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Authors: David Leavitt

El contable hindú (65 page)

BOOK: El contable hindú
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Hizo una pausa y tomó aliento. Gertrude lo miraba asombrada. Supongo que en aquella época tan triste no estábamos acostumbrados a parlanchines de aquel calibre.

Prosiguió. Mientras hablaba, le eché una mirada a Ramanujan, que a su vez había bajado la vista. Había albergado la esperanza de que tuviera un aspecto más saludable del que tenía; pero en realidad tenía prácticamente el mismo que en enero, incluso parecía un poco más delgado. En cierta forma, sin embargo, aquella delgadez le favorecía, sacaba a relucir su belleza. Llevaba un jersey amarillo que contrastaba mucho con su piel, y la señorita Chem lo estaba mirando con esa clase de adoración que las jovencitas reservan normalmente para las estrellas de cine. Era evidente que no estaba escuchando una sola palabra de lo que decía S. Ram.

En cuanto al tal S. Ram, a Gertrude y a mí nos estaba quedando claro rápidamente que era un admirador, un «fan», si quieren, que había asumido la responsabilidad de supervisar la rehabilitación de Ramanujan. Y como a la mayoría de los fans, le interesaba mucho más hacer gala de sus propias virtudes y su propio altruismo que contribuir al bienestar del amigo en cuyo nombre, según nos estaba contando, había hecho un «viaje realmente espantoso, toda la noche, con el tren parándose a cada paso». Porque, por lo visto, S. Ram había llegado hacía un par de días a Matlock, donde lo habían metido en una habitación vacía.

—¿Saben? —dijo—, desde que entró en vigor el racionamiento aquí en Inglaterra, los buenos de mis parientes de Cuddalore no han dejado de preocuparse excesivamente, me parece a mí, sobre mi estado, y como deben de pensar que me muero de hambre, han cogido la costumbre de mandarme por correo un paquete de comestibles tras otro; hasta el punto de que no tengo ni idea de qué voy a hacer con todos esos paquetes, y les he enviado un telegrama diciendo: «No stop mandéis stop más stop comida stop Ram.» Debería añadir que, aunque soy vegetariano, no soy de la misma casta que el señor Ramanujan, de manera que, desde mi llegada a Inglaterra, no he sido en todo momento un vegetariano estricto. Por ejemplo, tomo huevos de vez en cuando, así como caldo de ternera, y a veces Bovril. Como verán, estoy empeñado en mantenerme sano, porque últimamente he tenido un poco de suerte y, a condición de que pase un examen de equitación en Woolwich a finales de este mes, me han prometido que no se me llamará a filas, conque puede que me vaya en barco a casa a finales de septiembre para ocupar un puesto de funcionario en el departamento de Obras Públicas Indias. Así que últimamente he estado comiendo huevos para tener fuerzas suficientes para seguir con mi trabajo en Palmers, y a la vez practicar un poco de equitación en Newcastle-Upon-Tyne. —Hizo otra pausa. Aparentemente durante todo aquel monólogo no se había parado a respirar. ¿Iba a seguir así toda la tarde? Miré a Gertrude como pidiéndole ayuda, cosa que se dignó prestarme para mi gran alivio. (Como me explicó más tarde, en su trabajo en St. Catherine's se había acabado acostumbrando a tratar con hombres y mujeres de aquella calaña, charlatanes empedernidos cuyo amor al sonido de su propia voz era en realidad un síntoma de un desorden mental llamado logorrea. «Muchos maestros la padecen.»)

Entonces ella se quedó mirando fija y recatadamente a S. Ram y dijo:

—¡Fascinante! y dígame, ¿cómo retornó usted la amistad con el señor Ramanujan?

Desde el otro lado de la mesa, S. Ram la miró con una especie de gratitud; parecía que agradecía que le hicieran volver al meollo de la cuestión.

—Pues, mire —dijo—, fue la comida. —Y procedió a explicarnos que, al encontrarse con un excedente de «comestibles» que le habían mandado sus padres, se había acordado de Ramanujan y de su afición a los platos típicos de Madrás—. Fue en ese momento —dijo— cuando le escribí…, aunque tal vez no lo recuerde, señor Hardy.

—¿Me escribió usted?

—Sí —respondió S. Ram—. Le escribí preguntándole por la salud del señor Ramanujan y para saber si le apetecería compartir parte de toda esa comida conmigo. Y usted me contestó dándome la dirección de Matlock House, en Matlock, Derbyshire.

—¿Ah, sí? Bueno, eso parece.

—Así que empecé a escribirme con el señor Ramanujan, y en respuesta a su petición de un poco de
ghee
(esa mantequilla india más ligera, señorita Hardy), le reenvié dos paquetes intactos que contenían tres frascos, dos de
ghu
y uno de aceite de sésamo para freír, así como una pequeña cantidad de encurtidos de Madrás. Como sin duda sabrán muy bien la enorme dificultad que supone mandar frascos por correo, ya se pueden imaginar que lo más conveniente fue enviarle los paquetes preparados por los míos, ya sellados.

—Lo más conveniente, desde luego —dije.

