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Authors: David Leavitt

El contable hindú (61 page)

BOOK: El contable hindú
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La voz del otro lado es masculina, gutural, gritona. Hardy apenas entiende lo que dice. No acaban de llegarle las palabras enteras.

—¿Profesor Hardy? Soy (inaudible) de Scotland Yard. —Pero ¿para qué iban a llamarle de Scotland Yard?—. (Inaudible) su hermana.

—¿Mi hermana?

—Trinity College (inaudible) su hermana, y su hermana nos ha dado este número. Siento muchísimo decirle (inaudible) arrestado.

—¿Qué?

La voz repite la palabra mutilada. Y la repite de nuevo.

Sólo cuando ya la ha repetido por tercera vez Hardy se da cuenta de que la voz está diciendo: «Ramanujan.»

—¿Arrestado? ¿Por qué?

—No estoy (inaudible) por teléfono, señor. Con todos mis respetos, debo pedirle que se acerque hasta Scotland Yard, porque (inaudible) ha dado su nombre y (inaudible).

—¿Le han arrestado?

Hardy no entiende la respuesta. Deja el auricular, se pone el abrigo y el sombrero, y baja las escaleras para llamar a un taxi. ¿Qué demonios puede haber pasado?, se pregunta mientras el taxi lo lleva más allá de las hordas que se apresuran a entrar en Victoria Station. Lo último que supo de Ramanujan fue que estaba en una clínica en el campo. Conque ¿qué hace en Londres? ¿Y qué puede haber hecho para que lo haya arrestado la policía? Importunar a alguien, es lo primero que se le viene a la cabeza. De pronto se imagina a Ramanujan en uno de los famosos urinarios públicos que quedan cerca de Piccadilly Circus, esos de los que le ha hablado Norton, pero que él nunca se atrevería a pisar. ¿Será sólo porque su propio deseo lo ha llevado de vez en cuando a pasearse por delante de esos urinarios por lo que ve a Ramanujan de pie en uno de ellos, estirando la mano para tocar los pantalones de un agente de paisano? Pero no. No se trata de eso. Entonces, ¿qué otra cosa puede haber sucedido? Ramanujan ya se ha escapado más veces, sólo hay que recordar aquellas cenas en sus aposentos. ¿Habrá publicado la clínica un bando? ¿Se habrá convertido en un fugitivo? ¿Las leyes prohíben fugarse de esos sitios? ¿O quizá se ha ido por su propia voluntad, se ha quedado sin dinero, y lo han detenido por maleante? ¿O se habrá visto envuelto en una pelea? ¿Pero por qué? ¿Por los números altamente compuestos?

Mira por la ventana. Ha empezado a caer un poco de nieve. En Parliament Square una mujer se quita el sombrero y alza el rostro hacia ella. Le echa una sonrisa a Hardy (él se la devuelve) y luego desaparece mientras el taxi enfila Bridge Street, y después Victoria Embankment, donde se detiene delante de la sede de Scotland Yard. Realmente hace demasiado calor para esta nieve; los copos como plumas se derriten en cuanto tocan el suelo. Aun así, se sube el cuello del abrigo y, tras pagarle al taxista, se mete corriendo en esa fortaleza de ladrillo con sus torreones y sus fruslerías medievales. Los pasillos son anchos y resonantes, y resplandecen con tanta luz eléctrica. Le explica a una agente por qué ha venido, y ella le señala una enorme sala de espera. Ve a una prostituta muy pintada y a un soldado borracho. También hay hombres inquietos y hombres callados con la mirada fija en su propio regazo. Y de pie, mujeres orgullosas que le recuerdan a las criadas de su infancia, sin duda esposas y madres que han sido requeridas para buscar a maridos e hijos derrochadores. Uno de los hombres inquietos habla solo. La prostituta muy pintada habla con todo el mundo. El aire huele a cerveza y a fruta podrida, y oye a alguien toser a lo lejos.

