaría dejar la puerta abierta?

—En absoluto. Se la dejo abierta entonces.

—Y la de su habitación… ¿podría dejarla también abierta?

—Pues claro. Que sueñe con los angelitos.

—¿Que sueñe con los angelitos?

—Es una expresión. Buenas noches otra vez.

—Buenas noches otra vez.

Hardy se da la vuelta, y ya va por la mitad del pasillo camino de su propio cuarto cuando se le viene un pensamiento a la cabeza y se para en seco.

—Ramanujan.

—¿Sí?

—No va a intentarlo otra vez, ¿verdad?

—No.

—Bien. Pues buenas noches una vez más.

—Buenas noches una vez más.

Al otro lado de la ventana, la ciudad está oscura. Entra sin hacer ruido en su propio dormitorio, teniendo cuidado de dejar la puerta entornada; se quita la ropa y hace una pequeña pausa, desnudo en la oscuridad, antes de empezar a ponerse el pijama. Luego lo tira a un lado. Ahora las corrientes de aire lo conectan a Ramanujan, corrientes que llevarán cualquier sonido, los gemidos de la intimidad y del dolor, los azotes de la soledad, sus propios ronquidos. Sueño es lo que reclama el enfermo, la misma inconsciencia que esta noche eludirá a su presunto salvador. Hardy oye truenos a lo lejos, y se recrea en esa extraña sensación de la corriente de aire del pasillo rozando su piel desnuda.

3

—Pues qué bien…

Se sobresalta con esa voz y la sensación de que un peso pone tirantes las mantas. Gaye, de traje y corbata, está sentado en el borde de su cama.

Tiene a Hermione en el regazo. Para su sorpresa, Hardy se alegra de verlo.

—Hace tanto tiempo que no venías a verme.. —dice.

—He estado muy ocupado: ocupadísimo —dice Gaye—. Aquí todas las semanas es fin de curso. Bailes y bailes y más bailes. Y qué lejos has llegado, Harold, desde la última vez que te vi.

—¿Qué quieres decir?

—Otro suicidio en tu haber.

—Intento de suicidio. Y no ha sido por mí…

—Admito el error. Intento. —Gaye acaricia el cuello de Hermione, y ella se pone a ronronear—. El mío funcionó, claro. Pero, por otro lado, nunca pretendí lo contrario. Ya sabes que, si uno los estudia un poco, casi siempre se puede distinguir a los que realmente quieren suicidarse de los que sólo quieren llamar la atención. No suele haber ambigüedades.

—En tu caso no fue ambiguo, desde luego.

—No, yo quería morirme. Soy metódico, ¿comprendes? Lo planeé todo de antemano detenidamente; hice una lista de todos los métodos posibles, cotejando las posibilidades de éxito con el grado de dolor. Desgraciadamente para mí, me da miedo el dolor. A alguna gente no. A Hermione, por ejemplo. Fuiste una chica muy valiente, incluso en tu agonía, ¿verdad? —y la coge en vilo, para frotar el diminuto morro rosa contra su nariz—. ¿Pero por dónde iba? Ah, sí. Así que anoté las distintas opciones. Empecé a planearlo a principios de febrero, cuando empezaba a estar claro que ya no querías nada conmigo.

—Yo nunca…

—Primero, las pastillas… Las pastillas están muy bien, Harold, porque no provocan mucho dolor, pero por otra parte nadie te puede garantizar el resultado. Si eliges mal, sólo te harán vomitar, y aunque elijas bien, siempre cabe la posibilidad de que alguien se meta por medio y te encuentre espatarrado en el suelo y te lleve a rastras hasta el hospital. Conque las pastillas, descartadas. Luego vienen los cuchillos…, pero ahí el factor dolor es muy considerable, y además es tan fácil cortarte en el sitio equivocado y sólo dejarte lisiado que también me los cargué. Perdona, no pretendía hacer una gracia.

—Por favor, para.

—Luego pensé en tirarme por la ventana…, que es un método mucho más seguro si consigues tirarte de un sitio muy alto. Por desgracia, en Trinity tienes todas las posibilidades de aterrizar en un arbusto, o de pegarte un golpe con la fuerza justa para partirte el cuello y quedarte paralítico de por vida; y encima, cuando estés paralítico, tendrás que pedirle a alguien que te ayude a hacerlo, y los seres humanos son las criaturas más asustadizas que te puedas imaginar; seguro que les da miedo por mucho que te comprendan, porque al fin y al cabo es un asesinato, ¿y quién quiere ir a la cárcel? Tú, por ejemplo, no me habrías ayudado jamás. Hermione sí, si hubiera podido. Los gatos no son nada sentimentales.

—¿Por qué me haces esto?

—De modo que sólo me quedaban las armas de fuego. Voy con las ventajas de una pistola. En primer lugar, suponiendo que te la metas en la boca, la cosa es instantánea, así que no hay dolor. En segundo, el efecto conseguido es realmente impresionante. Ya te imaginas: el joven apuesto tirado encima de su cama con todos los sesos esparcidos sobre la almohada… ¡Y para más inri, el Domingo de Pascua! La pena es que la que me encontró fue la señora de la limpieza.

—¿No querías que fuera ella la que te encontrara?

—¡Pues claro que no! No tenía nada en contra de aquella señora. Pobre mujer, le pegué un susto de muerte.

—Dios mío, debías de odiarme.

—En eso te equivocas, querido. Te amaba. —Gaye señala la puerta abierta con un gesto de cabeza—. Y ése…, no estoy seguro, pero yo diría que también. Así que bravo por ti, Harold. Ya has llevado a dos personas al suicidio.

—No he llevado a nadie a nada. Eso que quede muy claro: los dos sois muy libres. Fuiste tú el que se metió una pistola en la boca, y ha sido él…

—Pero yo no he dicho que mataras a nadie, sino que nos llevaste a hacerlo. Para empezar, considera mi situación. Yo te quería y tú dejaste de quererme. Te dije que no podía vivir sin ti y te lo demostré. Y en su caso…

—Él no me quiere.

—Te lo debe todo. Lo trajiste a Inglaterra, le diste una oportunidad cuando nadie se la habría dado. «La Calculadora Hindú.» La pega es que se haya puesto enfermo. Y ahora, para colmo de males, Trinity no lo quiere.

—Eso no es cosa mía.

—¿Quién ha dicho que lo fuera? Y, seguramente, el que le quisieran tampoco habría mejorado mucho las cosas. Algunos han nacido para ser famosos. Como yo. Era mi vocación. Tenía esa ambición, por no hablar de todo lo necesario para poder soportarlo. Pero, ay, me faltaban las cualidades. El talento. Qué ironía… Los que pueden soportarlo nunca lo consiguen; y, en cambio, los que lo consiguen no pueden soportarlo.

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