—Y, por supuesto, habían mandado mucho más de lo que podía consumir. Así que propuse una visita. Debido a determinados cambios en mi agenda, no pude retrasar mis vacaciones hasta el 31 de julio debido a mi examen de equitación, conque no tuve más remedio que cogerlas quince días antes. Y como no tenía nada especial que hacer estas vacaciones escribí a Ramanujan…, y aquí estoy. —Se sonrió. Ramanujan continuó con la mirada baja.

—Y estoy segura —dijo Gertrude— de que el señor Ramanujan le ha agradecido su compañía. ¿Verdad, señor Ramanujan?

—Sí, sí —respondió Ramanujan.

—Sí, no hemos parado de hablar —dijo S. Ram—. Hemos discutido toda clase de temas, personales, políticos…, hemos hablado sobre la guerra, sobre las costumbres sociales indias, las misiones cristianas, el matrimonio, la universidad, la cuestión hindú, y puedo decir, sin la menor duda, que no me ha parecido en ningún momento que el señor Ramanujan se haya vuelto majareta.

—No me diga…

—También he observado cuidadosamente su temperatura cada vez que se la toma la enfermera, y he hecho gráficas de ella, de sus hábitos alimenticios y sus movimientos intestinales. Esperen, que se las enseño. —Y sacó del bolsillo de la chaqueta tres hojas de papel, que procedió a desplegar sobre la mesa—. Como verán, ayer el señor Ramanujan desayunó unos huevos revueltos con una tostada y un té.

—¿Ha comido huevos?

—Sí, a mí también me sorprendió. En nuestra religión, señor Hardy, los huevos son, por así decirlo, un terreno resbaladizo. Por ejemplo, mis padres no comen huevos, pero mi hermano sí. Mi hermana no, y tampoco se los deja comer a sus hijos. Yo tampoco los tomaría si no estuviera en Inglaterra y necesitara conservar mis fuerzas para montar a caballo, aunque hay que tener en cuenta que no pertenezco a la misma casta que el señor Ramanujan, así que soy menos estricto en la práctica del vegetarianismo.

—Pero nos estaba contando qué ha comido.

—Sí, es cierto. El almuerzo consistió en un arroz blando con guindillas y semillas de mostaza fritas en mantequilla; debería añadir que Matlock tiene una nueva cocinera, mucho mejor, por lo que me ha contado el señor Ramanujan, que su predecesora. Luego el té ha sido prácticamente una repetición del desayuno, y la cena también una repetición de la comida, pero con el añadido de un vaso de leche. Evidentemente no es un menú muy apetitoso, y con vistas a mejorar las condiciones del señor Ramanujan, le consulté al doctor L. Ram si debería prohibírsele, por razones de salud, comer cosas picantes, como curry. El doctor L. Ram dijo que podía comer lo que le apeteciera. Sin embargo eso contradice lo que me han dicho mis amigos de Jarrow, a saber, que los pacientes tuberculosos deberían evitar las guindillas, los encurtidos y otros alimentos picantes; de todos modos, la cocinera que hay aquí no es una experta en cocina india. Entonces le pregunté a la enfermera jefe si se me permitiría cocinar algo para mí y para Ramanujan, pero fue muy brusca conmigo y se negó a dejarme entrar en la cocina, aunque me permitió escribir una receta para pasársela a la cocinera. Desgraciadamente, cuando la cocinera intentó prepararla (era una sopa
madrasí
muy sencilla, llamada
rasam
) hizo una auténtica chapuza.

—Qué pena.

—Sí, yo esperaba haberla influenciado más en los tres días que llevo aquí. A pesar de todo, siento que mi presencia ha sido beneficiosa para el señor Ramanujan; tanto, que estoy pensando en alargar mi estancia varios días más.

—No, Ram, no hace falta —dijo Ramanujan.

—Claro que no. Tiene usted que aprovechar sus vacaciones —añadió Gertrude.

—No, ya lo he decidido —dijo S. Ram—. Mis obligaciones están aquí. Mientras disponga de libertad, antes de regresar a la India, pondré mi empeño en ayudar al señor Ramanujan y mejorar sus condiciones materiales para que pueda obsequiar al mundo con sus maravillosos dones.

Ramanujan se llevó la mano a la frente.

—¿Se encuentra bien? —le pregunté, y él meneó la cabeza y dijo que esperaba que no nos importara que echase una cabezada; volvería a reunirse con nosotros a la hora de comer. Teníamos mucho tiempo por delante, le aseguré; habíamos reservado habitaciones en una pensión de Matlock para pasar allí la noche. Así que se escabulló, dejándonos a los tres solos esta vez con el infatigable señor A. S. Ram.

La verdad es que me doy cuenta de que, al ridiculizar a Ram de esta manera, estoy siendo injusto. Desde luego Gertrude diría que lo soy. Porque, aunque sea cierto que su logorrea podía resultar agotadora, sus intenciones eran buenas, y tal vez hiciera más cosas para ayudar realmente a Ramanujan que cualquier otro que entrase en su órbita durante los años que pasó en Inglaterra, incluido yo mismo. Por ejemplo, como enseguida quedó muy claro, enfocaba el caso de Ramanujan desde una perspectiva distinta (y decididamente más india) que la de Littlewood y la mía; quiero decir que, mientras nosotros veíamos la solución «al problema Ramanujan» en términos de reconocimiento, él lo veía en términos de alimentación.