¡Menudo sitio! Siempre temeroso de los gérmenes, limpia su silla antes de sentarse y se deja el cuello subido hasta la boca. Se asombra ante el extraño curso que ha tomado su vida estos últimos años: ante que una carta de la que podría haber hecho caso omiso, como hicieron otros, le haya traído desde la seguridad de sus habitaciones en Trinity hasta este lugar.

Espera. Pasa una hora. Nadie dice su nombre. Para matar el tiempo, escucha el monólogo de la prostituta, que es extrañamente fascinante: recargado y sutil y lleno de referencias a hombres y mujeres, como dando por supuesto que el resto de los presentes los conoce de toda la vida. Los ingredientes son los de una novela: una hermana celosa, un marido infiel, un amante casado.

—«A mí no me lo cuentes, Jack», le digo. «Yo no quiero saber nada.» Pero no me hace ni caso. Es igualito que Annie, siempre lo ha sido; él va a su aire…

La historia está llegando a su apogeo cuando la agente entra dando zancadas y grita un nombre.

—Pare el carro —dice la prostituta, y tras haber repasado toda su indumentaria (medias, bolso, collares) sale trastabillando con sus ruidosos tacones. ¡Y qué tranquila se queda la habitación de repente! Aparte de las toses, lo único que oye es el monólogo en sordina del hombre inquieto. ¿Y qué está diciendo? Hardy aguza el oído y sólo capta una palabra («mantequilla»), y luego su propio nombre. Levanta la vista.

—Por favor, venga conmigo —dice la agente, y él se pone de pie y la sigue por un largo pasillo hasta una oficina sin ventanas y con dos sillas situadas frente a una mesa tras la que no hay nadie—. Por favor, espere aquí —dice—. El inspector enseguida estará con usted.

Ella cierra la puerta al salir, y él mira alrededor. Las paredes no tienen más adornos que un calendario y un reloj que hace bastante ruido. (
Tictac, tictac
.) ¿Por qué no se habrá traído algo que leer? ¿Dónde estará el servicio? De pronto se le ocurre que la agente puede haber cerrado la puerta con llave, que lo puede haber encerrado. Sólo pensarlo le da horror. «Querido Dios, que la puerta esté cerrada con llave para que la prostituta no me moleste». Entonces se levanta, se acerca hasta la puerta y gira la manija. Con gran alivio, ve que se abre. La vuelve a cerrar y se sienta de nuevo.

Diez minutos después entran dos policías en la oficina, los dos corpulentos y bigotudos; uno de unos sesenta y pico años, y el otro de veinticinco como mucho.

—Siento haberle hecho esperar —dice el mayor—. Soy el inspector Callahan. Éste es el agente Richards. —Hardy estrecha sus manos enormes. Luego el inspector se sienta tras el escritorio, y el agente ocupa el tercer asiento, el que queda junto al de Hardy—. Ha intentado tirarse al tren —dice el inspector, mientras abre un libro de registro.

—¿Qué?

—El indio. Ha intentado tirarse al tren en la estación de Marble Arch.

—Dios mío. —Hardy cierra la boca. Dios es un nombre que no quiere que estos hombres le oigan pronunciar—. ¿Pero por qué? ¿Ha saltado? ¿No se habrá caído?

—Ha habido testigos. La estación estaba abarrotada. Una mujer le gritó: «¡No se tire!», pero él se ha tirado.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, se encuentra bien —dice el agente más joven, el que se apellida Richards—. He sido el agente al que han llamado al lugar de los hechos. Por lo que me cuentan los testigos, señor, el jefe de estación, al verle saltar, apagó el interruptor, y el tren se detuvo tan sólo a unos metros de él. Ha sido un milagro, como ha dicho esa mujer. Tuve que bajar como pude hasta las vías y ayudarle a subir; cosa difícil, porque se ha hecho un daño considerable en las piernas.

—¿Dónde está? ¿Puedo verle?