—He sido un poco duro con él —nos contó—, y he tratado de inculcarle que debe dejar de ser caprichoso y testarudo. Y lo que es más importante, que tiene que elegir entre controlar su paladar o morirse. ¿Qué pasa porque no le gusten las gachas o la avena? A mí tampoco me gustan. Y sin embargo he aprendido a soportarlas, porque quiero estar fuerte para poder aprobar mi examen de equitación. Y él también debe aprender a soportarlas. No puede vivir a base de guindillas y chiles y arroz. Tiene que beber más leche. El otro día le oímos al doctor Ram decirle a un paciente: «Tiene que tomar leche o se irá al diablo.»

—¿En serio?

—Sí. Y aunque sólo puedo ayudarle hasta cierto punto…, voy a ver si encuentro maíz en lata, que es muy difícil de conseguir pero muy sano; y si puedo, también coco desecado, en vez de la pulpa húmeda con la que se hacen muchas tartas y galletas…, que es muy distinta al coco al que estamos acostumbrados en el sur de la India, donde un plato que yo comía mucho de pequeño (y Ramanujan igual, supongo) era un delicioso
chutney
de coco. Lo tomábamos con
sambar
. ¿Conocen el
sambar
? Es un guiso de verduras especiadas con…

—Estaba contándonos cómo podría ayudarle.

—Ah, sí. Pues le puedo conseguir también algunos anacardos, y por supuesto compartiré con él las provisiones que me manden los míos; pero en definitiva cómo le vaya depende sólo de él. Debe tomar muchas gachas, tomates, plátanos si puede encontrarlos, macarrones y nata. Aunque, como yo no esté aquí para obligarlo, me temo que va a seguir tomando únicamente arroz hervido y chiles. Así que he pensado que sería mejor que dejase Matlock y se trasladase a otro centro.

—Interesante idea —dije yo—. Desgraciadamente, el año pasado sus amigos de Cambridge buscaron en vano un sanatorio donde sirvieran comida vegetariana.

—Están en lo cierto, no hay ninguno. Y aquí la cocinera no sirve de mucha ayuda. Por ejemplo, un amigo le mandó unos…
aplams
, les llamamos nosotros, aunque se les suele llamar
pappadums
… Son buenos para su alimentación, ni demasiado picantes, ni demasiado ácidos, ni demasiado amargos. Sólo hace falta freírlos en aceite, igual que las patatas, pero cuando llegué descubrí que Ramanujan los estaba comiendo con algunas verduras secas, crudos, y los frascos de
ghu
y aceite de sésamo que yo le había mandado estaban sin abrir. Dice que prefiere comer esas cosas crudas, pero eso es sólo por defender a la cocinera. No, tiene que irse a otro sitio. Yo tengo tres propuestas.

—Que son…

—La primera es mandarlo al sur de Francia o a Italia. Si nos dan permiso, se le puede trasladar en una ambulancia de la Cruz Roja y un barco hospital. El clima de Italia sin duda le ayudará.

—No creo que eso sea práctico antes de que se termine la guerra.

—La segunda es que busquemos un soldado indio que le haga de cocinero. Creo que se lo podríamos proponer al ejército, y a pesar de que pueden objetar que requerir a un soldado para que haga de cocinero sería desaprovechar soldados, merece la pena señalar cuántos soldados se dedican ahora a fabricar munición, como yo mismo, llevando a cabo en realidad tareas civiles. Estoy casi seguro de que podría hacerme con un par de
lascars
(los operarios de color en los barcos de la marina mercante); hay muchos dando vueltas por Newcastle, pero no son muy de fiar, aunque algunos son grandes cocineros, y probablemente abandonarían a Ramanujan tan rápido como abandonan sus barcos.

—¿Cuál es la tercera alternativa?

—Trasladarlo a alguna institución de Londres. Tengo la impresión de que le gusta bastante estar en Londres, porque allí puede obtener fácilmente condimentos y platos indios. Desde luego, no estoy plenamente convencido de que sea una buena idea; podría hacerle un daño irreparable a su estómago, engullendo comida picante y golosinas. Y, sin embargo, si fuera más feliz en Londres… No sé si viene al caso, pero en el transcurso de mis prácticas militares superé el examen de segundo curso de primeros auxilios en ambulancia, y por el bien de Ramanujan no me importaría sacar el título de enfermero, en cuyo caso pospondría mi partida…

—No, no creo que eso sea necesario —dije—. No queremos que ponga en peligro su carrera. De todos modos, tendremos en cuenta su sugerencia de buscarle un sitio en Londres. —Al fin y al cabo, aunque Scotland Yard había exigido que Ramanujan pasara un año en un centro, no habían especificado un centro en concreto.

—¿Pero Londres sería el mejor sitio para su estómago?

—Hay veces —dijo Gertrude, metiendo baza— en que hay que poner el estado del corazón de un hombre por delante del estado de su estómago.

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