—Está retenido en una celda —dice el inspector—. Hemos hecho que le vendaran. Normalmente, en un caso como éste, lo habríamos puesto bajo custodia en un hospital. Pero no hay suficientes camas. Maldita guerra. —El inspector enciende un cigarrillo—. Le seré sincero, no soporto a los suicidas estos. Lo único que quieren es llamar la atención. Son como niños malcriados. Y cuando uno piensa en todos los jóvenes que están muriendo en el frente… Es un delito, ya sabe, intentar suicidarse. Ningún juez se lo va a tomar a la ligera, sobre todo en este momento.

—Pero él no está bien.

—¿Se ha comportado de una forma rara últimamente? —pregunta el agente más joven.

—No sabría decirle. No lo he visto. Ha estado en una clínica. Está muy enfermo.

—¿Qué es exactamente? ¿Estudiante de matemáticas?

—Es el matemático vivo más importante del mundo. Además de F.R.S.: Fellow de la Royal Society.

¿Por qué diría eso?, se preguntará Hardy más tarde. Es mentira. Ramanujan
no
es Fellow de la Royal Society. Y a Hardy nunca se le había pasado por la cabeza hasta ese momento que tal vez debiera serlo, o que tuviera que proponerlo como candidato. Si Hardy hubiese pensado antes de hablar, habría podido decir después que se estaba tirando un farol con la esperanza de que el inspector se quedara lo suficientemente impresionado con la idea de que Ramanujan era F.R.S. como para dejarle marchar. Y, de hecho, el inspector se quedó impresionado, igual que su teniente. Pero eso fue pura suerte.

—Conque F.R.S. —dijo, y se le notó en la cara: un paso atrás, en atención a la superioridad intelectual ratificada por una institución respetada—. No me he dado cuenta. Lo único que nos ha dicho es que estaba en Cambridge. Vaya, vaya.

—Como ya le he dicho, últimamente no se encuentra bien. Y los genios tienden a ser… temperamentales.

—Desde luego, si se le lleva ante un juez, se presentará algún cargo.

—¿Es absolutamente necesario? Sería sumamente desagradable…, no sólo para él, sino para el College. Y podría echar a perder su futuro el tener antecedentes. —Hardy se inclina en plan confidencial—. Le pido que esto quede entre nosotros, porque no es algo que queramos que se divulgue (en los periódicos y esas cosas), pero el señor Ramanujan está a punto de realizar lo que muchos considerarían el mayor avance en la historia de las matemáticas.

—¿En serio? Bueno, veremos lo que se puede hacer. Tengo que hablar con el jefe, por supuesto.

El inspector se va, cerrando la puerta de golpe a su espalda…

—¿Le apetece un té? —pregunta Richards.

—Sí, se lo agradecería mucho —dice Hardy.

—Voy a pedirle a Florence que nos lo traiga. ¡Florence! —y llama a gritos por la puerta abierta a la agente con la que Hardy ha hablado primero. Ella entra furtivamente, con aspecto de contrariada con ese sombrero hongo, esa falda negra y esa corbata estrecha. Una agente de la ley requerida para preparar un té…

—¿Nos podría hacer un té, querida?

Ella no dice nada; desaparece por el pasillo. Richards entorna la puerta. Es la primera vez en la que Hardy tiene ocasión de mirarlo bien. Es una pena que lleve bigote, porque le tapa los labios, que son finos y húmedos. Tiene unos ojos castaños muy abiertos y curiosos bajo unas cejas finas y una mata de pelo denso y oscuro. Sonriendo, toma asiento y le dice a Hardy:

—Ese avance que ha comentado…, no me importaría nada saber en qué consiste. Siempre me ha interesado la ciencia. Y puede fiarse de que no se lo contaré a nadie.

Hardy se inclina con aire confidencial, y piensa que Richards es realmente joven. Así que ¿por qué no está en Francia? ¿Una herida? ¿Buenos contactos? ¿O simplemente ha tenido suerte y lo han alejado de la guerra para que patrulle las calles de Londres?

—El señor Ramanujan está a punto de demostrar la hipótesis de Riemann —dice Hardy.

—La hipótesis de…

—Está relacionada con los números primos. Mire, durante siglos los matemáticos se han interrogado sobre el misterio de los números primos y su distribución. —Parece la conferencia que les dio a las chicas de St. Catherine's.

Sólo que Richards escucha con más atención que las chicas. Se enfada un poco cuando Florence entra con el té, interrumpe a Hardy de vez en cuando para hacerle preguntas, y da la impresión de que está a punto de captar la idea esencial cuando la voz del inspector vuelve a retumbar en el pasillo.

Inmediatamente, con el primer clic de la manija de la puerta, Richards se echa hacia atrás, como para establecer una distancia de seguridad entre él y Hardy. ¡Y qué inmensa, desgarbada e inoportuna es la presencia del inspector! Aquella voz que le ladró por teléfono, se percata Hardy vagamente, era la suya.

—Bueno, he tenido una charla con el jefe —dice, ocupando su sitio tras el escritorio—, y opina, igual que yo, que un intento de suicidio es un delito grave. Le advierto que, si lo ha hecho una vez, lo puede volver a hacer. El que sea delito en este país tiene una explicación, ya sabe, que es proteger a los ciudadanos y proteger de sí mismo a un hombre propenso a perder el control en cualquier momento. —El inspector se frota la nariz, así que se le mueve el bigote—. De todas formas, el jefe tiene en cuenta lo delicado de la situación, así que, dada la reputación del caballero y su estatus como F.R.S. y demás, estamos dispuestos a renunciar a presentar cargos con la condición de que ingrese en un hospital directamente y permanezca allí al menos un año. Usted mismo dice que no se encuentra bien, que ha estado en una clínica.

—Sí. Por su tuberculosis.

—Pues devuélvalo a la clínica. Y asegúrese de que no se escape. Porque si lo cogemos paseando por las calles de Londres o al borde de un andén de cualquier estación de metro, no habrá compasión.

—Entiendo. ¿Lo puedo ver ya?

—Richards, vaya a buscarlo.

—Sí, señor. —Richards se levanta de un salto y sale.

—¿Un purito, señor Hardy? —pregunta el inspector. Hardy lo rehúsa—. Bueno, tampoco me importa fumar solo. —Y enciende el puro, estirando las piernas delante de él bajo el escritorio—. Así que matemático —dice.

—Exactamente.

—Yo era malísimo en matemáticas. De chaval apenas podía sumar dos y dos. Y sigo sin poder. Mi mujer ni siquiera me deja tocar el libro de contabilidad. —Se ríe—. Supongo que usted podrá calcular mentalmente el resultado de una suma de cincuenta cifras en medio minuto.

—No, como a muchos matemáticos profesionales, se me da espantosamente mal lo que usted llama «calcular». Aunque Ramanujan sí que podría.

—¿Ahora mismo también?

—Es famoso por sus proezas de aritmética mental. Una vez lo pusimos a competir con el mayor MacMahon, para ver cuál de los dos podía descomponer un número primo en menos tiempo.

—¿El qué?

—Un número primo. Un número que.. —Pero, antes de que Hardy pueda rematar su explicación, se abre la puerta y Richards hace pasar a Ramanujan, que cojea mucho. Lleva las dos piernas vendadas. Richards lo sujeta por la cintura con el brazo derecho.

—¡Ramanujan! —dice Hardy, levantándose de golpe. Pero Ramanujan no responde nada. Ni siquiera mira a Hardy a los ojos. Y de repente Hardy comprende que toda esta alegría (explicarle la hipótesis de Riemann al apuesto Richards, hablar de competiciones de cálculo con el menos apuesto inspector Callahan) no ha sido más que una cesura, un respiro. Porque ahora tiene a Ramanujan delante, y en sus ojos no hay lágrimas. Tampoco rabia. Ni dolor. Nada. Simplemente es un hombre que ha intentado matarse.

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